Era de mañana cuando escuchaste por primera
vez la lluvia. Nada importa que hasta ahí, es más, nada importa que todavía no
sepas de la lluvia. Estabas de ojos muy abiertos en el cochecito que te prestó
Augusto. Escuchabas la novedad. Mamá Evangelina preparaba el mate, papá te
espiaba mientras empezaban a caer las primeras gotas: una y una, de dos en dos,
ellas unidas en su quehacer, en su húmeda ética del regreso, porque gotas son
las que se van y las que vuelven en el diario trajinar, gotas como si de
personitas se tratara. Las ventanas de la cocina se asoman, cada día, sobre un
lago de chapas, árboles y tanques de agua. Techos bajos de un centro de manzana
en el barrio de San Cristóbal. Música primera la de la lluvia y el metal, amigos
que todavía se abrazan en algunos lugares de Buenos Aires. Siempre me gustó
ser, estar, en la lluvia. Será por eso que te imagino en ella. Primeras gotas
de una lluvia de siesta acariciando tus mejillas, acompañando la infinidad de
besos recibidos e imaginados, porque son tantas las veces en que quisiera
comerte a besitos chiquitos, lentos como la mejor de las lluvias: comerte en besos
de garúa. La lluvia será compañera una vez que la lleves en la mirada. Ella te
sueña, te quiere: Julia, mi amiga, se la escuchará murmurar por los barrios. Ojalá
que siempre te guste más la lluvia que el cielo, porque en cada gota, marca,
beso, sobre una chapa, un patio, la calle, tu refugio de ciudad, vas a poder saber
de las personas, la tierra y los días. Julia, hija, que la lluvia acaricie tus
patrias internas.
jueves, 7 de junio de 2012
Suscribirse a:
Entradas (Atom)