Una vez mi viejo me dijo que él se había hecho hombre en Boedo. Allá por los años 40, él vivía sus días de pibe en un conventillo ubicado sobre Independencia, entre Colombres y Castro Barros. En el patio de ese conventillo enterró su primer tesoro: una escupidera abollada llena con bolitas. El mapa del tesoro se disolvió en la memoria temprana y no volvió a encontrarlas. En Boedo, hasta las bolitas se hacen aire y recuerdo. En este barrio se acentúa lo espiritual por sobre la marca física, como escribió el poeta boedense Rubén Derlis: Por las calles de Boedo lo invisible permanente rebasa de emociones el alma. El poeta Derlis avisa: Boedo no muestra nada… Todo lo que fue, de alguna manera, está en el latir de su gente, permanece vivo en la memoria colectiva y a través de ésta mantiene encendida su llama.
Anotaba entonces que la escupidera llena de bolitas jamás retornó del infraBoedo, donde al parecer rigen las mismas leyes que en la superficie. Las bolitas se hicieron aire como los momentos compartidos en el café por los hacedores del Grupo de Boedo: ni pista de la escupidera, tampoco del café. El poeta dejó su marca: después de haber vivido casi veinte años en el barrio o en algunos de los refugios que respiran dentro de su órbita, puedo afirmar que no hay manera de esquivarle a la gambeta que se acomoda en la geografía: en Boedo todo se hace aire o recuerdo, una misma caricia origina una memoria que no duele.
No quiere decir esto que las ausencias no se noten, la ausencia es ausencia en todos lados, hasta en Florida; digo que, en este Boedo de sintonía espiritual, se siguen fundando las caminatas que hacen a las vidas en medio de un paisaje de buena compañía. Si voy al Margot, sé muy bien que el Profe Ricardo De Biasse ya no está, y que tampoco está el Gordo González: y efectivamente no están, pero existe una pulsión en contrario: en ella se originan los buenos fantasmas. Para que un día nos queden unos cuantos recuerdos: decir, estuve, / estuve en tal pasión, en tal recodo. / Estuve, por ejemplo…, escribía el poeta Raúl González Tuñón y es inevitable, transcribo las líneas y termino en la voz del Tata Cedrón: canta La cerveza del pescador Schiltigheim y entonces tomo un poco de aire para poder seguir.
En Boedo estuve, por ejemplo, también en el Margot, con el mismísimo Cedrón. Hoy nos vemos de vez en cuando, pero en aquellos días en que el Tata le ponía música a los poemas de Homero Manzi que forman su obra Frisón Frisón, recuerdo que cantó bajito, para el amigo, como si fuera pura y simple palabra de café, la letra completa de Palabras sin importancia. En el barrio ocurre así, se puede decir estuve, estuve en aquella mesa, y de hecho se dice con tamaña felicidad porque todo se queda en el aire.
Escribo, tomo del aire de mi barrio y de mi memoria, las imágenes de algunas mujeres maravillosas. Gasté vida en Boedo, gasté sueños de amor en mis sucesivos departamentos alquilados. Llego hasta ellas cada vez que necesito hacer un alto: giro sobre la vereda y busco con la mirada. Busco en San Juan y Avenida La Plata, busco en Muñiz, entre San Juan y Bidegain, busco (ya en la órbita) en Independencia y Uriburu, y entre las palabras dichas y las calladas las encuentro. Cada vez que llego hasta ellas no hay dolor. En estas apariciones, el espíritu de mis calles se manifiesta decidido, nada ha quedado, nada a la vista, y sin embargo, ahí están, ahí estoy, sabiendo que hubo historias y que puedo volver para visitarlas. Sé que estuve en historias, en varias; y sé que estuve en una sola de amor verdadero.
Recuerdo noches de billar, noches de viernes, con mi amigo Marcelo Caballero. Durante varios meses nos encontramos en Boedo, hace ya muchos años. Los dos solos. De charla durante la cena, de charla mientras buscábamos el efecto correcto. Los vasos a un costado de la mesa, nuestro lugar de amistad en el punto iluminado del gran salón. Creo que nunca se lo dije, pero guardo esos momentos como festejo de la vida. En ese espacio temporal se jugaban sueños y aspiraciones, y es bueno saber que hoy siguen siendo los mismos. Si bien el billar hoy sigue en el mismo lugar, sé que ya no estamos, sé que puedo decir estuve, estuve en aquellas noches; y tanto estuve que a veces, tentado de saudade boedense, que también la hay, espío desde la vereda. Es inútil, pero la acción instintiva es parte del aire, de lo invisible permanente.
Puedo decir que en Boedo fundé el proceso de mi escritura. Un cariño especial genera el recuerdo de los primeros escritos que buscaban pista en las personas otras, es decir, las que estaban más allá de los amigos de siempre. Pienso en las porquerías que encerraba cada construcción: basuras de distinto tenor graso, pero tan necesarias a la hora del camino por hacer. En Boedo enfrenté el proceso de desmierdado de mi mano, de mi alma, para así poder contar historias un poquito mejor. Nada de este trabajo se perdió, está siempre ahí, a la mano del recuerdo (los papeles por suerte fueron al tacho hace años). Boedo me cuidó, me cuidé en Boedo, y su historia se fue guardando en mi escritura. Cuando, de casualidad se podría decir, terminé viviendo en el barrio, enseguida tuve conciencia de que en ese lugar había vivido mi viejo de pibe y de muchacho: mi viejo había sido muchacho de café en sus calles. Mientras iba de camino en la escritura, Boedo me fue acercando detalles de su historia y marcas de su geografía para que se fueran guardando en mi trabajo. Pero también descubrí que ya antes, desde la memoria de mi viejo, ciertos guiños ya habían anidado en pequeñas palabras. Estuve de escritura en Boedo, estuve en la mesa de café donde el poeta Derlis tendió el puente con Mario Bellocchio, que daba los primeros pasos con su periódico. Digo que estuve, hace ya como siete años, en aquel momento del naciente Desde Boedo, una caricia que sigue alimentando mi espíritu.
Camino Boedo en tranquila contemplación. Me gusta caminar por Estados Unidos rumbo a la avenida madre. La gente se mueve a otro ritmo, de la mecánica de vida del barrio se desprende la esperanza de una vida en paz. Como en todos lados, en Boedo también hay lugar para algunas miserias de poca monta: los autotitulados, los falsos próceres, los siempre listos para la foto, los adoradores del poder de turno, ellos también estuvieron; ellos también pueden decir: estuve, sí, estuve, pero no entendí nada. Camino hacia Boedo, a veces por la sombra, a veces por la vereda del sol, mañana voy a poder decir estuve, estuve, en los días previos a que la plaza anclara en el barrio. Hoy necesito saber que Boedo está al alcance de mi mano: estar a cuadras del Margot, a cuadras del Espacio Teatral Boedo XXI, de las veredas anchas y de la vida que no para de hacerse historia.
Haciendo algún tipo de arqueología barata, y concentrándome en mi apariencia de escombros -y digo apariencia porque me descubro en oposición a lo que generalmente se toma como verdad absoluta: llegar a viejo es seguir una huella premoldeada- afirmo que a la flecha del tiempo se le puede acomodar una observación válida. En Boedo construí, hasta ahora, la mejor parte de mi vida. En este barrio fundé mis patrias internas: mis territorios no negociables, por eso mismo no cotizan en bolsa plástica. Descubrí que fue bueno haber sido el estúpido necesario durante treinta años, para luego quedar en posición de aprender sobre la vida, hablo de entender a conciencia pequeños detalles tales como poder elegir en qué lugar me paro, en qué me anoto y en qué no, en qué creo, en qué pilares me fundo. Descubrí que volví a nacer a los treinta y no está mal, algunos no terminan de nacer ni a los ochenta, y es por eso que hoy no encuentro escombros en el espejo sino la mejor juventud.
Me sucedió en Boedo, en esta vida única de personas simples que quieren vivir en una sociedad más justa; hoy puedo decir que, al igual que mi viejo, yo también me hice hombre en Boedo, del camino cierto nada ha quedado a la vista, eso sí, estuve, también estuve dentro de lo invisible permanente.
Anotaba entonces que la escupidera llena de bolitas jamás retornó del infraBoedo, donde al parecer rigen las mismas leyes que en la superficie. Las bolitas se hicieron aire como los momentos compartidos en el café por los hacedores del Grupo de Boedo: ni pista de la escupidera, tampoco del café. El poeta dejó su marca: después de haber vivido casi veinte años en el barrio o en algunos de los refugios que respiran dentro de su órbita, puedo afirmar que no hay manera de esquivarle a la gambeta que se acomoda en la geografía: en Boedo todo se hace aire o recuerdo, una misma caricia origina una memoria que no duele.
No quiere decir esto que las ausencias no se noten, la ausencia es ausencia en todos lados, hasta en Florida; digo que, en este Boedo de sintonía espiritual, se siguen fundando las caminatas que hacen a las vidas en medio de un paisaje de buena compañía. Si voy al Margot, sé muy bien que el Profe Ricardo De Biasse ya no está, y que tampoco está el Gordo González: y efectivamente no están, pero existe una pulsión en contrario: en ella se originan los buenos fantasmas. Para que un día nos queden unos cuantos recuerdos: decir, estuve, / estuve en tal pasión, en tal recodo. / Estuve, por ejemplo…, escribía el poeta Raúl González Tuñón y es inevitable, transcribo las líneas y termino en la voz del Tata Cedrón: canta La cerveza del pescador Schiltigheim y entonces tomo un poco de aire para poder seguir.
En Boedo estuve, por ejemplo, también en el Margot, con el mismísimo Cedrón. Hoy nos vemos de vez en cuando, pero en aquellos días en que el Tata le ponía música a los poemas de Homero Manzi que forman su obra Frisón Frisón, recuerdo que cantó bajito, para el amigo, como si fuera pura y simple palabra de café, la letra completa de Palabras sin importancia. En el barrio ocurre así, se puede decir estuve, estuve en aquella mesa, y de hecho se dice con tamaña felicidad porque todo se queda en el aire.
Escribo, tomo del aire de mi barrio y de mi memoria, las imágenes de algunas mujeres maravillosas. Gasté vida en Boedo, gasté sueños de amor en mis sucesivos departamentos alquilados. Llego hasta ellas cada vez que necesito hacer un alto: giro sobre la vereda y busco con la mirada. Busco en San Juan y Avenida La Plata, busco en Muñiz, entre San Juan y Bidegain, busco (ya en la órbita) en Independencia y Uriburu, y entre las palabras dichas y las calladas las encuentro. Cada vez que llego hasta ellas no hay dolor. En estas apariciones, el espíritu de mis calles se manifiesta decidido, nada ha quedado, nada a la vista, y sin embargo, ahí están, ahí estoy, sabiendo que hubo historias y que puedo volver para visitarlas. Sé que estuve en historias, en varias; y sé que estuve en una sola de amor verdadero.
Recuerdo noches de billar, noches de viernes, con mi amigo Marcelo Caballero. Durante varios meses nos encontramos en Boedo, hace ya muchos años. Los dos solos. De charla durante la cena, de charla mientras buscábamos el efecto correcto. Los vasos a un costado de la mesa, nuestro lugar de amistad en el punto iluminado del gran salón. Creo que nunca se lo dije, pero guardo esos momentos como festejo de la vida. En ese espacio temporal se jugaban sueños y aspiraciones, y es bueno saber que hoy siguen siendo los mismos. Si bien el billar hoy sigue en el mismo lugar, sé que ya no estamos, sé que puedo decir estuve, estuve en aquellas noches; y tanto estuve que a veces, tentado de saudade boedense, que también la hay, espío desde la vereda. Es inútil, pero la acción instintiva es parte del aire, de lo invisible permanente.
Puedo decir que en Boedo fundé el proceso de mi escritura. Un cariño especial genera el recuerdo de los primeros escritos que buscaban pista en las personas otras, es decir, las que estaban más allá de los amigos de siempre. Pienso en las porquerías que encerraba cada construcción: basuras de distinto tenor graso, pero tan necesarias a la hora del camino por hacer. En Boedo enfrenté el proceso de desmierdado de mi mano, de mi alma, para así poder contar historias un poquito mejor. Nada de este trabajo se perdió, está siempre ahí, a la mano del recuerdo (los papeles por suerte fueron al tacho hace años). Boedo me cuidó, me cuidé en Boedo, y su historia se fue guardando en mi escritura. Cuando, de casualidad se podría decir, terminé viviendo en el barrio, enseguida tuve conciencia de que en ese lugar había vivido mi viejo de pibe y de muchacho: mi viejo había sido muchacho de café en sus calles. Mientras iba de camino en la escritura, Boedo me fue acercando detalles de su historia y marcas de su geografía para que se fueran guardando en mi trabajo. Pero también descubrí que ya antes, desde la memoria de mi viejo, ciertos guiños ya habían anidado en pequeñas palabras. Estuve de escritura en Boedo, estuve en la mesa de café donde el poeta Derlis tendió el puente con Mario Bellocchio, que daba los primeros pasos con su periódico. Digo que estuve, hace ya como siete años, en aquel momento del naciente Desde Boedo, una caricia que sigue alimentando mi espíritu.
Camino Boedo en tranquila contemplación. Me gusta caminar por Estados Unidos rumbo a la avenida madre. La gente se mueve a otro ritmo, de la mecánica de vida del barrio se desprende la esperanza de una vida en paz. Como en todos lados, en Boedo también hay lugar para algunas miserias de poca monta: los autotitulados, los falsos próceres, los siempre listos para la foto, los adoradores del poder de turno, ellos también estuvieron; ellos también pueden decir: estuve, sí, estuve, pero no entendí nada. Camino hacia Boedo, a veces por la sombra, a veces por la vereda del sol, mañana voy a poder decir estuve, estuve, en los días previos a que la plaza anclara en el barrio. Hoy necesito saber que Boedo está al alcance de mi mano: estar a cuadras del Margot, a cuadras del Espacio Teatral Boedo XXI, de las veredas anchas y de la vida que no para de hacerse historia.
Haciendo algún tipo de arqueología barata, y concentrándome en mi apariencia de escombros -y digo apariencia porque me descubro en oposición a lo que generalmente se toma como verdad absoluta: llegar a viejo es seguir una huella premoldeada- afirmo que a la flecha del tiempo se le puede acomodar una observación válida. En Boedo construí, hasta ahora, la mejor parte de mi vida. En este barrio fundé mis patrias internas: mis territorios no negociables, por eso mismo no cotizan en bolsa plástica. Descubrí que fue bueno haber sido el estúpido necesario durante treinta años, para luego quedar en posición de aprender sobre la vida, hablo de entender a conciencia pequeños detalles tales como poder elegir en qué lugar me paro, en qué me anoto y en qué no, en qué creo, en qué pilares me fundo. Descubrí que volví a nacer a los treinta y no está mal, algunos no terminan de nacer ni a los ochenta, y es por eso que hoy no encuentro escombros en el espejo sino la mejor juventud.
Me sucedió en Boedo, en esta vida única de personas simples que quieren vivir en una sociedad más justa; hoy puedo decir que, al igual que mi viejo, yo también me hice hombre en Boedo, del camino cierto nada ha quedado a la vista, eso sí, estuve, también estuve dentro de lo invisible permanente.
3 comentarios:
también estuve ahi.
claro que el tiempo del verbo es lo de menos, porque al estar estuve físico del ayer, le sigue irremediablemente el estar estoy guardado del ahora.
(ves? bastó leerte nomás)
sólo hay que subir al altillo de la memoria y sacudir despacito los retazos arrumbados para que no estornuden los duendes idos.
(me debés 8 líneas)
viruta porque en cierto modo se opone a lobablanca. (lo de lobablanca te lo debo) y porque sí. a veces me canso de querer entenderlo todo, de buscar lo que de 'una' sabemos inhallable. y porque lo siento más sano que andar poniéndote azuquita en las heridas y gastarte con lamidas inútiles la lengua...
creo que las epístolas se pierden en algun naufragio...
allora, come facciamo?
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