Leí al poeta Víctor Cuello de González Catán,
quiere que a su muerte cubran su cuerpo con: “pedazos de amapola / perfume de
piedra / lluvia color vino / pasto / trozos de libro”. Leí ayer y entonces salí
de casa con el primer aire de la madrugada. Tiré de mi coche fúnebre: sobre la
bicicleta fui mi propio caballo. Caminé unos metros hasta la mitad de la calle.
Me detuve. Miré el cemento tratando de identificar el límite de la luz. Pensé
en morir cuando me rodeara la niebla. La niebla es una trampera silenciosa:
creemos que todavía no llega cuando en realidad ya estamos dentro de ella.
Puede que la niebla tenga algo o mucho de la sintonía de la muerte. Pensé: este
es un buen momento para morir. De pie en la niebla, cabeza gacha, recreando las
historias que fueron cara, las que nacieron cruz. Morir sin miedo, en la
tranquilidad de un destino de hombre tibio. De morir en una madrugada, y si
hubiera cambiado mi dirección postal: del beso del fuego al hogar húmedo en la
tierra, me pregunto: ¿con qué señales cubriría mi cuerpo? Y entonces mi memoria
se va de boca, desbarrancan mis tesoros, se amontonan por lograr un lugar en
esta escritura y luego entre las velas de mi nao. La disputa amanece, adivino que
el trabajo será arduo, quizá demasiadas memorias/amores de personas, objetos, e
imaginaciones bárbaras, juegos para mi boca cerrada. Es posible, creo, que
cuando un hombre está listo para irse en la niebla enseguida señala el puñado
de recuerdos con que se arropará en la tumba. Cuando llega la niebla, la memoria
es escueta, no desespera. No somos más que un puñado de recuerdos.
domingo, 6 de abril de 2014
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