Pensamiento uno

Desde que descubrí el camino hacia la luz, no paro de rebotar contra la lámpara.















UPCN Feria del libro 2018

UPCN Feria del libro 2018
Presentación de "La marca de Gualeguay 1".

Pensamiento dos

A tener en cuenta: la felicidad es un arte efímero.

martes, 7 de marzo de 2023

El cucharón del sargento

Collage de Mario Bellocchio


En la Escuela de Caballería. Campo de Mayo. En la memoria. Entre aquello que ya no es y que, sin embargo, sigue siendo, gira, eterno, el cucharón del sargento de la cocina. 1981. Un dios de poca monta. Pero queda claro, en todo momento será sargento en el engranaje del cuartel de la patria. Era en la patria de ellos donde los colimbas se jugaban la vida. Todos artistas en el arte de sobrevivir. Resistir dentro del universo malsano que giraba como polenta hirviendo en tachos de puro acero. A buen ritmo mezclaba el cucharón del sargento. Un toque. Una magia mugrienta. Oscuras burlas sucesivas en el circo del terror. Estoy de regreso. Anoto desde el ayer, cuando fui soldado. Cuando, con subordinación y valor, me defendí de la patria.

Ningún soldado del escuadrón Comando y Servicios conocía las bondades del teniente. Nadie podía saber de su inclinación a la naturaleza. Sucedió la tarde en que al oficial se le ocurrió invitar a la muchachada a un viaje. El objetivo: hacer ejercicios. Era el final del día. A la mañana instrucción: orden cerrado en el playón mayor. En la primera tarde instrucción de armas en el campo cercano. Como broche inesperado apareció el teniente. La orden fue: zapatillas, calzoncillos, y en cuero riguroso. Corríamos por la ruta, fuera del cuartel. Al frente de la tropa: el teniente. Y un puñado de esbirros estratégicamente distribuidos entre los ciudadanos bajo bandera. La orden fue ingresar a una pista con obstáculos que se abría a un lado de la ruta. Como en las películas: escaleras, sogas, subidas, bajadas, toda clase de juguetes para la carrera del militar. Ellos nos prestaban su juguete. El teniente indicó el primer obstáculo. La tropa lo superó. Igual el segundo. Pero -estoy seguro- el jefe esperaba que surgiera el envión, una inercia anímica aparecida desde aquello que parecía un juego. Pero no. De juego nada. Unos veinte colimbas superaron el obstáculo siguiente, exactamente una orden que el teniente no había dado. Histérico, el jefe se puso hecho una furia. Era tiempo del castigo. Entonces mandó cruzar el alambrado del cerco de la pista. Era el claro límite entre el pasto corto de un lado, y un lado otro, fresco e infernal, donde crecía, silenciosa, paciente, una multitud de cardos. Los más grandes que viera. El teniente nos acercaba así a la naturaleza. Yo sabía de la existencia del cardo, pero de tamaño modesto. Cardos del costado de la vía del ferrocarril Urquiza. Cardos de Martín Coronado. Los que crecían en Campo de Mayo eran bestiales, inhumanos –obvio-, como todo lo que ahí crecía. Cuando la tropa estuvo ubicada entre la multitud verde, el teniente mandó a separarse, a abrirse entre ciudadanos. Para verte mejor. Para escucharte mejor. Para anotarte mejor, acá en mi libretita. Para que figures como privado de franco, si tan solo dudás en cumplir mi orden. Así avisaba el plan, su placer, el teniente feroz. Luego ordenó cuerpo a tierra. Lapicera en mano. Rodillo a la izquierda. Rodillo a la derecha. Girar en una cama tendida de cardos. ¿Es que nos avisaba el teniente, al tiempo que convidaba espinas, algo sobre la naturaleza humana en los complejos territorios del amor? Cuerpos colimbas humillados. Sudor y agujas. Las espinas más grandes, luego de finalizada la lección de vida, se sacaban, y muchas guardó el cuerpo. Las espinas profundas las fue vomitando el tiempo, mucho después de finalizada la colimba. De repente aparecían en brazos, piernas, espalda. Y siempre en la memoria.

A decir verdad, todos los habitantes de la Escuela de Caballería, me refiero a los “ellos”, tenían una inclinación hacia la naturaleza, quizá por ser una gran proveedora de sensaciones. O, tal vez, era simple y directa hijaputez aplicada a una turbia imaginación creativa.

No sabía que fuera una especie protegida, el cardo. Tan diferente el destino del ciudadano bajo bandera. Una especie admirada, famosa en el reino verde. Nada sabía sobre aplaudir su existencia. Extraña manera de celebrar en Campo de Mayo. Eran mugres de las que solo se ocupaban los suboficiales, especialidad de cabo, cabo primero y sargento, la delantera titular del castigo. El suboficial goleaba al colimba. Y lo hacía especialmente cuando señalaba la presencia del cardo. Soldado, rodilla a tierra. El cabo, cabo primero o sargento daba la orden de arrodillarse a aplaudir cardos. Mano a mano hemos quedado. Cantidad de espinas a fondo rojo. Había que hacerlo temblar de gozo. Nada de aplaudir liviano, porque se extendía el festejo hacia la madre naturaleza.

Casi siempre había cardos en cercanías. Siempre dispuestos a servir a la defensa de la patria. Cuando estábamos en medio del campo, el enemigo a atacar siempre estaba detrás de una comunidad de cardos. A la carrera en zigzag, esa la orden. Al frente. El fusil en las manos. Cuerpo a tierra, gritaba la voz a obedecer. Cuerpo a tierra sobre los cardos. Arrastrarse, rodillo a la derecha, arrastrarse. Carrera al frente, zigzag entre el cardal, hasta que tocaba nuevo cuerpo a tierra.

Nunca era recomendable cometer una falta. Menos en el campo donde se acentuaban los juegos de humillación. Un castigo personalizado, a esta altura una obviedad, significaba acercarse a un cardal junto al suboficial que decretaba la acción. Tratamiento básico era aplaudir. Uno con más sustancia se daba con un repetido cuerpo a tierra. De no alcanzar los suplicios anteriores, quedaba el dulce, el tratamiento especial. Mandaba el milico: Soldado, chupetín de campaña. ¿Entonces? Para que todos vieran, temieran, para que todos supieran que ese sargento -igualito al de la cocina, el dueño del cucharón- convocaba al horror. A falta de kiosco de caramelos en el campo, la naturaleza, otra vez la damisela, aportaba el chupetín. El castigo consistía en cortar la flor del cardo. Linda. Violeta y verde. Con una gargantilla de puras espinas. La flor del cardo, toda, todita, en la boca del soldado. Grande, bien grande, abrí la boca, que así vas a aprender a obedecer los mandatos de la patria. Sucedidos. Instrucción. Materias fundamentales para que nos hiciéramos hombres en Campo de Mayo.

Giraba el cucharón del sargento. Giró. Gira en el recuerdo. Altivo, esencial, al tiempo que insignificante, una simpleza más en el paisaje. Parte de un dispositivo mayor. El universo de la Escuela de Caballería. En cada giro del cucharón sobre la polenta hirviente que guardaba el grande tacho de acero, el cuartel, arrastraba acciones, gestos, condimentos, y todo tipo de ingredientes que nacían una historia, y una manera de entenderla. Ser parte del poder de decidir sobre el otro. Decidir su quehacer, su comida, su castigo. Una forma de ser alguien en el engranaje. Ser por tener una o más tiras rojas en la camisa. Ser por llevar pistola al cinto. Volver a casa siendo un tipo amable, y con el cuartel bien escondido en el silencio. Ser por manejar el cucharón. Ser por mandar cuerpo a tierra entre los cardos. Ser porque podía obligar a un soldado de la patria a meterse la flor del cardo en la boca. Ser porque insultaba al soldado a viva voz. Lo humillaba. Aún más si resultaba que estudiaba para cura. Aún más se humillaba al judío. Ser muy hombre cuando entraban las prostitutas de la ruta al puesto de guardia. Ser cuando el sargento se llevaba a la casa, en el piso del auto, bajo el asiento del acompañante, los sachets de la leche que era para el colimba.

Gira en la memoria el cucharón del sargento acomodando imágenes.

Aquel mediodía fui uno de los seis colimbas elegidos para ir a la cocina a buscar la comida. Estábamos en el campo cercano, dentro del cuartel. Mañana de instrucción. El sol desatado sobre el paisaje, salvo bajo la arboleda donde estaban los jefes. Los demás al fuego. Llegamos a la cocina. En la puerta había tres tachos grandes de acero. Repletos de una polenta que había llegado del sol. Un colimba llamó al sargento para que hiciera la entrega. Salió el jefe. La pistola en la cartuchera. Desenfundado el cucharón negro. Toda la escena se ve entre el vuelo de las moscas. Un verdadero enjambre. Ellas volaban excitadas en lo que suponían una fiesta. Confiadas seguidoras de Icaro, las moscas que se habían acercado demasiado, cayeron fulminadas por el rey de amarillo.  La polenta tenía una apretada cobertura de muerte. Los colimbas vimos el granizado hasta que llegó el movimiento del sargento. Del cucharón. El mago sonríe feliz. Un toque profundo por tacho hundió el rastro de las moscas.


martes, 7 de febrero de 2023

3 de febrero de 1981

Grabado de Juan José Cartasso

 

Había una vez un muchacho de barrio. Lo hubo.

Quien fuera aquel muchacho, en estos días, a primeros de 2023, mientras despierta en una mañana de Boedo, se descubre regresando al 3 de febrero de 1981. Quizá debido a la cercanía calendaria. Vaya uno a saber. La memoria sale a jugar por la puerta que mejor convoca. Un poco de misterio. Otro tanto de azar. Pero regreso cierto. Sucedió entonces que las ventanas del día dejaron entrar el aire de aquel ayer con muchacho de barrio incluido.

Fue creciendo la enredadera de los recuerdos durante los días siguientes. Un recupero de imágenes y palabras. Diálogos. A la sombra de esta mecánica del regreso, se aprontaba un inicio de escritura.

A unos meses había quedado la experiencia de la revisación médica. Ese 3 de febrero del 81 me presenté -porque la patria lo mandaba, yo ciudadano- en el distrito militar, para mi incorporación al servicio militar obligatorio. Sí, soy de los tiempos cuando el ciudadano estaba en edad de merecer –después se verá qué-, y entonces se transformaba en colimba (COrre LIMpia BArre).

El día arrancó tempranito en la casa de infancia. Martín Coronado, provincia de Buenos Aires. En camino. Un paisaje sin detalles. Llevo mis manos libres. Un porta documentos marrón en el bolsillo del pantalón. DNI y algunos pesos. Empezó el viaje hacia un destino de cuartel. Colectivo entre verde y gris, oscura su facha. No hay registro de tiempo de viaje. Se abrió el portón principal de la Escuela de Caballería de Campo de Mayo. Ingresó la fila de colectivos. Nos ubicaron en el playón principal. Fuimos separados en grupos. Hubo gritos, puteadas, y listas y órdenes que cumplir. Todos calladitos bien la boca. Un sargento nos informa: Acá los huevos los dejan colgados del alambrado. Un universo impensado se había puesto en funcionamiento.

En una punta del playón daba su presente una construcción alargada. Una fila larga para entrar. La salida en el otro extremo. Entraban ciudadanos. Salían reclutas, tagarnas, colimbas para todo servicio. Dentro de la fábrica multitud de puestos. En uno cambio de ropa. La civil a una bolsa. Y había hasta calzoncillo. La patria me vestía completo. Yo le pertenecía a la patria. En el futuro me preguntaría de quién era la patria, pero esa es otra cuestión. Ropa verde oliva y, provisoriamente, zapatillas blancas. Otro puesto: peluquería. Fue impactante verme sin los rulos, el pelo largo. ¿Quién sos? ¿Y vos dónde estabas? No me reconocía. Estaba perdiendo referencias. Por eso, creo, además de mi estupidez de muchacho, cuando tocó el puesto a cargo del cura, apareció un cortocircuito. ¿Religión?, preguntó el representante de Dios. Ninguna, dije. No puede ser, cómo no va a tener religión, ¿y sus padres? Tampoco, contesté. Un pedazo de inconsciente. Qué poca idea sobre el mundo donde acababa de caer. La dictadura estaba en el aire.

Recuerdo que fui sorteado y me tocó ejército, y que mi ignorancia declaraba en voz alta, típico de joven batracio nublado, que este muchacho de barrio quería hacer el servicio. Pero un puñado de días en el baile empezó a acomodar los melones. El muchacho que se sentía valiente por tener que afrontar el desafío; el muchacho que tenía la calle del barrio, ese mismo que ya había descubierto la gran ciudad, y que no era un nenito de mamá y papá, se la iba a aguantar. Luego de comenzados los insultos, las humillaciones, los golpes, en la noche, cuando se apagaban las luces de la cuadra donde dormían 230 colimbas del escuadrón Comando y Servicios, se escuchaba el llanto de los más quebrados por los representantes del gran ejército argentino. El muchacho de barrio que fui, sintió el dolor de sus iguales, comprendió el llanto. Me pasaba que no podía creer la locura que se generaba dentro del cuartel. A veces, en uno de los tantos regresos escritos a aquella vivencia siniestra, el recuerdo de la barbarie me hacía dudar de la veracidad de los hechos. Tal vez la necesidad de mentirme un poco sobre momentos tan dolorosos. Mejor no hubieran ocurrido, por las víctimas. Ojalá nada tuviera para contar.

Diana a las 6 del día. Desayuno lavado y al campo de instrucción. El sol de febrero que no colaboraba. Todo ardía camino al polígono de tiro. Al mediodía vuelta al cuartel. Hora del rancho. De la comida. Recuerdo el día del locro picante. En la mesa no nos sirvieron agua. Había hambre después de una mañana movida. A los piletones a lavar plato y cubiertos. Un milico a cada lado de la línea de canillas. Prohibido tomar agua. Aquel que osara sería anotado en una lista de privados de franco, para el día que tocara utopía. Luego formación en el playón bajo el sol. Algunos no aguantaron y cayeron desmayados. Recuerdo que al seminarista le salía espuma de la boca. La patria, sus hacedores de cuartel, tenía ese no sé qué. Gastaba chistes macabros. Después volvimos al campo de instrucción y castigo.

Había un gringo grandote. Un muchacho bueno que venía del medio del campo en la provincia de Buenos Aires. Hombre de tractor. Explicaba el sargento el uso del fusil automático liviano. En ronda, arrodillados, unos 20 colimbas. Sargento que pregunta a gringo, y éste que llama escopeta al fusil paracaidista con culata rebatible. Sargento que extiende la susodicha culata, y golpea con la misma la cabeza del colimba. Corte, sangre y enfermería. A coser mandaba la patria, la de ellos.

Después de unos 20 días recibimos la visita de nuestros familiares. Esas personas queridas que uno extraña cuando quedan fuera del cotidiano. De ese tiempo simple que cuando se es joven, poco se registra. Mamá, papá y hermano sorprendidos frente al flaco calcinado por el sol que aseguraba era su hijo, o lo que quedaba de él. Todos los familiares llevaban bolsas con comida. Una vez terminada la visita, se requisó todo alimento considerado valioso. Vía libre para los suboficiales. Al colimba le quedó la bolsa con aquello que no interesaba.

El escuadrón, el cuartel, el ejército todo funcionaba como un gran gallinero. El oficial de caballería, de mínima una familia acomodaba, podía pasear a caballo por el cuartel, y junto a su damisela. Los suboficiales cuidaban del bienestar de los equinos, de la suerte relativa del soldado, de las guardias. Con cara de poco amigos esta casta inferior los observaba a distancia. Pasaba muy seguido que un oficial llamara la atención al suboficial de mala manera. Casi siempre frente a los soldados. Vos estás a mis órdenes. Yo soy tu castigo. Soy quien te humilla. Ahí es donde para sobrevivencia de la oficialidad, el Estado proveía a la suboficialidad de carne fresca de ciudadano que venía a recibir el odio que bien derramaba desde los palos más altos del gallinero. El cabo, cabo primero, sargento y demás replicaban el maltrato recibido. Sin límites. No tenían derecho a un caballo, pero sí a humillar el hormiguero de los ciudadanos en edad de merecer (a esta altura de la memoria, ya se sabe qué).

Cada vez que regreso a los días de colimba piden permiso dos soldados. Uno siendo castigado en el campo de instrucción. Ocurrió que el suboficial daba cátedra a un grupo de colimbas. Todos de pie. Círculo cerrado alrededor del dudoso maestro. A no más de 150 metros baja un gran helicóptero de dos torres con hélices. Fue inevitable. Los colimbas miraron hacia el aparato. El maestro se ofendió frente a semejante desprecio, y ordenó carrera hacia el helicóptero. Todos corrieron. O mejor, todos menos uno. Un soldado no acató la orden. Ofensa mayor. El asunto no pasó de un baile más para todos, menos para el soldado que no corrió. Sufrió castigo físico por parte de distintos suboficiales. Se lo pasaban como a una pelota. Insultos, patadas, salto rana, flexiones, cuerpo a tierra sobre los cardos, aplaudir cardos, saborear el chupetín de campaña. Todo el día castigaron al soldado que no corrió. Pocos días después el soldado tuvo la baja. La razón era que no veía a más de dos metros. Nunca vio el helicóptero.

El otro soldado estaba desesperado. No aguantaba más el maltrato. Hacía ya unos dos meses que nos daban como en bolsa. Llegó la primera guardia de los clase 62. Debíamos cuidar la patria, la de ellos. El soldado, ni bien quedó solo en el puesto de guardia del polvorín, cargó el fusil, apoyó culata en el cemento, y disparó. Estuvo meses internado en el hospital militar de Campo de Mayo. Era hombre rengo cuando le dieron la baja.

Un universo enfermo se había puesto a rodar sobre la vida de aquel, mi muchacho de barrio. Estoy de regreso, recuerdo.



miércoles, 4 de enero de 2023

Hombre en el barrio

Collage: Mario Bellocchio

 

Imagino que ocurrió durante una mañana de hace unos años. En el barrio. En esos tiempos de mi regreso a Boedo. En un momento hubo una magia, una flecha llegada como disparo sensitivo. Un aviso. Un detalle a encuadrar y entonces el disparo polaroid, el click que detiene para fijar la foto en el collage de la memoria. Una jugarreta de morondanga, de esas que, a veces, tienen que ver con el destino. Un sucedido. Un había una vez. Vi al hombre.

La avenida Garay respiraba en su zumbido. El hormiguero había recibido la patada fundacional del día. El día como asociado del destino. Una suelta de hormigas. Cada una esencial a su historia. Cada una dueña de su verdad. Debido a la acción escultora de los vientos indicativos de los tiempos, las hormigas de nuestro hormiguero, andan de abrazo desaforado con la verdad. No cotiza en esta sociedad veloz, por ejemplo, la duda, y la sana costumbre de hacerse las tres preguntas que aconsejaba Saramago: ¿por qué?, ¿para qué?, ¿a quién favorece que suceda aquello que está ocurriendo? La mayoría de las hormigas habitantes del gran hormiguero que es la ciudad, no duda.

Vi al hombre porque su presencia era un componente repetido dentro del plano general. Así en casi todas las aperturas de la película del día. El recorte de barrio que toca en suerte. El hombre estaba ahí. Siempre en tránsito. A pie o en una bicicleta roja. Modelo de ayer. Hasta puede ser que, tal vez, sea la misma de cuando muchacho. El hombre lleva o trae alimentos en una bolsita plástica de almacén. Un par de compras simples. Dos flautitas. Un paquete de fideos. El viento hace flamear la bolsita a la manera de los flecos de un barrilete de infancia.

Hubo entonces la presencia general hasta el día en que explícitamente vi al hombre. Llamó mi atención. De estatura baja. Andar ágil. No corre, pero tampoco pide por favor por un paso más. Su edad: setenta y pico. En verano viste camisa manga corta y pantalón jean gastado. En invierno campera negra de cuero. Cuando monta la bicicleta usa el broche que muerde el pantalón, como ayer. Siempre camina solo. Nunca vi que alguien, a la pasada, le brindara un saludo. Lleva una cartera chica de cuero con una correa larga. La cruza sobre su pecho.

Vi que entraba y salía de una casa de puertas altas y flacas. Sobre avenida Garay. Después de la puerta, un largo pasillo hasta el corazón de la manzana. Cuando sale con bicicleta, la apoya contra un árbol, y cierra la puerta de calle. Se mezclan las imágenes de tantos días de cruces fortuitos por el barrio. Un día vi que caminaba rengo. Pensé en la bicicleta roja. ¿Podría volver a ella como aún vuelve al barrio? Rengo, pero volvía a las veredas, al mientras tanto de las calles. Así como existió el día para la duda, existió el día en que lo vi en la bicicleta. Otra vez. De regreso en el tiempo. Nada sé de su infancia, de sus días de muchacho. De su vida presente. Quizá sea el andar por el barrio la señal que invita a que el otro imagine sucedidos.

Vi al hombre en los tiempos del barbijo. Del silencio en la avenida. De la soledad acentuada en cada una de las posibles suertes y no tanto. Aroma de ausencia. Vi al hombre transitar la pandemia con su barbijo blanco. Aquellos días en que el contacto con el otro se resumía en un hola y chau ofrendado al chino del mercadito. En las miradas del miedo. En la avenida donde se escuchaban los pasos propios, vi, algunas veces, al hombre sobrevivir a la sortija que colgaba a diario en la calesita de la Parca. Paso a paso. Un día a la vez.

Hacia finales de la pandemia, vi al hombre esperando ser atendido en un kiosco sobre avenida La Plata. Antes que él una familia: mamá, papá y su hijita. Cada uno con un alfajor. Era la felicidad. La feliz polaroid retrataba el aroma fugaz de la libertad. Feliz consciencia que pronto evapora. Vi que el hombre se detenía ante el momento de la familia. Contemplación sin apuro alguno.

A veces, y especialmente en los últimos tiempos, creo percibir que se cruzan nuestras miradas. Eso parece cuando se da el encuentro sobre la misma vereda. Como si él también supiera de mi existencia en la película del barrio. Y como si él mismo supiera que guarda historias de la misma manera que el hombre que se sienta a una mesa en un café. Regresar, releer, un puñado de historias mientras pasa el tiempo. Historias como las que guardo. La magia de pensar sucedidos en el silencio de la memoria. Vi al hombre llevar sus recuerdos en su tránsito por el barrio. Hay veces en que siento el impulso de acercarme, de decirle que lo vi, un día, en un tiempo de hace unos años, que lo sigo viendo, que me gustaría contarle mis historias, que en tantas páginas en blanco vengo imaginando su esencia, y su andar de vecino fundador de las mañanas.

No somos parecidos en lo físico. Lleva más canas que yo. Descubrí que en este hombre me hermano en la repetición. El repetido hecho de ser en el día una persona cualquiera que anónima transita por el mapa de la isla donde nos toca el tesoro. Es en la condición de ser un cualquiera en la calle, donde en pleno tránsito, se ensaya la pertenencia social al lugar, a la época. Es ese diario trajinar el que nos aroma en el tiempo llano de la historia chiquita que se murmura en los barrios. Ser en la repetición del gesto humano. Somos también una vez que regresamos a nuestros refugios. El del hombre que vi, y el que me guarda, desde donde ahora escribo. Ambos manzana adentro. Ambos refugio luego de transitado el retorno por un largo pasillo. En el refugio de lo íntimo también somos identidad, memoria. Un paisaje repetido. Una y otra vez en la misma polaroid maquillada, y en ellos, los lugares queridos, nosotros, los anónimos, los cualquiera, mientras dure el silencio, la distancia, la vida. El soñado encuentro con la alegría en el mientras tanto. Siempre agradecidos al regreso. Desde la repetición del buen gesto somos en el universo mínimo, tan a la mano. Es en el barrio donde todos somos en la identidad del río.

Conocí al hombre de vista. Como sucede, a veces, conmigo mismo: tanto es lo supuesto. Porque tal es la magnitud del enigma, del misterio, del humano universo que somos o que creemos ser. Multitud de almas -ahí vamos, con la temeridad de pretender llevar los puños llenos de verdades- cuya luz habla del pasado. El sueño de un cielo oscuro estrellado habita en cada refugio.

Ocurre hoy que casi a diario veo el tránsito del hombre. Siempre por las mañanas. Lo veo doblar en una esquina montado en su bicicleta. En camino, bolsita en mano, volviendo al refugio. Hombre con barbijo. Otro que está de regreso. Hombre en el barrio. Por las mañanas. Lo veo aparecer como fantasma que, a poco de dejarse ver, toma carnadura, se acentúa. Ocurre parecido con el señor que vive en el espejo del baño en el refugio. Cruzamos las miradas. Paso a paso. Un día a la vez.

Después de las apariciones. Como sucede siempre desde que tengo memoria: la escritura. Esa necesidad de ver la polaroid en el aire, y el gesto de guardarla. La escritura aparecida tienta a la imaginación, a las preguntas que sugieren la existencia de al menos un misterio. Un tesoro a contar. No importa su forma. Nada más simple que la historia de un hombre que camina en su barrio. Hace la eternidad de los últimos años que escribo a este hombre. Aparecido también en el barrio de la hoja en blanco y tinta roja en la lapicera, en el barrio de la pantalla en blanco con cursor titilante que solo sabe de memorias. Decía, aparecido entre la palabrería del oficio para tornar como personaje sin más ficción ni argumento que su tránsito por el barrio. En todos estos años escribí a este hombre anónimo, tan cualquiera como yo, tan memorioso como yo, como miles de personas en tránsito por la avenida del tiempo. Aparecido en un largo apunte con pretensión de casi poema. O aparecido de esta manera, jugando a que escribo su buen fantasma en esta casi crónica de unas cuantas fotos e ideas cruzadas. Una nota para periódico de barrio, para Desde Boedo, el mejor de los refugios.

Ayer, mientras esperaba en la fila para pagar en el mercadito de Pavón, vi al hombre aparecer en la puerta ancha del local. Hombre a contraluz. Venía desde el sol de diciembre sobre las veredas. Avisaba así la vida en la mediamañana. Polaroid de un hombre en el barrio.



miércoles, 7 de diciembre de 2022

Rapaz en la urbanía

 

Collage de Mario Bellocchio

Sucedió en la mañana. Temprano. En la luz cercana a las siete. Hace unos tres años. Antes de la pandemia. En Boedo. En un balcón interno. En el barrio donde me gusta encontrarme. Donde soy. En una galaxia llamada Buenos Aires. Cerca de las siete de la mañana a principios de la primavera. Cuando sucedió volvía este escriba desde una noche de tormenta. A lo Turner. Siempre fuego en el cielo. Oleaje de guiso revuelto. De cables pelados, de recuerdos en punta con filos silenciosos, muy silenciosos. Desesperados, callejeando a los saltos. Tensos. Abismados, revolviendo basureros en los puentes colgantes de la memoria. Una garganta de Diablo. Y sin embargo, el silencio. El misterio del silencio. Muchas veces el silencio es una enredadera que guarda su raíz bien adentro en la sangre, y crece afuera. El silencio aferrado al muro. O al espejo del baño. Frente al espejo, en algunas historias, la palabra pierde su esencia, y entonces calla, o apenas murmura. Puede suceder que, entre las vueltas que da la calesita, resulte un bocado más para el olvido.

En el silencio se escuchó la urgencia del gato. Las uñas en velocidad sobre el techo de chapas del refugio. Felino que pisa el acelerador. Como en los dibujos animados. Su rastro sonoro señala que el animal en fuga cruza en diagonal el techo del dormitorio. Bajo el techo la cama desde donde el testigo -este escriba- observa con atención un cielo de madera. El sonido de la corrida indica el ángulo de llegada. Fin del techo. Misteriosa jugará, de ahora en más, la puerta ventana que da al balcón. Una cortina clara, gruesa, dice “no” a las formas del exterior: macetas con plantas, un tender colgado de la pared, un gato que corre aterrado por la medianera. La cortina dice que “no” a las formas explícitas, pero habilita ciertas presencias a través de las sombras. Por eso los movimientos del gato dan origen a la carrera esfumada de su sombra, hasta que ésta derrapa hacia la izquierda, y desaparece. ¿Salto a otra pared? ¿Salto al vacío? Pude ver el desprendimiento de la sombra. Nada más supe del gato.

Luego regresó el silencio. Duró solo un momento. Aparece entonces en la mañana una perturbación auditiva. Molesta. Extraña. Desconocida. Como llegada de otro mundo. Si me hubiesen dicho que así es la voz de los muertos. O que así es la voz de los habitantes de otro planeta. Quizá hubiera aceptado la explicación. Nunca había escuchado aquella voz, porque resultó ser una voz. Metálica. Salida como a través de un caño de metal, angosto y con múltiples cicatrices. Una voz que era un raspón profundo. Un raspón seco, sin sangre, se unía al siguiente. Una voz que murmuraba. Una seguidilla de tajos. Tal vez filosofaba o elevaba un haiku, o una plegaria, a su dios.

El piso de la habitación estaba fresco. Con paso lento llegué hasta la puerta ventana. Una escena a puro suspenso. Creí percibir una sombra dibujada a mano alzada sobre la cortina. Nada en mi imaginación. Enigma. Solo una sombra en el exacto momento en que renacía el silencio. La voz ya no reza. No murmura.

Una vez parado frente a la cortina, llegó el tiempo de mi mano izquierda, dedos índice y mayor juntos. Y desde el marco. Muy lento. Empecé a deslizar la cortina. Un par de centímetros. Pude ver que me estaban mirando.

Tranquilidad en la mirada. Los ojos en su silencio. Una magia de hechicero. Un mensajero del cielo avisa, a través de la ventana, que ha llegado. Mensajero -me dije- porque trae un mensaje.

Pude ver que el fantasma del más allá -o el viajero del espacio; o el nauta del tiempo- permanecía inmóvil sobre el tender desnudo. Aferrado a las varillas blancas. El tender sin ropa estaba semi plegado.

Me miraba. En sus ojos un brillo de burla y lástima por quien acababa de descubrirlo. Desde la puerta ventana contemplaba, con sorpresa y admiración, el porte, la presencia fantástica de un carancho. Nunca había visto uno tan grande.

El pico. Las garras. Los colores de una paleta de gamas bajas salpicada por toques de color salvaje, llenos de luz y fuego. Percibí que el carancho se sabía superior. Me despreciaba. Aguardó unos momentos. Esperaba mi reacción. Quizá aguardaba mi voz. En el mientras tanto entregó su mensaje. Su verdad. La mirada.

Sucedió entonces el primero de los saltos. Aleteo corto hasta la pared cercana. El segundo salto hacia la pared del balcón de enfrente. Vuelo de pocos metros sobre los patios y el pasillo de entrada al edificio. Un último salto, las alas extendidas, impresionante despliegue con su máxima envergadura, hasta alcanzar el techo de chapas. Por último desapareció camino a su cielo de origen.

Poco sabía de la presencia del carancho. No es parte esencial de la urbanía que dice de la poética de Buenos Aires. Sucedió entonces que la aparición urbana se enredó en el pensamiento. Y quise saber.

Su nombre de científico decir: caracara plancus. Estirpe desde la cripta: falconidae. Platos gourmet: carroña, insectos, roedores, ranas, culebras y lagartijas. Una máquina de eterno picoteo, tirón y desgarro. Merodeador del cielo y la tierra. Oportunista. Detenido su vuelo, sabe elegir el mirador. Contemplación y pensamiento. La gran ciudad lo recibe. Ave de contextura robusta. La piel desnuda que rodea el pico es de color rojo. Marrón oscuro la parte superior de la cabeza. Fuerte el pico, con bordes afilados, color hueso. La parte superior es más larga que la inferior, pico que se curva hacia abajo, y que parece un gancho. Esbelto el cuerpo. Camina erguido. Color café oscuro. Barras blancas intercaladas en el café, así el lomo. Cabeza con una cresta corta. Patas amarillas, ganchudas, uñas negras. Cuando vuela aparecen dos manchas blancas en sus alas.

De tanto pensar escribí,  entre hechos y fantasía, un puñado de páginas, una memoria del encuentro cercano del tercer tipo con el carancho:

“El carancho anida en las altas torres de telefonía en la mar urbana de la gran aldea. Habita el rapaz en los barrios queridos por Calixto: Boedo, San Cristóbal, Almagro, Balvanera, La Boca. El carancho en los altos miradores de la ciudad. Desafía, desde la altura, el pico afilado sobre los barrancos: avenidas, calles, pasajes, y balcones. En cada vuelo la búsqueda del sustento, la posibilidad de llevarse las almas de los descuidados. (…).

“En noches de insomnio supo Calixto que cerca de los años ’30, en cercanías del río Pilcomayo, hubo un hechicero de fama, cuyo nombre fue Carancho. Un hechicero mantiene trato con los espíritus, sabe de demonios, y de sus turbias influencias. Un hechicero es un conocedor del lado oscuro de los días. Un hechicero sabe de la muerte. Un hechicero, allá lejos y hace tiempo, eligió llamarse Carancho. Otra vida en el misterio.

También supo Calixto, durante una noche del mes de octubre, que el carancho es un pájaro que en los pueblos originarios se lo relaciona con las crecidas de los ríos ocasionadas por la lluvia. El carancho como emisario de aquello que va a suceder. Carancho hechicero. Carancho nigromante. Entre los nuevos saberes de Calixto se guardó, sobre el filo blanco de una madrugada, la secuencia de una película nacida como lectura. Un carancho, en solitario, canta o grita, una sola vez, mientras vuela sobre una calle. El carancho anuncia de esta manera que alguien va a enfermar, o que puede ser acuchillado, o víctima de un daño, o que simplemente terminará muerto. El carancho canta la premonición un mes antes del hecho. Luego regresa, al vuelo y a su grito sobre la calle, con marcada insistencia en cercanía de la fecha señalada. Vuela cada vez más cerca del suelo.

El carancho que se apareció a Calixto aún guardaba altura cuando soltó su voz de hechicero”.

Hace tres años que el carancho se posó en el tender del balcón interno. Supe que una encrucijada caótica es el nido del carancho. Desde la cuna manda la incertidumbre, las espinas. El rapaz se guarda en el misterio de la vida y de la muerte. “Vivir en el misterio”, así dijo el escritor Otto Carlos Miller en el Margot. Lo escuché. Dijo que Homero Manzi vivía en el misterio. Dijo también que necesario es vivir en el misterio. Manzi, otro nigromante. Otro mensajero. Un misterio universo. Un misterio de urbanía. El carancho trajo el mensaje desde el misterio. Desde su misterio se hizo impulso poético para esta tinta sobre el vuelo de ciertas criaturas sobre el cemento, y en el cielo de Buenos Aires.

Hay un carancho eterno en el tender del balcón interno. Hace años que lo anoto en tinta roja. Traía un mensaje en la mirada.



miércoles, 19 de octubre de 2022

Apuntes de Buenos Aires (selección)

Rolando Lois por Alejandro Lois

  

Una chispa en la noche. Una imagen. Un pensamiento. Un recuerdo. Un sucedido en el día más simple. Una caminata por el barrio, la ciudad. Solitario. Silencioso. El impulso de tomar nota, de laborar el apunte en la memoria de la novela propia. Aquí un adelanto de los textos aparecidos. Título de la fantasmagoría completa: Apuntes de Buenos Aires.

 

sucedido en las calles el fin de la infancia / gira la tapa del frasco / que guarda las bolitas con que jugara mi padre / el pibe de Boedo que sería mi padre // guarda además el mismo frasco las bolitas con que jugara el pibe que fui // el pibe que viajó hasta éste / mi hombre viejo que regresa en mi mano de escribir // aprieto fuerte y suelto un puñado de bolitas / sábado sobre los adoquines del pasaje / San Ignacio casi Boedo / las bolitas chocan entre sí / estalla el cielo en esta tierra / pinta mundos calesita de plaza // recuerdo y olvido / las sintonías del tiempo // en los barrios de una Buenos Aires parida galaxia / canta el poema la memoria de los viajeros / clarea la ceniza del río

 

un destino el aroma / pincelada de azar en la vereda al sol / remolino el color el impulso vital / en el aire de la mañana / salir y caminar el barrio / nada más simple // tan humano el movimiento / de quien nunca tiene toda la baraja / esa ronda para dar y hacer / el bien o el mal / tan lejos la certeza // aquello que se puede / una manera de nombrar el misterio

 

un nosferatu descarado sobre la avenida / pleno sol en la mañana / triunfal sobre la luz / levanta lleva transporta / sobre su gorrita amarilla / un ataúd barato flamea en el viento // caminito con dos nosferatus / tramo corto entre el camión y la funeraria / entre la planta y el hormiguero las hormigas // ataúdes livianos / brazos estirados en la altura / el peso de lo vacío / sobre el hombro / el nosferatu sin gorra / también levanta lleva transporta // alrededor del laboro silente / en medio de la vida veloz de avenida / pocos ven la secuencia / un aire chamuyo de incierto después // ataúdes livianos como en el cine / nosferatus de ciudad pandemia / no filma Murnau ni Herzog / dice el testigo que todo llega / huésped llamará en hormiguero / cuando mientras tanto la avenida suceda

 

la garúa de los días / se llevó el color de la rayuela // esqueleto negro ceniza / sigue siendo escalera hasta el cielo / en un destino de vereda / de barrio natal // bajo el cielo nublado de la mañana / un viajero / la piedra de la locura en su mano / juega sortija en tiempos oscuros

 

el poema más sustancioso / que leí en los últimos tiempos / fue un pastel de papas / que con sus manos hizo Virginia // pleno el poema de colores y pequeñeces / de sílabas como en fiesta de plaza / completando las palabras necesarias / para decir la felicidad // sucede cuando al fin el arte vence al hambre / sí, porque hallada fue la felicidad en un poema / hecho de libertades y encuentros / a la mitad de un día / dentro de un mundo libro / una casa con amigos

 

en la calma / el aroma / el pensamiento de la lluvia lenta / una gota aquí / otra más allá // mientras la lluvia / te dejo memorias // para vos la lluvia / que nos trae, nos lleva / desde la ventana de ayer / cuando la vida comenzaba / una vista de techos bajos / pulmón de manzana / barrio de San Cristóbal

 

una ronda de vino tinto / en noche de palabras amigas / sucedió en Boedo / mi tío Juan prometió / que si había manera / volvería // después del trago prometimos / quien primero viaje / vuelve y avisa // sucede en sábado / en Boedo / cuando abre su mono la medianoche / un algo misterio gira / retorna y gira / y desliza en la copa / y retiembla en su centro la memoria // verdad es / cuentan felices / las palabras alrededor del vino

 

Jesús permanece caído / sobre los adoquines de Somellera / de pie la virgen María / que las mujeres casi siempre // otros personajes / católica la pertenencia / rodean en extraño pesebre / al Jesús adoquinado / a un lado del contenedor de la basura // el grupo de figuras / esmalte impecable / refleja los brillos del sol / en la sombra que nace de un auto estacionado // sobre los adoquines / otros personajes abandonados / a la deriva // el silencio de ciudad pandemia / torna visible lo invisible / cuando cercano el contenedor / el auto ajeno

 

de vez en cuando / encuentro un viento misterio / volando avenidas y calles // ocurre cuando salgo del puerto de mi refugio / sin saber a dónde ir / sin para qué alguno / caminar con el destino puesto en la nada / así viajero hasta que el paso avise cansancio y olvido // cuando salgo a matar tiempo que achique la espera / digo que puede ser / las historias se curvan y besan la tierra / cuando hay un misterio en el viento sideral de Buenos Aires

 

la realidad es un dragón de komodo / que se traga un mono / (nada de monito) / un mono mayor de edad / que solo puede defenderse voto en mano // aún está vivo / la mordida del dragón al cuello / respira / mientras lento deriva a bodega // la boca del dragón se cierra / estira el cuello / se mantiene erguido / la vida se apaga / dentro del rey de amarillo // a la vista la promesa / un puñado de decretos con mordida feroz // las maneras del dragón / avisa rapidez obscena

 

dentro de la nueva mañana / solitario el churrero de ayer / al lado de un changuito destartalado / ofrece churros en la puerta del vacunatorio // en tiempos finales de ciudad pandemia / alta la voz en la avenida // nadie en la vereda / un espantapájaros aburrido en la puerta / vacío el playón de San Lorenzo // churros hace / dice que hace pero no vende / el churrero establece el gesto / entona como plegaria / lejano canto de rana / no hay arboleda y menos un charco / churros ofrece el llamador / mientras aguarda una señal la magia necesaria // sucede la mañana / repite el sol / se arrastra por el cemento

 

de repente la palabra / este apunte amanecido / de repente la vereda bajo el sol // incertidumbre está? / claro que sí / viste sombra de rosa china / lejos en la infancia // ensoñación de alma guía / de repente es la ciudad / que regresa y se va / es el barrio de repente // en el refugio / espera el día vuelto silencio

 

la terraza / en una casa de barrio de ayer / donde despacioso acude el pasillo hasta el corazón de la manzana / una enamorada besa el muro / abrazos abajo hay un jardín // en la terraza / una comunidad de arañas pequeñas / juega en su insignificancia / un pasillo de alambre es cada noche / a resguardo de miradas el curioso laborar // en cada broche la telaraña amanecida / sorprende su casi infinita levedad // muerde el broche la ropa / morderá la araña de su broche tejido / modesta la mecánica que aguarda y atrapa la humedad del universo // no hay broche libre de telaraña / cuando llega el dios simple del quehacer humano / desde la tierra sube los escalones donde deja su marca el tiempo // en la terraza / desborda de historias el fuentón amarillo // la mano húmeda abre los broches / muerde el destino / la memoria de las arañas

 

veo aparecer a mi padre / camina como ayer / viene desde el abismo prometido en una hoja en blanco // nuestro padre vuelve gracias a la mano del artista / mi hermano / lo compone a trazos cortos y largos / leves y acentuados / que así se respira aquí y en el más allá // una línea de algo misterio es la muerte / más otra línea de corte espiritista convoca el lápiz / y nuestro padre carga dos cuadros / uno por mano / mira las veredas que pisa / sucede en Boedo donde se hizo hombre // el abismo ya no es blanco / en la memoria la carbonilla de lo humano // el padre como salido del viento / como si ahí estuviera esperando / cada vez que un hijo dibuja / mientras el otro escribe

 

el cielo bajó a la tierra / Mármol casi Las Casas / la urbana constelación del escarabajo // cada estrella un color de ayer / rojo negro verde / el brillo / en la nao que aún puede / la quietud / cuando el silencio apaga el viaje // ceremonia pagana / ofrenda bajo los árboles / una memoria simple en barrio universo / los escarabajos sueñan en la calle / aguardan la chispa / que cosecha el mago en su taller mecánico // el hacedor boceta el juego cambiante del día / con mano amiga / estaciona un escarabajo aquí y empuja otro más allá / asfalto y vereda / la constelación a media mañana // en tierra santa / aún se recuerda una historia de encrucijada



jueves, 6 de octubre de 2022

Desde el Cao



Escuché el llamador en la memoria. Otra aparición. Fantasmagoría en medio de la escritura. Desde el más allá del cielo de Boedo y San Cristóbal saltó sobre la cubierta del barco Guillermo Pérez Bravo. El buen fantasma del Gallego apareció mientras trabajaba en un texto sobre Buenos Aires. El susodicho texto lo pedía mi amigo poeta José Muchnik. Texto para acompañar la reedición de su Guía poética de Buenos Aires. Invitó el poeta a un puñado de escribas. Todos ellos sentados a una mesa de amigos en el Margot. Sucedió entonces que el Gallego se descolgara en la cubierta de una tinta que intentaba decir Buenos Aires, nuestra galaxia. Pasaron unos días. Luego de aparecido en el texto, Guillermo regresó eterno en la fotografía que le tomara Mario Bellocchio. Primero volví a lo escrito cuando supe de su muerte, en agosto de 2012. Y luego a la nota publicada en Desde Boedo en abril de 2011. Su título: Navegar mar afuera. No tenía consciencia de la cercanía de las fechas. Seguí el impulso. Trepé al árbol donde guardo casi todas las charlas que mantuve con viajeros de Buenos Aires. La idea siempre fue escuchar aquello que el otro contaba, el elegido, el que bien podría ser personaje de novela o que ya lo era, porque viajero él en el barrio, la ciudad, y viajero él en la crónica, la novela o el poema. La susodicha ciudad en su escritura cotidiana. El Gallego timoneaba el barco interior del Cao desde detrás de la barra. A lo largo de la misma se disponen los tres mástiles que sostienen el cielo del bar. Tiré de la sortija en el árbol donde guardo lo dicho por tantos viajeros, y fue rescate la tarde de un día de marzo de hace años. ¿Y eso?, preguntó. Yo no había avisado de la presencia del grabador.

Regresa. Vuelve. Retorna. Aquello que ya no es, y que, sin embargo, sigue siendo. Aroma de barrio. Matheu e Independencia. Esquina de ochava vidriada. Las mismas baldosas que gastaran los hermanos Cao. Los charlistas sentados ya en la órbita de la mesa de café. El Gallego detrás de un Fernet. Regresa el murmullo del bar. El de la vereda. La voz que cuenta. La que pregunta. Las que pasan cerca de la borda. Los autos en la avenida. La tranquilidad del Guillermo Pérez Bravo, dibujante.



Recuerdo que el Gallego sintonizaba la radio en el Cao, entre tango y rock encontraba momentos especiales de Los Beatles, Led Zeppelin, Deep Purple. Navegar mar afuera, un tema de Quemar (álbum de Deep Purple) sigue sonando cada vez que vuelvo a lo dicho aquella tarde. El tiempo, el mar se escurre entre las historias: Nací en Galicia, en el pueblo más lindo de Pontevedra, O’Grove, fundado por una familia de origen celta. A los cuatro años me trajeron para acá, soy más porteño que gallego. En el año 90 tuve la suerte de recibir un dinero de una casa que se vendió allá, me lo dio una tía, me dijo: es para vos si prometés que vas a ir a conocer el pueblo. Fui, allá viví un año. Soy del 49, volví a los cuarenta. Tuve el tino de llevarme los pinceles para pintar letras de publicidad, acá laburaba de letrista y hacía un poco de fileteado. Me encontré con que allá pintar los vidrios no se usaba mucho. Al principio tenía guita, pero después tuve que laburar. Ofrecí mi trabajo en una ferretería y ni siquiera pasé presupuesto, arreglé el pago para después, que mandara el resultado, y así fue, me pagaron más del doble de lo que yo tenía en mente. Les gustaba el toque que le daba a las letras y me empezaron a conocer. Fui un poco a hacer la vida de mi viejo, que fue marinero, entonces iba a todos los boliches donde paraban ellos, compartí vinos, me agarré unos pedos mortales, hice amigos marineros. En el verano levantan los barcos para calafatearlos, pintarlos; empecé a pintar barcos, a pintar sus nombres. No les cobraba, me daban lo que ellos querían, me parecía mal cobrar por hacer algo que para mí era un placer. Me llamaron de un bar para pintar un mural, yo había trabajado acá con un grupo de docentes muralistas, el fundador del lugar había muerto y también había sido pescador. La hija quería pintar su retrato, me dio una foto del viejo remando en una dorna gallega, una embarcación pequeña de remo y vela cuadrada, y me indicó la pared del boliche, lo hice y me pagaron una enormidad de guita, dije que me parecía mucho, pero estaban conformes: el trabajo al parecer lo valía. Siempre me impresionó la actitud de los comerciantes, yo estaba acostumbrado a los de acá, que siempre te pichulean el mango.

Una vida dibujando mientras la calesita con sortija gira en la orilla de una ría, cuando el sueño del mar entra a la tierra: Toda la vida dibujé. Digo que a mí me nació. Qué sé yo, a los siete años copiaba historietas. Cierto que mi viejo dibujaba muy bien, pero él no se dedicaba al dibujo, él hacía maquetas en miniatura de barcos veleros, tengo todavía un par de ellas en casa: la última, una goleta de tres palos sin terminar. Siempre me impresionó ver cómo hacía su trabajo, los detalles, las roldanas, los mástiles, las sogas, con una navajita, sin clavos, todo encastre, creo que un poco puede venir por ahí. Mi viejo tenía el pueblo en la cabeza, un pueblo que da al mar, a la ría, todos sabían de barcos, especialmente de veleros, los tipos se manejaban la vida pescando. Desde ya que todo ese laburo artesano jamás se lo pagaron bien, los hacía y después prácticamente los tenía que rifar.

A Mitad de los ’80 fue cinco años a Estímulo de Bellas Artes a tomar clase de modelo vivo: Había tomado una velocidad impresionante con el dibujo. Mi ídolo era Toulouse-Lautrec. Pero después quedé marcado por todo el movimiento impresionista, con su ruptura.

Su abrir la puerta para salir a jugar: Laburo mucho con el automatismo, empiezo a tirar líneas sobre el papel y voy encontrando formas. Soy figurativo, pero ejercito el ojo de esta manera, puede haber un disparador externo, pero no necesariamente. En definitiva trato de encontrar distintas maneras para entrar al juego, porque de eso se trata.

En el juego íntimo: Con el dibujo soy un anárquico, no hay vuelta, ante todo dibujo para mí, lo hago por placer, no dibujo para ver qué pensás vos, desde ya que si le gusta a la gente mucho mejor. Funciono con las ganas, como ser ahora hace meses que no hago nada, no hacer no me asusta, pero me doy cuenta de que algo me falta, es mejor si vivo dibujando. El placer primero es para mí, y es además una excelente terapia, cuando estás dentro de un dibujo te olvidás del mundo, te olvidás de lo que pasó acá adentro, qué problema tengo con mi mujer, estoy ahí, en el dibujo.

Cuestión de principios: No me considero un artista, yo dibujo, intento crecer, pero no tengo techo, una meta, yo no dibujo para vender, de hecho agarré este trabajo para seguir haciendo lo mío. Siempre estoy desconforme con lo que hago, nunca me la creo, ni siquiera cuando el elogio viene de parte de un artista como Jorge Meijide, que es un amigo. El asunto es seguir encontrándose con uno. Las apariencias del mercado no me interesan, podés putear por las injusticias que genera, pero la cuestión del arte, de aquellos que se acercan a la categoría, pasa por otro lado.

La mirada desde la cubierta del Cao: Detrás de la barra, en algún papelito, siempre dibujo algo, un esbozo mínimo, una mujer que me interesó, un viejo leyendo el diario, en Estímulo aprendí a plantar una imagen en poco tiempo. El trabajo me gusta, este es un lugar que está vivo, la gente lo hace así, viene gente de valor. No creo que pueda vivir solo dibujando, en algún lado soy bastante vago, soy de dar mucha vuelta, porque tengo fe en mi facilidad y rapidez, y muchas veces me pierdo en la contemplación. En mi caso no sé si dejaría de trabajar en un lugar como este, por esto que te digo, la gente, que es muy interesante, acá vienen artistas como León Ferrari, que tiene el taller cerca, y Jorge Nigro, el hecho de que vengan a este bar para mí es un aliciente. Es mi trabajo, pero tiene un agregado. No podría dejarlo porque necesito comer, con mis pinceles siempre viví galgueando, estoy obligado a tener algo seguro, y pienso que no está tan mal, peor ser bancario o trabajar en una oficina: acá nunca es lo mismo. Sigo haciendo lo que quiero hacer, dibujo, y siempre hay que pagar un precio, porque guarda, está todo bien, pero esto sigue siendo un trabajo y como en todos, también se putea.

El Gallego de regreso. El salto sobre la cubierta de mi tinta. Escucho la charla en aquella tarde. Busco lo publicado. Escribo esta tinta para otra vuelta bajo el sol. Aquello que ya no es, y que, sin embargo, sigue siendo.

Foto de Mario Bellocchio


jueves, 29 de septiembre de 2022

De "Apuntes de Buenos Aires" (dibujo Alejandro Lois)


 

veo aparecer a mi padre

camina como ayer

viene desde el abismo prometido de una hoja en blanco

 

nuestro padre vuelve gracias a la mano del artista

mi hermano

lo compone a trazos cortos y largos

leves y acentuados

que así se respira aquí y en el más allá

 

una línea de algo misterio es la muerte

más otra línea de corte espiritista convoca el lápiz

y nuestro padre carga dos cuadros

uno por mano

mira las veredas que pisa

sucede en Boedo donde se hizo hombre

 

el abismo ya no es blanco

en la memoria la carbonilla de lo humano

 

el padre como salido del viento

como si ahí estuviera esperando

cada vez que un hijo dibuja

mientras el otro escribe