Digo que me
fui del barrio. Casi dos meses hasta la casa que queda en la infancia. A la vez
digo que nunca me voy del barrio. Como Troilo. Si siempre estoy llegando. De regresar se trata mientras dura la
cuerda de la calesita. Vuelvo en las veredas cotidianas. También en fantasmagorías.
De buen fantasma que no lleva cadenas quejosas, sino recuerdos. Buen fantasma
que anda el barrio como si fuera escenario de teatro. Retornan a las calles
escenas de ayer. Alegres y tristes. Simplemente regresan mientras, por ejemplo,
el bondi me lleva, por Avenida La Plata, de ida y vuelta, hasta la casa de
Virginia y Mario, mis amigos. El 65 me pasea por el límite de Boedo. Entonces me
sueño caminante por Garay, Muñiz, Mármol, Treinta y tres orientales, Tarija, Estrada,
Las Casas. Soy renovado fantasma y veo. Regreso a ciertas escenas, a ciertas
presencias. Convoco, al mismo tiempo que soy convocado. Esas misteriosas
maneras del murmullo con los habitantes del más allá. Veo todas mis calles cada
vez que voy como humano ensoñado que mira por la ventanilla. Similar al sueño
profundo en la alta noche, en su encrucijada es donde se tocan los mundos. Más
acá en el mientras tanto. Más allá en el después del último trago. Ensoñación
bondinera. Buenos fantasmas que retoman diálogos. Regresa el sucedido. El que
se podía adivinar, presentir. También el que sorprendió. Un poema universo bien
puede comenzar con un abrazo.
Puedo
contar escenas a las que siempre regreso. Sobre esta vereda aquella mañana.
Frente al portal de la Santa Cruz. En ese banco de la Martín Fierro. Por
Estrada hasta el parque. Caminantes por Boedo. El altar del Gauchito Gil por Las
Casas. La constelación del escarabajo sobre Mármol. La vida secreta en el
refugio de Garay. El mercadito chino de Pavón. El azar amasando su esencia en
la esquina de La Plata y Vernet. La humana conspiración en el sueño de cada
mañana; haciendo real este barrio al que vuelvo, retorno, regreso, luego de la temporada
en mi casa de infancia.
Es verdad.
La vida parece sueño. Y en las tierras del sueño siempre habrá lugar para la
felicidad y su goteo lento. En la vida hay lugar para buenas magias. También
para el quehacer de personajes de espanto. Para palabras e imágenes con esencia
de eternidad guardadas en nuestra eternidad limitada. Eterno mi barrio de
Boedo. Eternos sus buenos fantasmas que aparecen, cada vez, cuando voy ensoñado
en el 65, o ensoñado, a la deriva, como viajero caminante de las calles. Siempre
llevado por el viento de la memoria.
Estoy
parado en la puerta del refugio de Garay. Viene de visita uno de mis buenos
fantasmas. Vuelve porque me quiere (ahora mismo está de regreso, mientras
escribo). Dobla en la esquina y lo veo. Sonríe. Se cuenta en su historia de
vida. Los capítulos de la novela en innumerables caminatas por el barrio. Veredas
en la mañana. La vida que, hasta en las peores instancias, puede dar sorpresas.
Un dibujo. Un blues. Un tango. Un cuento. Toda una historia.
Cuando voy
como ensoñado bondinero o en el mientras tanto -paso a paso en el camino-
recibo al buen fantasma. Aparece la necesidad, como sucede con la escritura. Soy
un extraño en su ausencia. Saludo. Escribo. Nace un apunte, una brevedad, quizás
hasta un poema, o nace esta forma de crónica de la calle donde también se tocan
los mundos. Más acá el cotidiano. Más allá el después del último trago. Lo
dicho. La realidad bien puede ser un sueño. Uno más. El buen fantasma y yo
sentados en la puerta de una iglesia sobre Estrada, cerca de parque Chacabuco.
Charla en la mañana sobre escalones de mármol. Una imagen que se quedó conmigo.
Vuelvo a ella parado frente a la iglesia o desde dentro del 65 a velocidad por
Avenida La Plata.
Y con cada
regreso presencial. O con cada ensueño de bondi. Siempre aparece la escritura
de las voces y los gestos. La reescritura de los diálogos entre el ensoñado y
el buen fantasma. Los regresos parten de la esencia argumental del sucedido de origen.
Y serán los regresos sucesivos, aquellos movimientos, encuentros, encrucijadas,
los que sacarán brillo a la felicidad –no olvidar que siempre lento es su
goteo- de haber estado vivo de manera tal para que la memoria nos guarde como
ciudadanos de un paisaje de barrio. Bienvenido entonces el recuerdo que mejora.
Bienvenida la esencia que perdura. Que se mantiene un tiempo más, por ejemplo,
sobre las veredas y calles arboladas de Boedo. Una y otra vez el poema. La
novela. Un tango. Un blues. Quehacer mágico de alquimista que encuentra cada
vez la piedra filosofal. La piedrita del destino que transmuta la muerte en
renovada vida. Sucede a cielo abierto. Por ejemplo caminando por Mármol en
dirección a Las Casas. Hace instantes caminaba por Garay. El día al que regreso
descubrí siete autos, siete viejos escarabajos muy coloridos, estacionados en
ambas manos de la calle que avisa taller mecánico. Dentro del taller, un mago
celeste. Supe de inmediato que cada auto era una estrella. Supe que los siete
autos formaban una constelación en el cielo terreno de Boedo. Con rapidez
comenté el hallazgo con un viajero que, en ese momento, era mi compañía. Puede
ser, comentó con alegría. Por qué no una constelación terrena, se preguntó.
Sucedió que un día, ensoñado en el 65, mientras al parecer me alejaba de Boedo,
regresé al día aquel cuando el descubrimiento de la constelación. Ocurría otra
vez la mañana. El tiempo de vida del viajero aquel que me había acompañado en
el origen, se había agotado. La Parca y sus visitas. Siempre de pandemia. Asumida
su nueva condición de buen fantasma, aseguró, recién aparecido, conocer el
nombre de cada estrella de la constelación de este cielo. Cada auto un nombre
de calle. Digo que una vez me fui del barrio. Digo también que siempre estoy
llegando. Ya de regreso de la casa de infancia, retomé las caminatas. Siempre
hay siete escarabajos frente al taller de la calle Mármol. Cambian de ubicación
debido al azar que manejan determinados dioses en tierra santa. Pero la
constelación siempre está ahí. En el cielo. En la tierra. Caminé entonces por
el interior del dibujo para ese día. Arte propuesto con escarabajos. Caminé
lento -como gotea la felicidad- hasta que apareció mi buen fantasma. Esta vez
agregó que vivía en la constelación de los escarabajos, cada auto una estrella,
cada estrella un nombre de calle del barrio. Y dijo, además, que cada vez que
me acordara de su buen fantasma, simplemente llegara hasta la constelación. Y
entonces hasta ella llego. Regreso. Retorno en éste, mi único cielo donde mi
puñado de dioses, y de almas, se encuentran en la buena memoria de lo humano.
Digo que es por eso que creo en un dios de la memoria. Ante todo imperfecto. Porque en tanto memoria, siempre hay lugar para el olvido. La memoria es un océano misterioso. Y misterio en el cielo. Así también en las veredas del barrio. Digo que siempre estoy llegando. Caminante o ensoñado en el bondi, viajero en la eternidad limitada. Transito veredas, calles y avenidas, ando por su filo. En el filo respiro. En el misterio. Quizá por ello escribo. Para eso tal vez este trabajador de la memoria. Respiro en ella. Simplemente la anoto. Una y otra vez. Mientras mantiene su forma. Mientras cambia. Mientras respira y se agranda. Mientras se afina en el trazo en rojo. Porque la tinta siempre es roja. Como la que usaba el escritor memorioso del Pombo. Una y otra vez la historia gira intentando alcanzar otra vuelta con sortija. Para durar un tiempo más sobre la tierra, por ejemplo, sobre este barrio donde un puñado de buenos fantasmas vuelve, regresa, retorna. Un puñado de personajes vuelve a sus historias. Y entonces la escritura -arte basado en la respiración de las almas- los recibe, y entonces viven y se reescriben, mientras es tiempo de recuerdo. Los veo sonreír. En días de sol. Importa la razón primera del encuentro. El impulso desde el más allá. Las ganas de renovar la charla en el más acá. Ellos viven dentro de la memoria practicante de mi escritura. Los presiento en el aire, en el viento. Somos memoria en la escritura del libro propio. La novela que nos guarda, que nos lleva. De encrucijada el poema, el blues, el tango, esta crónica de la calle. En Boedo. En Buenos Aires.