Desde que supe
que en Gualeguay vivió Catón, el río de adoquines de la calle San Lorenzo, que
pasa junto a la iglesia San Antonio, me atrae decidido. Lo contemplo desde la
escalinata de la iglesia, camino sobre sus aguas y sobre los distintos brillos
con que el sol acompaña su discurrir calmo. Es inevitable, pienso en este río,
y también en el Gualeguay, que corre unas cuadras más abajo. Pienso en los dos
ríos cuando Catón es hombre muerto desde hace tantos años. Vivía con su madre en
una casa que hoy nadie ubica. Pasó sus días, y muchas de sus noches en la
puerta de la iglesia. El café con leche se lo regalaban en el Irún. Los
cortejos fúnebres venían por San Lorenzo. Camino al cementerio pasaban frente a
su mirada. Incluso los que provenían de los asentamientos en las tierras
blancas. Él los recibía. Su vocabulario era escaso. Cuentan que fue un niño, un
muchacho y un hombre con problemas bajo la boina. Preguntaba: ¿quién es el
finadito? Escuchó los nombres de cantidad de gualeyos difuntos. Se colocaba entonces
a la cabeza del cortejo. Como si se subiera a un bote pobre, tanto o más que
él, y derivara por el río de adoquines que, en alguna vuelta de los misterios
que hacen al hombre, bien podría unirse al Gualeguay de siempre, que muertos
también se lleva cada verano. Catón a veces lloraba. Siempre guardaba respeto. El
muerto, se cree, iba a su lado en el bote. Como si fuera un amigo que, con cara
de perro bonachón, acompaña el alma a la otra orilla. Dicen que Catón se fue
solo, que nadie lo acompañó. Preocupa la muerte en Gualeguay desde que falta el
llevador en su bote.
domingo, 11 de mayo de 2014
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