Una vez más frente a la página en
blanco. La necesidad de decir. De contar el mientras
tanto dentro del paisaje. La escritura de la aldea es siempre el desafío.
Contar la vida desde mis dientes apretados. Desde el temblor de las almas.
También desde el temblor de mi brazo derecho. Y de mi pierna derecha. Poco es
lo que queda de este escriba sin el aliciente de la escritura. Y, sin embargo,
se repite, desde hace unos días, una bulla molesta. Una imposibilidad de la
tinta. Una apatía. Como si estuviera ganado por un dolor. Por la neblina
engañosa desde donde acecha el peor de los desganos.
Hago un nuevo intento. Lo sé.
Necesito escribir. Decirme. Anotarme en estos tiempos crueles. Necesito la
palabra para construir mi último refugio. Un lugar donde proteger la
respiración final de la cordura. Juguemos en la ciudad mientras el represor no
está. ¿Represor está? Siempre está. Que no encuentre las palabras no se debe a
la presencia del represor. No. Es otra la razón para el silencio. Respiro en
sociedad. Soy en el otro. Sin embargo, desde el espejo me mira mi hombre mayor.
Pregunta. Quiere saber. Él también necesita escribirse para sentir que la vida
lo lleva en el viento. La mismísima vida sopla tras los puentes que comunican
con los mundos de más allá. Encuentro -sobre la frente del hombre mayor que aparece
en el espejo- una especie de lombriz bajo la piel, en el lado derecho. Desciende,
desde donde vive parte de la memoria, hasta la ceja, el ojo, la ventana -una de
ellas- por donde ingresa el decir de la urbanía. Una lombriz con la apariencia
de un rayo. Un movimiento en reversa. En eso pienso. Eso me digo. ¿Es que la
memoria huye en medio de la tormenta impidiendo la escritura? ¿Será por haber
contado tanto la ciudad, la aldea, que este tiempo niega la nueva visita? Así
las cosas. Pequeños garabatos que -por momentos- pienso, y que juegan a las
escondidas mientras me siento con la palabra destemplada. Trabada. Absorta.
Condenada.
Una escritura sin rumbo para decir
estos tiempos crueles. Enrevesados. Trágicos. Paridos por una de las malas
magias que se retuercen en lo más oscuro de la condición humana. Los hacedores
de miseria. Los adoradores del egoísmo. Los sacerdotes del odio. En los tiempos
del desánimo y el culto a la violencia, necesito escribir, por ejemplo, que una
bolsa grande -de esas que sirven para juntar la basura en un consorcio- espera al
lado de un contenedor. La bolsa a un lado de un hombre joven. El hombre joven
laborando las posibilidades del cartón sobre el cemento de la avenida. Desde dentro
de la bolsa saca la cabeza un triciclo plástico salvajemente descolorido.
Salvaje, sin dudas, fue el olvido que pareció eterno en un patio. Una lluvia de
febo que asoma y cae. Primero fue el olvido. Luego el tiempo lo hizo triciclo
para la basura. Un triciclo abandonado con destino de infancia con pocos
colores. Una escritura triste parece tomar forma sobre el blanco de la página.
Hay un argumento de tristeza
remontando en la mañana en que anoto que me faltan palabras para contarme en la
soledad que habita la aldea. Un hombre puede vivir en soledad por propia
decisión. Por propia mano. Inmerso en su pandemia. Dentro de un tango propio.
Autor de letra y música. Que ya no quedan rastros del misterio del amor. Que ya
no se escucha el beso que comienza en el encuentro de las copas en maravilla de
sábado por la noche. Tengo mi propia soledad. Pero intento, además, escribir la
soledad que respira en el paisaje de la encrucijada ciudadana. En la aldea
devenida ciudad toda vida es de encrucijada. Me digo que cada vez hablo menos.
Me dejo llevar por la mirada. Hablamos menos. Comprendemos menos. Somos
habitantes de la oscuridad de una patria desfigurada.
La velocidad funda el olvido de los
detalles. Importa la pasión puesta en el logro del objetivo que brilla entre
lucecitas y demás parpadeos de un nuevo cartón pintado. Hay un desespero por la
obtención del dinero. Todo está en venta. Cada movimiento realizado debe estar
enfocado en el mercado. Cada libro debe ser escrito con las formas y
conveniencias que en estos tiempos establece el mercado. Cada película filmada
como se deben filmar las películas que ya ha aceptado el mercado. Cada vida
debe ser vivida pensando en agradar, en encajar en los casilleros del mercado.
Cada persona debe ser un número disponible en el caso de que el mercado
necesite de sus servicios.
De a poco me fui quedando sin
palabras. Poco hablo en persona. Poco hablo a través de los puentes provistos
por la tecnología. Intento escribir las palabras que pienso. Salvo cuando el
silencio también me gana sobre la página en blanco, sobre el latido del cursor
estelar.
Escribir tanta persona joven
sobreviviendo en las calles de la ciudad. Veo cómo duermen. Sobre colchón. O
sobre cartón. Pan y factura de ayer en una bolsita. Los últimos tragos en una
botella de gaseosa. Restos de la cena sobre la vereda a media mañana. Frío o
calor. Lluvia. Toca vereda. Toca esperar entre tantas ausencias. Todos sabemos.
Todos avisados de los condenados que viven bajo la autopista, o bajo el techito
de una ochava. No hago más que ver. No hago otra cosa que escribir sobre la
soledad que respira en la aldea devenida ciudad. Cada vez cuesta más encontrar
las palabras necesarias. Y también la decisión de decir el espanto. No alcanzan
las palabras. Tampoco el tiempo para componer la narración. Ay del desgano
frente al espanto.
Digo otra vez el espanto. El
horror. Flota en el aire. Lo lleva el viento. Se mete entre las grietas de la
casa que suponíamos segura. Democracia. Una casa con más de cuarenta años. Los
asesinos expulsados. Afuera lo inhumano. Pero la realidad supuesta se hace
paisaje de mal sueño, y entonces en la casa las grietas de una tapera. La
desazón una tormenta. Vuela el cortinaje de hilachas amargas. Me digo. Pero si
no se puede, es una ley. No se debe. No se puede. Es un decreto. Del sátrapa y
algunos esbirros, las firmas. Un decreto no vale, no anula. Tampoco debería
autorizar. Sin embargo, es temporada de compra de voluntades. Ay de las
volteretas de ciertos actores del discurso. Un deseo de larga vida para aquella
justicia que escapa al poder. Pero casi todos actores en el palacio. En los
palacios se acomodan las conveniencias. Dice el falso profeta que el Estado se
achica. Sin embargo, en el supuesto mundo liliputiense crece la fuerza con que
el poder económico abolla el pensamiento y el cuerpo de los que piensan
distinto. No importa por qué razones los jubilados están en la calle cada
miércoles. Importa que no cumplan con el protocolo de seguridad. Y entonces es
en la calle donde se resiste el miedo. La recomendación es: cuidarse. Porque la
represión vive, está de vuelta. Porque está recién acomodada la ley antimafia
para ser usada contra la protesta social. El policía de la armadura encara, bestial,
a una anciana que termina sobre el cemento, ensangrentada. Otro asesino, de
otra de las escuderías de variada calaña, dispara la granada de gas lacrimógeno
directo -disparo horizontal- a la mirada del testigo. El cartucho da en la
cabeza del hombre joven que intenta hacer fotografías de la represión iniciada -sin
más motivo que impedir la movilización- por el gobierno que apuesta a la
violencia como argumento a exhibir sobre el paño verde donde trampea los
derechos de los ciudadanos. La palabra ha sido robada. Su significado verdadero
borroneado, manchado. Herramientas de olvidar aquello que es la libertad. Una
nueva manera de nombrar el mundo está siendo acuñada. Una nueva persecución de
los Ellos. Larga la mano de los Ellos. Una multitud de dedos. Otra vez los
invasores. Otra vuelta de tuerca de los dueños del poder económico. Y sus
esbirros: los cómplices a conciencia, y aquellos que subieron apenas creyeron ver
luz en el carajo. Entonces la república amenazada. Se ha declarado la temporada
de persecución y caza. Escribo la bala de goma, el palo, la moto, el gas, el
carro hidrante, la armadura de los escarabajos alquilados, los hombres y
mujeres capaces de lastimar a quienes deberían cuidar como hermano; escribo la
censura, la mentira, y el hambre, además.
Me digo que todavía escribo. Un
puñado de palabras. Una escritura destemplada. Necesito escribirme para ser uno
más entre los compañeros de la patria. Uno más en la memoria que escribimos a
diario.
La primera sangre siempre la
derrama el sistema. Soy testigo. Un cronista. Tengo apenas un puñado de
palabras. Y memoria.
Cantó el poeta: Violencia es mentir.