Empezamos a escribir en soledad, con vergüenza, con una mezcla de miedo y valentía. Empezamos a escribir porque se hizo insoportable practicar la lectura como deporte único, la maravillosa lectura que también necesitó de la soledad para expresarse. Es desde la soledad que la lectura y la escritura pueden hacerse un lugar en la mañana.
El proceso de escritura comienza en la privacidad absoluta, se escribe para uno mismo, quizá para mirarnos, para espiar mientras la respiración da los primeros pasos. A la vuelta de los años cada vez estoy más convencido de que la escritura es una cuestión respiratoria, la búsqueda del equilibrio dentro del camino, también de búsqueda, que puede llevar o no a la voz propia.
Luego de un tiempo, la vida de agente secreto da el primer viraje y en el juego de mirar, el proyecto de autor comienza a enseñar sus primeras páginas a su círculo más cercano, si hay paisaje favorable, será en la familia donde el secreto desatará la tinta. Después llega el tiempo de los amigos, siempre los más cercanos, y ellos serán los que leerán (sólo porque son cortitos) los acertijos (escribí por suerte muchos) que exentos de todo valor literario, se transforman en unos pocos meses en materia indescifrable hasta para el autor. Luego de la familia y los amigos, será el tiempo para todo aquel que quede a tiro de lectura, que mansamente se entregue al sacrificio ritual de leer unas hojitas sueltas. Toda esta mecánica en funcionamiento, escritura en soledad y lectura de los otros en el afuera, empuja al dueño de la lapicera a querer escribir más y, en el mejor de los casos, a querer hacerlo de la mejor manera posible (se puede encontrar un buen maestro en un taller de escritura, pero no es fácil, los escribidores que necesitan de la mensualidad son plaga; en cambio es ayuda decisiva confiar en las lecturas elegidas y simplemente disfrutar de ellas). Hay que estar preparados, porque escribir mejor no siempre sucede, no es una ley de la naturaleza, en este costado de la vida no todas los chupetines Topolín vienen con sorpresa. Para escribir más y mejor, el dueño de la lapicera necesitará más de lo mismo: soledad.
Es muy posible que los días de laborioso solitario traigan como consecuencia el establecimiento del oficio junto a su cara y buen nombre; a la hora de presentarlo frente a un extraño, algunos dirán como complemento: escribe, y ahí el extraño pondrá cara de mirar a un extraño o de estar mirando a otro payaso más que dice que escribe. Porque, a no engañarse, que este mundo parece circo por tanto payaso escritor que anda suelto; es muy fácil encontrar poetas en Buenos Aires, siempre digo que esta es una ciudad en la que no debería haber baldosas flojas, porque es debajo de ellas donde pueden vivir hasta cincuenta poetas, y todos injustamente ignorados por el sistema.
En el camino de la escritura de los primeros tiempos, el dueño de la lapicera cuenta con un puñado de relatos que considera los mejores, y es casi seguro que se va a topar en su ruta de iniciado con la posibilidad de aparecer en una antología editada en los arrabales del mundillo literario. Dos relatos, tres con suerte, irán a parar a letra de molde y en comunidad: diez o doce noveles frente al gran desafío de bancar la edición.
En los momentos de la antología, el aspirante todavía no ha podido terminar con el proceso de desmierdado de su mano y cabeza, es más, salvo que sea caso de genialidad, está a poco de haberlo comenzado. Salvo el genio, los demás venimos al mundo de las artes con las manos llenas de mierda, y si las manos lo están, la cabecita también. No hay nada mejor que escribir mucho y malo, escribir acertijos con límite de utilidad, es decir textos que sólo duren el tiempo en que el autor todavía pueda explicárselos; es bueno porque es con el trabajo fallido que la mierda se va gastando, la mano desmierdada gana en seguridad, en posible tranquilidad; es la única manera en que el interesado pueda comenzar con la respiración dentro de la escritura, y lo mismo ocurre con las ideas, el paisaje se va aclarando, se va entendiendo que, por ejemplo, no es bueno querer abarcar el todo cuando todavía estamos tomando carrera para ver si nos alcanza el envión para llegar a algún lado, y que siempre hay que elegir lo que se quiere contar, y para hacerlo hay que hacer foco y primeros planos sobre apenas un puñado de cuestiones. El encuentro con la tranquilidad que entrega la progresiva limpieza de mano y cabeza puede llevar al dueño de la lapicera a encontrarse con lo que diferencia a un escritor de un escriba, el escritor sabe que debe trabajar y que para ello necesita de la libertad, en cambio el escriba vive apurado por la necesidad de generar páginas brillantes (y si brillan famosas: el ego agradecido). No hay mejor manera de desmierdarse que hacerlo en soledad, o sea, hacer como todos los días: trabajar, vivir en órbita alrededor de la escritura.
Terminado el momento de la letra de molde compartida, aparece el desafío del libro propio, otra vez y siempre: solito y solo: el libro de autor, por factura de edición y autoría. La antología fue algo así como abrir la puerta para salir a jugar, el libro propio es el regreso a la soledad, a casa, a una soledad que tiene un registro distinto, pero que ahí está: al editar seguimos tan solos como cuando aparecieron las primeras líneas de la historia.
Si el proceso de crecimiento del autor es saludado con la suerte, a esa altura contará con un círculo de lectores especializado, y maravilloso será que en sus mesas de café se sienten pares que sean dueños de un buen pulso con la lapicera y el consejo. De nada sirve ser el rey de los escritores del café de la esquina, el desafío está en rodearse de autores que escriban mejor que quien todavía busca hacerse para encontrar su posible voz. Una buena manera de vivir es ir acompañado de referentes en el proceso de la soledad.
Por lo general el primer libro suele abrir el camino “adulto” de la escritura. Luego del acto fundacional, espera el trabajo a conciencia. La historia dirá si el escritor en ciernes va de crecimiento o si se quedó en las gateras, pero eso nadie lo sabe, lo seguro está en la presencia del trabajo solitario. Escribir lleva una vida: nadie es escritor en un año, y nadie es escritor porque sepa poner todos los puntos y las comas (más allá de que hay que aprender a usarlos bien). Los libros que vayan apareciendo apuntalarán o no el oficio del escritor, y esto nada tiene que ver con el éxito editorial, un asunto que empieza con un “después” de escritura que nada tiene que ver con la escritura propiamente dicha.
La soledad de la escritura conduce a actos inevitables de egoísmo porque no hay manera de compartir ciertos momentos, y entonces sólo aparecen las migajas. Se pueden contar algunas de las aventuras vividas en el trabajo de escritura de una novela, pero al ser referidas adquieren la careta de anécdota simple, una más; así la recibe el que escucha, que se interesará más o menos en la cuestión, pero el autor sabe que para él fue otra cosa, la marca fue otra: secreta e intransferible. Quizás uno de los mayores placeres para quien escribe sea vivir el proceso en que ciertos momentos de la vida cotidiana se van guardando en apariencias diversas dentro de la historia que está contando: una cara en el colectivo que le recuerda a la odiada profesora de castellano de tercer año, Clarita Di Nisio; el diseño de una pistola automática que vio en la película del domingo a la tarde; el recuerdo de la muerte del escritor japonés Yukio Mishima (1925-1970) aparecida en la charla. Luego la historia avanza, se escribe, y en ella quedan los detalles venidos desde distintos universos: retazos, hilachas, elementos varios que giran en órbita alrededor de la escritura, también en silencio, en soledad.
La soledad tiene, como todo, diversas caras, y entre las que pueden tocarle a un escritor, hay dos que le hacen tomar aire para poder renovar fuerzas y sentarse para seguir con su trabajo. Pienso en los que sí son escritores o que van en camino de serlo, no en el que juega a la escritura como motor para el encuentro social, no digo que este entretenimiento sea malo, pero el esfuerzo, el compromiso del escritor “verdadero” es distinto. Al no ser reconocido, el escritor, y así lo hace la mayoría de ellos, intenta presentarse en sociedad. Podría decirse que está obligado al intento. Como primer paso: la presentación del libro, y como segundo: el intento con la prensa en los medios de comunicación. Es sabido que los lugares de la prensa están acotados por un sin fin de condicionantes, y es casi seguro que un escritor que no venga apoyado por un sello editor importante o con suficiente dinero para comprar espacios, terminará en soledad a la hora de algún comentario o difusión.
Ahora bien, la suerte, podría creerse, debería ser distinta con la presentación. Pero la tristeza inunda los recintos donde se llevan a cabo las presentaciones de libros (de escritores) por fuera de la industria. Vi dieciocho personas en la última a la que fui, la cifra incluía al autor, al presentador y al músico acompañante. Está claro, nadie puede exigir la presencia a ninguna persona y, por muchas razones, la asistencia a eventos culturales va en seguro declive. A estas presentaciones se invita a los amigos (que por lo general no leen los libros del amigo escritor), familiares, personas conocidas, personas convocadas por afinidad de actividades, desde ya periodistas que jamás asisten, y el escritor que, de tanto invitarse, a esta altura debería saber que se escribe, siempre, en soledad y que también se vive en ella.
El proceso de escritura comienza en la privacidad absoluta, se escribe para uno mismo, quizá para mirarnos, para espiar mientras la respiración da los primeros pasos. A la vuelta de los años cada vez estoy más convencido de que la escritura es una cuestión respiratoria, la búsqueda del equilibrio dentro del camino, también de búsqueda, que puede llevar o no a la voz propia.
Luego de un tiempo, la vida de agente secreto da el primer viraje y en el juego de mirar, el proyecto de autor comienza a enseñar sus primeras páginas a su círculo más cercano, si hay paisaje favorable, será en la familia donde el secreto desatará la tinta. Después llega el tiempo de los amigos, siempre los más cercanos, y ellos serán los que leerán (sólo porque son cortitos) los acertijos (escribí por suerte muchos) que exentos de todo valor literario, se transforman en unos pocos meses en materia indescifrable hasta para el autor. Luego de la familia y los amigos, será el tiempo para todo aquel que quede a tiro de lectura, que mansamente se entregue al sacrificio ritual de leer unas hojitas sueltas. Toda esta mecánica en funcionamiento, escritura en soledad y lectura de los otros en el afuera, empuja al dueño de la lapicera a querer escribir más y, en el mejor de los casos, a querer hacerlo de la mejor manera posible (se puede encontrar un buen maestro en un taller de escritura, pero no es fácil, los escribidores que necesitan de la mensualidad son plaga; en cambio es ayuda decisiva confiar en las lecturas elegidas y simplemente disfrutar de ellas). Hay que estar preparados, porque escribir mejor no siempre sucede, no es una ley de la naturaleza, en este costado de la vida no todas los chupetines Topolín vienen con sorpresa. Para escribir más y mejor, el dueño de la lapicera necesitará más de lo mismo: soledad.
Es muy posible que los días de laborioso solitario traigan como consecuencia el establecimiento del oficio junto a su cara y buen nombre; a la hora de presentarlo frente a un extraño, algunos dirán como complemento: escribe, y ahí el extraño pondrá cara de mirar a un extraño o de estar mirando a otro payaso más que dice que escribe. Porque, a no engañarse, que este mundo parece circo por tanto payaso escritor que anda suelto; es muy fácil encontrar poetas en Buenos Aires, siempre digo que esta es una ciudad en la que no debería haber baldosas flojas, porque es debajo de ellas donde pueden vivir hasta cincuenta poetas, y todos injustamente ignorados por el sistema.
En el camino de la escritura de los primeros tiempos, el dueño de la lapicera cuenta con un puñado de relatos que considera los mejores, y es casi seguro que se va a topar en su ruta de iniciado con la posibilidad de aparecer en una antología editada en los arrabales del mundillo literario. Dos relatos, tres con suerte, irán a parar a letra de molde y en comunidad: diez o doce noveles frente al gran desafío de bancar la edición.
En los momentos de la antología, el aspirante todavía no ha podido terminar con el proceso de desmierdado de su mano y cabeza, es más, salvo que sea caso de genialidad, está a poco de haberlo comenzado. Salvo el genio, los demás venimos al mundo de las artes con las manos llenas de mierda, y si las manos lo están, la cabecita también. No hay nada mejor que escribir mucho y malo, escribir acertijos con límite de utilidad, es decir textos que sólo duren el tiempo en que el autor todavía pueda explicárselos; es bueno porque es con el trabajo fallido que la mierda se va gastando, la mano desmierdada gana en seguridad, en posible tranquilidad; es la única manera en que el interesado pueda comenzar con la respiración dentro de la escritura, y lo mismo ocurre con las ideas, el paisaje se va aclarando, se va entendiendo que, por ejemplo, no es bueno querer abarcar el todo cuando todavía estamos tomando carrera para ver si nos alcanza el envión para llegar a algún lado, y que siempre hay que elegir lo que se quiere contar, y para hacerlo hay que hacer foco y primeros planos sobre apenas un puñado de cuestiones. El encuentro con la tranquilidad que entrega la progresiva limpieza de mano y cabeza puede llevar al dueño de la lapicera a encontrarse con lo que diferencia a un escritor de un escriba, el escritor sabe que debe trabajar y que para ello necesita de la libertad, en cambio el escriba vive apurado por la necesidad de generar páginas brillantes (y si brillan famosas: el ego agradecido). No hay mejor manera de desmierdarse que hacerlo en soledad, o sea, hacer como todos los días: trabajar, vivir en órbita alrededor de la escritura.
Terminado el momento de la letra de molde compartida, aparece el desafío del libro propio, otra vez y siempre: solito y solo: el libro de autor, por factura de edición y autoría. La antología fue algo así como abrir la puerta para salir a jugar, el libro propio es el regreso a la soledad, a casa, a una soledad que tiene un registro distinto, pero que ahí está: al editar seguimos tan solos como cuando aparecieron las primeras líneas de la historia.
Si el proceso de crecimiento del autor es saludado con la suerte, a esa altura contará con un círculo de lectores especializado, y maravilloso será que en sus mesas de café se sienten pares que sean dueños de un buen pulso con la lapicera y el consejo. De nada sirve ser el rey de los escritores del café de la esquina, el desafío está en rodearse de autores que escriban mejor que quien todavía busca hacerse para encontrar su posible voz. Una buena manera de vivir es ir acompañado de referentes en el proceso de la soledad.
Por lo general el primer libro suele abrir el camino “adulto” de la escritura. Luego del acto fundacional, espera el trabajo a conciencia. La historia dirá si el escritor en ciernes va de crecimiento o si se quedó en las gateras, pero eso nadie lo sabe, lo seguro está en la presencia del trabajo solitario. Escribir lleva una vida: nadie es escritor en un año, y nadie es escritor porque sepa poner todos los puntos y las comas (más allá de que hay que aprender a usarlos bien). Los libros que vayan apareciendo apuntalarán o no el oficio del escritor, y esto nada tiene que ver con el éxito editorial, un asunto que empieza con un “después” de escritura que nada tiene que ver con la escritura propiamente dicha.
La soledad de la escritura conduce a actos inevitables de egoísmo porque no hay manera de compartir ciertos momentos, y entonces sólo aparecen las migajas. Se pueden contar algunas de las aventuras vividas en el trabajo de escritura de una novela, pero al ser referidas adquieren la careta de anécdota simple, una más; así la recibe el que escucha, que se interesará más o menos en la cuestión, pero el autor sabe que para él fue otra cosa, la marca fue otra: secreta e intransferible. Quizás uno de los mayores placeres para quien escribe sea vivir el proceso en que ciertos momentos de la vida cotidiana se van guardando en apariencias diversas dentro de la historia que está contando: una cara en el colectivo que le recuerda a la odiada profesora de castellano de tercer año, Clarita Di Nisio; el diseño de una pistola automática que vio en la película del domingo a la tarde; el recuerdo de la muerte del escritor japonés Yukio Mishima (1925-1970) aparecida en la charla. Luego la historia avanza, se escribe, y en ella quedan los detalles venidos desde distintos universos: retazos, hilachas, elementos varios que giran en órbita alrededor de la escritura, también en silencio, en soledad.
La soledad tiene, como todo, diversas caras, y entre las que pueden tocarle a un escritor, hay dos que le hacen tomar aire para poder renovar fuerzas y sentarse para seguir con su trabajo. Pienso en los que sí son escritores o que van en camino de serlo, no en el que juega a la escritura como motor para el encuentro social, no digo que este entretenimiento sea malo, pero el esfuerzo, el compromiso del escritor “verdadero” es distinto. Al no ser reconocido, el escritor, y así lo hace la mayoría de ellos, intenta presentarse en sociedad. Podría decirse que está obligado al intento. Como primer paso: la presentación del libro, y como segundo: el intento con la prensa en los medios de comunicación. Es sabido que los lugares de la prensa están acotados por un sin fin de condicionantes, y es casi seguro que un escritor que no venga apoyado por un sello editor importante o con suficiente dinero para comprar espacios, terminará en soledad a la hora de algún comentario o difusión.
Ahora bien, la suerte, podría creerse, debería ser distinta con la presentación. Pero la tristeza inunda los recintos donde se llevan a cabo las presentaciones de libros (de escritores) por fuera de la industria. Vi dieciocho personas en la última a la que fui, la cifra incluía al autor, al presentador y al músico acompañante. Está claro, nadie puede exigir la presencia a ninguna persona y, por muchas razones, la asistencia a eventos culturales va en seguro declive. A estas presentaciones se invita a los amigos (que por lo general no leen los libros del amigo escritor), familiares, personas conocidas, personas convocadas por afinidad de actividades, desde ya periodistas que jamás asisten, y el escritor que, de tanto invitarse, a esta altura debería saber que se escribe, siempre, en soledad y que también se vive en ella.
2 comentarios:
Me encanta este texto, refleja lo que siento cuando me paro frente a la escritura o la lectura.
Es muy bello.
Una manera de decir la cruel realidad. Aquí se hace palpable y menos dura y enima nos deja esas ganas de decir ¿viste? ES ASÍm de modo que sigamos...
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