Cohete
espacial a la vista. Como ayer. Un ayer de lejanía explícita. De regreso en
este día presente. Pasó casi toda la vida. El cohete espacial sigue ahí. En ese
lugar. Y ocupa su lugar en esta escritura. Espera. Tan real. Su apariencia tan
de los años sesenta. Tan gris en la altura. Como si estuviera aterrizado sobre
una colina baja. Entre la bruma de un puñado de nubes cercanas. O tal vez aparezca
así abrazado por el arrebato silente de una lágrima. Al borde de un valle. Como
si hiciera una eternidad que aguarda el regreso del viajero. Del comandante de su
destino.
Tiene forma
perfecta de cohete espacial. De aguja estilizada. El ancho necesario para la
comodidad de la tripulación. Su figura punzante apuntando al corazón del cielo.
Donde los otros mundos. Los otros seres vivos del universo. Donde quizá los
dioses otros.
Un cohete
de los inicios de la carrera espacial. De estética yanqui. Como el que aparecía,
entre las imágenes dibujadas y coloreadas, en la pantalla televisora que
llevaba al frente mi robot a pilas. Mientras caminaba se encendía el visor por
donde miraba el pibito que fui. Dentro giraba un simulacro de película. Y en
ella aparecía un cohete espacial sobre un territorio desconocido. Un cohete
espacial como el que está posado sobre la colina.
Hay un
cohete espacial, avisó alguna vez mi padre en un día de infancia. El tren rodaba
hacia la terminal. Ferrocarril Urquiza. Cerca de la estación Lourdes. En
dirección a Federico Lacroze. Habló mi padre. Dijo el cohete espacial. Miré por
la ventanilla. Mi padre señalaba con su brazo extendido. El dedo índice, su
mano, en el aire. Allá lejos. En el cielo, hijo. Piedra libre como en las
veredas del barrio. Pude descubrir la nave sobre la colina. Mientras el tren surcaba
el valle. Lejos, lejos, en los tiempos en que el hombre salía de caminata por
la superficie de la Luna.
Fue una
necesidad. Como el agua fría en la cara cuando me levantaba cada mañana para ir
a la escuela primaria. En cada viaje en tren buscaba la presencia del cohete
espacial. Despegaba en Martín Coronado. El andén era bajo. Un tren de vagones
oscuros. Todo iba bien. Atento a la estación siguiente: Villa Bosch. La emoción
se tensaba. Música de orquesta típica de tren. Tropezón era, es, la estación
anterior a Lourdes. En cada viaje de tren confirmaba la presencia del cohete
espacial. Quedaba claro que la tripulación aún no estaba completa para encarar
un viaje hasta el último confín del universo. El cohete estuvo ahí en cada
revisión a varias cuadras de la zona de lanzamiento. Mientras tanto el tren
rodaba por el oeste de la provincia de Buenos Aires.
Apenas sumé
los conocimientos necesarios, con la herramienta a la mano, subí al cohete
espacial de la lectura. Desde pibito me atrajo el misterio del espacio sideral.
Leí libros sobre la historia de la carrera del espacio. Recuerdo el proyecto
Mercurio. Los esfuerzos por llegar a la órbita terrestre. Libro con
sobrecubierta verde y tapa dura. Astronautas sonrientes en fotos en blanco y
negro. Conocía cada recoveco de nuestro sistema solar. Entre los planetas,
nuestra Tierra. Nuestra Vía Láctea. Nuestra, la infantil pretensión. Aún era
pibe cuando estudiaba las estrellas en el cielo del Planetario de Palermo. A
veces, perdido en alguna esquina de la bóveda aparecía el Sol, una estrella
más. El Sol y sus compañías, los planetas con los que viajaba. Y en un planeta,
en la Tierra, un pibito de provincia veía, desde la ventanilla del tren, un
cohete espacial aterrizado sobre una colina baja. Al borde de un valle. Y en el
valle el tren desde donde el pibito que fui, miró, vio, y que, de regreso en
este volver que anoto, miro y veo. Pasado y presente. El cohete espacial sigue
ahí. Espera la llegada de su tripulación. Del comandante de su destino.
Mirar la
Luna. La permanencia de la búsqueda. Dónde la Luna. Dónde el satélite en la
noche del cielo. Desde pibito que miro la Luna. Porque hasta la Luna llegaba el
cohete espacial. Una nave como la de la colina. Porque desde la Luna ciertos
dioses despertaban a los hombres lobo en la Tierra. Lo supe luego, cuando
llegaron los tiempos de lectura de la literatura fantástica y sus criaturas de
la noche. Porque una vez me iluminó el
color que cayó del cielo. Y en otra noche supe de la existencia del vampiro
estelar. Supe de Ligeia, Morella y Berenice, tres extrañas Marías dentro del
cuadrilátero de un Orión desesperado. Supe de las cenizas de Charles Dexter
Ward. Conocí Arkham, Dunwich, Innsmouth. Las orillas del río Miskatonic. Quedé
encerrado en la cripta. Fui soñador del libro prohibido, el Necronomicón. No es ésta otra historia. Digo
que hasta ella me llevó el cohete espacial. Estoy seguro de ello. Sí, tal vez,
haya viajado en el cohete espacial que veía por la ventana del tren cuando
pibito fui. ¿Por qué no? Vamos. El
comandante anónimo que me tocó en suerte me subió, sí, quizá fue él, a su nave
fantástica, con aspecto de aguja literaria, que fogoneó sueños en la
imaginación del pibito. El cohete espacial que veía desde la ventanilla del
tren siguió con su viaje. Aunque disimulado contra el cielo, aguardaba
agazapado sobre la colina. Pasaban los años. Llegó en el después un tiempo
especial. En los días de la tv de aventuras tocó el turno de dos series
fundamentales: Viaje a las estrellas
con la nave Enterprise, y Cosmos 1999
con su base lunar Alfa. Una nave fabulosa en brillos y luces, la eterna
Enterprise de Kirk y Spock. En Cosmos
1999, es la mismísima Luna la que se transforma en nave. Una fuerte
explosión saca a la Luna de su órbita y comienza un vagabundeo sideral descubriendo mundos y
seres otros.
Fue una
necesidad. Ya está escrito. Buscar la Luna en el cielo. El agua fresca sobre mi
cara. El cohete espacial por la ventanilla. Los viajes siempre eran de mañana.
Un quehacer del cotidiano nos proponía el viaje en tren hacia la ciudad, ir al
centro, a la Capital Federal. El tren mismo, ahora que lo pienso, era un
transporte espacial que me llevaba a otro mundo. Y lo anoto porque así era. El
viaje a la Capital era un acontecimiento. Sucedía de vez en cuando. Los
objetivos, diversos. El tren rodaba por el valle mientras mi pibito se
encontraba con el cohete espacial en la colina cerca de estación Lourdes. Ahí,
hacia el casi cielo, mi mirada. Cuando iba en tren para una visita al médico.
Cuando mi padre decidía que ese domingo era buen día para ir a ver un partido
de fútbol de mediana concurrencia y a no tantos años luz de distancia. En
dirección a los estadios de Argentinos, Atlanta, Ferro, nunca dejé de buscar el
cohete espacial en la colina. Fue una necesidad. Una sortija de calesita. Una y
otra vez el guiño de lo fantástico. Un planeta desconocido más cuando la
pelota, a gran velocidad por el espacio, llegaba como pase a la red dibujada con los sueños de tantos viajeros.
Cuadro a
cuadro pasan los años de la vida. Mis viajes espaciales me llevaron, y me
llevan, hasta una película: Alien. En
la impactante experiencia de haber sido espectador el día del estreno, supe que
la misma unía en el futuro el viaje por el espacio y una criatura terrorífica
proveniente, en origen, de, por ejemplo, monstruos cercanos a la condición
humana, como Drácula y Carmilla, hasta alguno más animal como los perros de
Tíndalos o el Wendigo. Solo por apenas espiar en las huestes que viven eternas
dentro de la literatura fantástica. Una nave, la Nostromo, regresa a la tierra.
Siete tripulantes. Pero algo sucede. El regreso se parte. Estalla la historia.
La memoria toda. En la Nostromo ahora hay un pasajero más. Un alien. Una
criatura cruel llegada desde los sótanos de la peor de las noches. Lo peor de
su especie. Una especie de topo anarco capitalista con mandíbula y garras de
motosierra. Es nacido desde el interior del sistema. Destruye desde adentro.
Desde el andamiaje. Cortó hueso desde el pecho de su tierra. Estalló como grano
maduro. Bien que ahora juego con el recuerdo del título, para el estreno y el
reestreno en este cruel presente: Topo, el octavo pasajero.
Estoy de
regreso en el vagón. Veo el cohete espacial desde la ventanilla del tren. Saltó
como conejo el recuerdo. Justo cuando el tren abandonaba la estación Fernández
Moreno. En un regreso más hacia el origen. De ida y vuelta. De ida a Martín
Coronado. De regreso a Boedo. Viajo a contramano del recuerdo. Soy un hombre
viejo. Lejano al pibito. La próxima estación es Lourdes. Me pregunto por el
cohete espacial sobre la colina baja. ¿Estará esperando a su comandante? La
casa de infancia está. Está mi hermano. No están mis padres. Ha pasado casi
toda la vida. Pero está el valle por donde circula el tren. El tren sigue en
movimiento y en el viento permanecen ciertas memorias.
El tren despega de estación Lourdes. Un tango contrario a las agujas del reloj. Como acodado en el estaño. En la ventana de una puerta del vagón espero y busco. Había una vez un cohete espacial sobre una colina baja que era la terraza de un edificio mediano, uno o dos pisos, y que sobresalía entre casas bajas. El cohete espacial que me llevó de viaje cuando pibito fui, sigue ahí. Cumple con al menos dos misiones. Sirve como tanque para el agua del edificio, y refresca imaginaciones varias.