Pensamiento uno

Desde que descubrí el camino hacia la luz, no paro de rebotar contra la lámpara.















UPCN Feria del libro 2018

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Presentación de "La marca de Gualeguay 1".

Pensamiento dos

A tener en cuenta: la felicidad es un arte efímero.

martes, 7 de febrero de 2023

3 de febrero de 1981

Grabado de Juan José Cartasso

 

Había una vez un muchacho de barrio. Lo hubo.

Quien fuera aquel muchacho, en estos días, a primeros de 2023, mientras despierta en una mañana de Boedo, se descubre regresando al 3 de febrero de 1981. Quizá debido a la cercanía calendaria. Vaya uno a saber. La memoria sale a jugar por la puerta que mejor convoca. Un poco de misterio. Otro tanto de azar. Pero regreso cierto. Sucedió entonces que las ventanas del día dejaron entrar el aire de aquel ayer con muchacho de barrio incluido.

Fue creciendo la enredadera de los recuerdos durante los días siguientes. Un recupero de imágenes y palabras. Diálogos. A la sombra de esta mecánica del regreso, se aprontaba un inicio de escritura.

A unos meses había quedado la experiencia de la revisación médica. Ese 3 de febrero del 81 me presenté -porque la patria lo mandaba, yo ciudadano- en el distrito militar, para mi incorporación al servicio militar obligatorio. Sí, soy de los tiempos cuando el ciudadano estaba en edad de merecer –después se verá qué-, y entonces se transformaba en colimba (COrre LIMpia BArre).

El día arrancó tempranito en la casa de infancia. Martín Coronado, provincia de Buenos Aires. En camino. Un paisaje sin detalles. Llevo mis manos libres. Un porta documentos marrón en el bolsillo del pantalón. DNI y algunos pesos. Empezó el viaje hacia un destino de cuartel. Colectivo entre verde y gris, oscura su facha. No hay registro de tiempo de viaje. Se abrió el portón principal de la Escuela de Caballería de Campo de Mayo. Ingresó la fila de colectivos. Nos ubicaron en el playón principal. Fuimos separados en grupos. Hubo gritos, puteadas, y listas y órdenes que cumplir. Todos calladitos bien la boca. Un sargento nos informa: Acá los huevos los dejan colgados del alambrado. Un universo impensado se había puesto en funcionamiento.

En una punta del playón daba su presente una construcción alargada. Una fila larga para entrar. La salida en el otro extremo. Entraban ciudadanos. Salían reclutas, tagarnas, colimbas para todo servicio. Dentro de la fábrica multitud de puestos. En uno cambio de ropa. La civil a una bolsa. Y había hasta calzoncillo. La patria me vestía completo. Yo le pertenecía a la patria. En el futuro me preguntaría de quién era la patria, pero esa es otra cuestión. Ropa verde oliva y, provisoriamente, zapatillas blancas. Otro puesto: peluquería. Fue impactante verme sin los rulos, el pelo largo. ¿Quién sos? ¿Y vos dónde estabas? No me reconocía. Estaba perdiendo referencias. Por eso, creo, además de mi estupidez de muchacho, cuando tocó el puesto a cargo del cura, apareció un cortocircuito. ¿Religión?, preguntó el representante de Dios. Ninguna, dije. No puede ser, cómo no va a tener religión, ¿y sus padres? Tampoco, contesté. Un pedazo de inconsciente. Qué poca idea sobre el mundo donde acababa de caer. La dictadura estaba en el aire.

Recuerdo que fui sorteado y me tocó ejército, y que mi ignorancia declaraba en voz alta, típico de joven batracio nublado, que este muchacho de barrio quería hacer el servicio. Pero un puñado de días en el baile empezó a acomodar los melones. El muchacho que se sentía valiente por tener que afrontar el desafío; el muchacho que tenía la calle del barrio, ese mismo que ya había descubierto la gran ciudad, y que no era un nenito de mamá y papá, se la iba a aguantar. Luego de comenzados los insultos, las humillaciones, los golpes, en la noche, cuando se apagaban las luces de la cuadra donde dormían 230 colimbas del escuadrón Comando y Servicios, se escuchaba el llanto de los más quebrados por los representantes del gran ejército argentino. El muchacho de barrio que fui, sintió el dolor de sus iguales, comprendió el llanto. Me pasaba que no podía creer la locura que se generaba dentro del cuartel. A veces, en uno de los tantos regresos escritos a aquella vivencia siniestra, el recuerdo de la barbarie me hacía dudar de la veracidad de los hechos. Tal vez la necesidad de mentirme un poco sobre momentos tan dolorosos. Mejor no hubieran ocurrido, por las víctimas. Ojalá nada tuviera para contar.

Diana a las 6 del día. Desayuno lavado y al campo de instrucción. El sol de febrero que no colaboraba. Todo ardía camino al polígono de tiro. Al mediodía vuelta al cuartel. Hora del rancho. De la comida. Recuerdo el día del locro picante. En la mesa no nos sirvieron agua. Había hambre después de una mañana movida. A los piletones a lavar plato y cubiertos. Un milico a cada lado de la línea de canillas. Prohibido tomar agua. Aquel que osara sería anotado en una lista de privados de franco, para el día que tocara utopía. Luego formación en el playón bajo el sol. Algunos no aguantaron y cayeron desmayados. Recuerdo que al seminarista le salía espuma de la boca. La patria, sus hacedores de cuartel, tenía ese no sé qué. Gastaba chistes macabros. Después volvimos al campo de instrucción y castigo.

Había un gringo grandote. Un muchacho bueno que venía del medio del campo en la provincia de Buenos Aires. Hombre de tractor. Explicaba el sargento el uso del fusil automático liviano. En ronda, arrodillados, unos 20 colimbas. Sargento que pregunta a gringo, y éste que llama escopeta al fusil paracaidista con culata rebatible. Sargento que extiende la susodicha culata, y golpea con la misma la cabeza del colimba. Corte, sangre y enfermería. A coser mandaba la patria, la de ellos.

Después de unos 20 días recibimos la visita de nuestros familiares. Esas personas queridas que uno extraña cuando quedan fuera del cotidiano. De ese tiempo simple que cuando se es joven, poco se registra. Mamá, papá y hermano sorprendidos frente al flaco calcinado por el sol que aseguraba era su hijo, o lo que quedaba de él. Todos los familiares llevaban bolsas con comida. Una vez terminada la visita, se requisó todo alimento considerado valioso. Vía libre para los suboficiales. Al colimba le quedó la bolsa con aquello que no interesaba.

El escuadrón, el cuartel, el ejército todo funcionaba como un gran gallinero. El oficial de caballería, de mínima una familia acomodaba, podía pasear a caballo por el cuartel, y junto a su damisela. Los suboficiales cuidaban del bienestar de los equinos, de la suerte relativa del soldado, de las guardias. Con cara de poco amigos esta casta inferior los observaba a distancia. Pasaba muy seguido que un oficial llamara la atención al suboficial de mala manera. Casi siempre frente a los soldados. Vos estás a mis órdenes. Yo soy tu castigo. Soy quien te humilla. Ahí es donde para sobrevivencia de la oficialidad, el Estado proveía a la suboficialidad de carne fresca de ciudadano que venía a recibir el odio que bien derramaba desde los palos más altos del gallinero. El cabo, cabo primero, sargento y demás replicaban el maltrato recibido. Sin límites. No tenían derecho a un caballo, pero sí a humillar el hormiguero de los ciudadanos en edad de merecer (a esta altura de la memoria, ya se sabe qué).

Cada vez que regreso a los días de colimba piden permiso dos soldados. Uno siendo castigado en el campo de instrucción. Ocurrió que el suboficial daba cátedra a un grupo de colimbas. Todos de pie. Círculo cerrado alrededor del dudoso maestro. A no más de 150 metros baja un gran helicóptero de dos torres con hélices. Fue inevitable. Los colimbas miraron hacia el aparato. El maestro se ofendió frente a semejante desprecio, y ordenó carrera hacia el helicóptero. Todos corrieron. O mejor, todos menos uno. Un soldado no acató la orden. Ofensa mayor. El asunto no pasó de un baile más para todos, menos para el soldado que no corrió. Sufrió castigo físico por parte de distintos suboficiales. Se lo pasaban como a una pelota. Insultos, patadas, salto rana, flexiones, cuerpo a tierra sobre los cardos, aplaudir cardos, saborear el chupetín de campaña. Todo el día castigaron al soldado que no corrió. Pocos días después el soldado tuvo la baja. La razón era que no veía a más de dos metros. Nunca vio el helicóptero.

El otro soldado estaba desesperado. No aguantaba más el maltrato. Hacía ya unos dos meses que nos daban como en bolsa. Llegó la primera guardia de los clase 62. Debíamos cuidar la patria, la de ellos. El soldado, ni bien quedó solo en el puesto de guardia del polvorín, cargó el fusil, apoyó culata en el cemento, y disparó. Estuvo meses internado en el hospital militar de Campo de Mayo. Era hombre rengo cuando le dieron la baja.

Un universo enfermo se había puesto a rodar sobre la vida de aquel, mi muchacho de barrio. Estoy de regreso, recuerdo.