Cuando el cielo se oscurece no puedo dejar de pensar
en los cuadros que pinta mi viejo. Cielos de puras sombras son los que abren la
tranquera para que entre la noche. Mi viejo juega al alquimista sobre una vieja
paleta de madera. En ella amansa la esencia de la luz para ir acomodando su
manera de sentir la noche. Una vez lograda la oscuridad primigenia, inicia el
pincel su simple laborar. Lleva noche, y recorta para el regreso un momento del
día. Lo acerca a la paleta donde enseguida, en la espesura de sus gamas bajas,
se silencian los reclamos de la luz. Óleo color tierra, color nubes de
tormenta. Recuerdo un cuadro: El cielo bajó a los campos. La tierra y el cielo,
nuestros límites, formando una galería, un túnel, un destino. La vida, la
mayoría de las veces, transcurre bajo un cielo de tormenta como los que pinta
mi viejo. Los veo desde pibe. Me sigue resultando extraño levantar la vista y
ver el azul cielo que anida sobre mi casa en la provincia. Los cielos de mi
viejo son oscuros porque en ellos se mezcla una pizca de su personalísima
poética del desencanto: una sincera enumeración de destinos desafortunados que
vieron la luz por propia mano, por manos extrañas, y por las manos que siempre
están antes de las nuestras. Todos debemos terminar el cuadro que empezó a
pintar otro. Quizá por saber que esas historias ‘vieron la luz’ mala, mi viejo
trata de controlar la claridad: tenerla a tiro, con poca soga. Siempre anduvo
atento por la vida, sabe que se siente mejor en la noche, bajo los cielos de
tormenta. Él mira desde su proa. Como Turner, uno de sus pintores admirados.
martes, 4 de marzo de 2014
El mensaje (La foto: TIempo Argentino: 16 de febrero de 2014)
De pibe viví en la provincia de Buenos Aires,
en el oeste, en Martín Coronado. La
Capital quedaba lejos, y se la visitaba de vez en cuando. Fue
aventura de pequeño viajero ir a algunas canchas de fútbol. Fue aventura
recorrer también varias galerías de arte en una tarde. Mi papá me llevó a ver
fútbol con hinchadas amigas, y a ver exposiciones, a conocer pintores y
pinturas. Al parecer la vida sucedía en la Capital. Mis ocho
años de viajero entre dos mundos me llevaron al convencimiento de que más allá
de la General Paz,
después del tren y el subte, se llegaba a una tierra de misterio, belleza y
pasión. Sucedió que mi papá, en un diciembre, llegó silencioso portando una
maravilla técnica. La ocultó sobre el techo del mueble donde se velaba la porcelana
que nunca se usaba en la mesa de todos los días. Mi papá pintaba su arte, y a
mí, quizá por esas posibilidades que ofrecen los viajes, se me dio por
encontrarme de maravillas con la lectura. Entre Julio Martín, mi abuelo poeta,
y los libros, pronto me darían ganas de jugar a ser escritor. Lo oculto se
rebeló en la nochebuena. Venía en bolsa de plástico. Plegado con suma
prolijidad. Tenía esqueleto mínimo de alambre, y una boca ancha como para
entrarle con un beso audaz a la explosión de la noche. Mi primer mensaje a otro
cielo del universo lo envié a bordo de un globo con coraza de papel. Se elevó
lento. Llevaba el corazón caliente, igual su saliva. No llevó palabras mi
mensaje, consistió en el más puro asombro de pibe. El artefacto llegó desde la Capital. Durmió un
último sueño antes de entrarle al misterio de mi provincia.
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