El Gordo Troilo dijo que (…) uno se va muriendo con cada amigo que se muere. Uno no se muere de golpe, ¿sabés?, llega el momento que de Pichuco ya no queda nada. Se lo fueron llevando de a poco. Hace unos días murió José Saramago, que no era mi amigo, pero que sí fue buen compañero de café en algunas oportunidades de charla. También, y por sobre todas las cuestiones, fue uno de los escritores que más me impresionó en esta vida de lector. Y es así que, de la mano de Troilo, caigo en la cuenta de que uno también se va muriendo de a poco con sus escritores. Se muere un poco con los escritores que lee, con los autores de los libros que atesora la biblioteca de elegidos, y creo, se muere todavía un poco más con aquellos escritores que se leen, que se atesoran y con los que se ha tenido la oportunidad de la charla, del encuentro. Se muere un poco más, se pierden vidas ciertas, cuando aquella charla, el cruce inesperado, tuvo el sello inolvidable de lo humano. He muerto con la muerte de mi amigo y maestro, el escritor Gabriel Montergous; he muerto con Pedro Orgambide, con Nira Etchenique. Y a la distancia morí con Juan Carlos Onetti, Augusto Roa Bastos, Graciela Cabal. La muerte convida otro aroma, digamos un aroma en sepia que resulta hasta aceptable, cuando se ha llevado al escritor en el pasado, en ese silencio anónimo en el que viven los escritores hasta que los amanece la lectura conciente del lector. Mi biblioteca está rebosante de muertos, inevitable el feliz abrazo con el pasado, pero ahí el lamento por la ausencia varía el tono de la punzada, porque puedo lamentarme por no haber tenido a mano la personita de Leopoldo Marechal, Roberto Arlt o Margueritte Yourcenar, pero cuando ellos se fueron mi mirada estaba en otro lado, entre otras pertenencias. Los escritores nos pertenecen, y José Saramago es hoy, y mientras dure mi eternidad limitada de ciudadano de mis patrias internas, uno de mis queridos y admirados fantasmas. Su muerte me acerca a la mía: doy gracias por estar despierto.
La muerte es para todos los días, a no engañarse, la sortija está a la mano en cada vuelta de la calesita, y bien que lo sabía el portugués ilustre. Su muerte me llegó de mañana, y en medio de la escritura de una novela que podría definir como una novela sobre la muerte. Dentro de mi historia hay un personaje que lee fragmentos marcados en un libro. Quien hizo las marcas está muerto y el libro es El año de la muerte de Ricardo Reis. Con los libros de Saramago tomé una determinación hace años, luego de recibir los primeros golpes en profundidad dados en mi alma por la pluma de este señor, decidí guardar algunos de sus libros aparecidos en los primeros tiempos. Decidí jugarme a la suerte de la calesita y dosificarlos para que el Saramago de esos años no se terminara mientras durara mi cuerda sobre esta tierra. La decisión incluía la lectura de todo lo que apareciera como novedad. Fue así que hace unos meses tomé El año de la muerte… y en él vengo de maravillosa lectura. Todavía me faltan unas páginas, no muchas, y llegado a esta instancia, me descubrí en más de un momento pensando en que el personaje principal debía morir: el señor poeta Ricardo Reis, el heterónimo de Fernando Pessoa: el amigo que aprendí a querer con la lectura. Pero no fue de Reis la muerte que llegó, sino de Saramago, su segundo creador, podría afirmar.
Fernando Pessoa, el poeta de Portugal, escribió su obra y, dentro o fuera de la misma, escribió la obra de otras personas, de otros autores. Autores que tuvieron vida propia, es decir que vivieron días y paisajes diferentes a los que caminaba Pessoa, que se preocupó por idear cada una de las biografías: uno de esos autores fue Ricardo Reis, quien es repatriado por Saramago en su novela: Reis regresa de Brasil a Portugal a un mes de la muerte de Pessoa, el poeta. La muerte es amiga inseparable en la escritura de Saramago, y en esta novela tiene un protagónico especial, en ella se produce el encuentro entre Reis y Pessoa: (…) Por ahora aún salgo, me quedan unos ocho meses de poder andar por ahí a mi aire, explicó Fernando Pessoa, Por qué ocho meses, preguntó Ricardo Reis, y Fernando Pessoa aclaró su información, Realmente, tanto en general como por término medio, son nueve meses, los mismos que pasamos en la barriga de nuestras madres, creo que es por una cuestión de equilibrio, antes de nacer aún no nos pueden ver, pero todos los días piensan en nosotros, después de morirnos ya no nos pueden ver y cada día que pasa nos van olvidando un poco más salvo casos excepcionales, nueve meses bastan para el olvido total (…). Más allá de saber que Saramago gambeteó la cuestión del olvido que toda muerte lleva en el bolsillo, es este registro el que me lleva desde el dolor de entender que José ya no escribe en Lanzarote a la felicidad que siempre propone la memoria. No sé si la idea de los nueve meses la encontró en algún lado, o es simple toque poético descubierto al azar: porque así nacen estos toques, de la nada fundacional brotan para iluminar las historias, pero lo cierto es que no tengo dudas de que José Saramago sigue de camino en Lanzarote, en los alrededores de Pilar del Río, su distinguida dama. Con mayor comodidad entonces, ya que don José anda de ronda y es persona seria como Fernando Pessoa, es que lo convoco y él acepta, una vez más: (…) Un muerto es una persona seria, ponderada, tiene conciencia del estado a que llegó, y es discreto, detesta esa desnudez absoluta que es el esqueleto, y cuando se aparece a alguien, o se comporta como yo, así, usando el traje que le pusieron para el entierro, o se envuelve en una mortaja si le da por asustar a alguien, cosa a la que yo, por otra parte, como hombre de buen gusto y respeto que creo seguir siendo, nunca haría, reconózcalo, hágame esa justicia (…).
Llegué a José Saramago a través de mi amigo, el poeta Hugo Ditaranto; él había conocido a Saramago en España con motivo de un congreso sobre la obra del escritor: el poeta debía leer un texto. Todavía recuerdo los nervios del Tano Ditaranto antes de la partida, pero ahí estuvo, leyó su trabajo y trabó amistad con los Saramago: desayunaban juntos en el hotel. En la primera vez que hablé con Saramago, mezcla de azar y destino a gusto que le debo a Marcelo Caballero (ayer librero y hoy editor) y a Fernando Esteves (en ese momento editor de Alfaguara), me alcanzó con nombrar a Ditaranto: ¿Sos amigo de Hugo?; dije que sí y las puertas se abrieron. En esa mañana en La Recoleta terminé sentado a su lado. Y hablamos una vez más, a esa vuelta de página me llevó Ditaranto; atendí el teléfono: En una hora vemos a Saramago. Ahí estuvimos, casi dos horas de charla, en una mesa de café, en el hotel, los Saramago y nosotros. Era increíble estar hablando con este hombre y sentirse tan tranquilo, tan en paz, como en un café con un amigo. Saramago escuchaba, prestaba atención; un hombre alejado de la pose superficial que tan bien cotiza entre los miserables globalizados. Tuvo tiempo para recibir un ejemplar de mi Vampiros en la mitología de la tristeza… y leer unas líneas que había en el final que hacían referencia a su escritura, me dio las gracias y propuso el apretón de manos; tuvo tiempo para dedicar Memorial del convento: el ejemplar me lo había traído de España mi pareja en esos años (2003) y en la primera página tenía una larga dedicatoria de amor que Saramago leyó y completó en la página siguiente. La última vez que vi a los Saramago fue a finales de 2007; quería acercarles un ejemplar de mi Morir por Perón; Pilar me había pasado el dato del hotel desde Lanzarote, después me pasó el celular: hablamos, arreglamos el encuentro, y ella me dijo que no llevara el libro: ya lo había comprado. Y ahí estuve, en una mañana de finales de noviembre; hablé un rato largo con Pilar, una mujer maravillosa, construida en la misma humanidad que él: con los Saramago se hablaba de igual a igual. Después fue a buscar a José a la habitación y volvió con él y con mi libro en la mano. Otra vez ante el escritor. Saramago me agradeció la inclusión de una línea suya en el inicio del libro: (…) Probablemente, leer es también una forma de estar ahí. Pilar me acercó el libro y pidió una dedicatoria. Cada vez que pienso en esa imagen me parece casi surrealista: el autor dedicando el libro, los Saramago esperando a que terminara, se había agregado al paisaje la escritora española Rosa Montero, en fin, otra de mis memorias queridas. Vuelvo a estas imágenes con facilidad porque José anda de ronda, puede andar de ronda por cuanto lugar se le ocurra. Es seguro que anda de cuidados con Pilar, pero puedo anotar que en esta mañana de escritura don José también miró por la ventanita de mi cocina y vio que los techos bajos del pulmón de manzana buscan asemejarse a un decorado de paisaje lunar en una película barata: Luna de barrio San Cristóbal, Buenos Aires. En ese último encuentro Saramago me obsequió Las pequeñas memorias, en la dedicatoria anotó: Compañero.
Cada paisaje se guarda en la memoria de mis patrias internas, y siempre al lado de mi agradecimiento; es bueno que el hombre sepa dar las gracias, es bueno que el hombre nunca pierda su condición humana, los dioses no existen, no hay pedestales, solo está la vida, y eso me lo confirmó la generosa manera de ser de José Saramago.
La muerte es para todos los días, a no engañarse, la sortija está a la mano en cada vuelta de la calesita, y bien que lo sabía el portugués ilustre. Su muerte me llegó de mañana, y en medio de la escritura de una novela que podría definir como una novela sobre la muerte. Dentro de mi historia hay un personaje que lee fragmentos marcados en un libro. Quien hizo las marcas está muerto y el libro es El año de la muerte de Ricardo Reis. Con los libros de Saramago tomé una determinación hace años, luego de recibir los primeros golpes en profundidad dados en mi alma por la pluma de este señor, decidí guardar algunos de sus libros aparecidos en los primeros tiempos. Decidí jugarme a la suerte de la calesita y dosificarlos para que el Saramago de esos años no se terminara mientras durara mi cuerda sobre esta tierra. La decisión incluía la lectura de todo lo que apareciera como novedad. Fue así que hace unos meses tomé El año de la muerte… y en él vengo de maravillosa lectura. Todavía me faltan unas páginas, no muchas, y llegado a esta instancia, me descubrí en más de un momento pensando en que el personaje principal debía morir: el señor poeta Ricardo Reis, el heterónimo de Fernando Pessoa: el amigo que aprendí a querer con la lectura. Pero no fue de Reis la muerte que llegó, sino de Saramago, su segundo creador, podría afirmar.
Fernando Pessoa, el poeta de Portugal, escribió su obra y, dentro o fuera de la misma, escribió la obra de otras personas, de otros autores. Autores que tuvieron vida propia, es decir que vivieron días y paisajes diferentes a los que caminaba Pessoa, que se preocupó por idear cada una de las biografías: uno de esos autores fue Ricardo Reis, quien es repatriado por Saramago en su novela: Reis regresa de Brasil a Portugal a un mes de la muerte de Pessoa, el poeta. La muerte es amiga inseparable en la escritura de Saramago, y en esta novela tiene un protagónico especial, en ella se produce el encuentro entre Reis y Pessoa: (…) Por ahora aún salgo, me quedan unos ocho meses de poder andar por ahí a mi aire, explicó Fernando Pessoa, Por qué ocho meses, preguntó Ricardo Reis, y Fernando Pessoa aclaró su información, Realmente, tanto en general como por término medio, son nueve meses, los mismos que pasamos en la barriga de nuestras madres, creo que es por una cuestión de equilibrio, antes de nacer aún no nos pueden ver, pero todos los días piensan en nosotros, después de morirnos ya no nos pueden ver y cada día que pasa nos van olvidando un poco más salvo casos excepcionales, nueve meses bastan para el olvido total (…). Más allá de saber que Saramago gambeteó la cuestión del olvido que toda muerte lleva en el bolsillo, es este registro el que me lleva desde el dolor de entender que José ya no escribe en Lanzarote a la felicidad que siempre propone la memoria. No sé si la idea de los nueve meses la encontró en algún lado, o es simple toque poético descubierto al azar: porque así nacen estos toques, de la nada fundacional brotan para iluminar las historias, pero lo cierto es que no tengo dudas de que José Saramago sigue de camino en Lanzarote, en los alrededores de Pilar del Río, su distinguida dama. Con mayor comodidad entonces, ya que don José anda de ronda y es persona seria como Fernando Pessoa, es que lo convoco y él acepta, una vez más: (…) Un muerto es una persona seria, ponderada, tiene conciencia del estado a que llegó, y es discreto, detesta esa desnudez absoluta que es el esqueleto, y cuando se aparece a alguien, o se comporta como yo, así, usando el traje que le pusieron para el entierro, o se envuelve en una mortaja si le da por asustar a alguien, cosa a la que yo, por otra parte, como hombre de buen gusto y respeto que creo seguir siendo, nunca haría, reconózcalo, hágame esa justicia (…).
Llegué a José Saramago a través de mi amigo, el poeta Hugo Ditaranto; él había conocido a Saramago en España con motivo de un congreso sobre la obra del escritor: el poeta debía leer un texto. Todavía recuerdo los nervios del Tano Ditaranto antes de la partida, pero ahí estuvo, leyó su trabajo y trabó amistad con los Saramago: desayunaban juntos en el hotel. En la primera vez que hablé con Saramago, mezcla de azar y destino a gusto que le debo a Marcelo Caballero (ayer librero y hoy editor) y a Fernando Esteves (en ese momento editor de Alfaguara), me alcanzó con nombrar a Ditaranto: ¿Sos amigo de Hugo?; dije que sí y las puertas se abrieron. En esa mañana en La Recoleta terminé sentado a su lado. Y hablamos una vez más, a esa vuelta de página me llevó Ditaranto; atendí el teléfono: En una hora vemos a Saramago. Ahí estuvimos, casi dos horas de charla, en una mesa de café, en el hotel, los Saramago y nosotros. Era increíble estar hablando con este hombre y sentirse tan tranquilo, tan en paz, como en un café con un amigo. Saramago escuchaba, prestaba atención; un hombre alejado de la pose superficial que tan bien cotiza entre los miserables globalizados. Tuvo tiempo para recibir un ejemplar de mi Vampiros en la mitología de la tristeza… y leer unas líneas que había en el final que hacían referencia a su escritura, me dio las gracias y propuso el apretón de manos; tuvo tiempo para dedicar Memorial del convento: el ejemplar me lo había traído de España mi pareja en esos años (2003) y en la primera página tenía una larga dedicatoria de amor que Saramago leyó y completó en la página siguiente. La última vez que vi a los Saramago fue a finales de 2007; quería acercarles un ejemplar de mi Morir por Perón; Pilar me había pasado el dato del hotel desde Lanzarote, después me pasó el celular: hablamos, arreglamos el encuentro, y ella me dijo que no llevara el libro: ya lo había comprado. Y ahí estuve, en una mañana de finales de noviembre; hablé un rato largo con Pilar, una mujer maravillosa, construida en la misma humanidad que él: con los Saramago se hablaba de igual a igual. Después fue a buscar a José a la habitación y volvió con él y con mi libro en la mano. Otra vez ante el escritor. Saramago me agradeció la inclusión de una línea suya en el inicio del libro: (…) Probablemente, leer es también una forma de estar ahí. Pilar me acercó el libro y pidió una dedicatoria. Cada vez que pienso en esa imagen me parece casi surrealista: el autor dedicando el libro, los Saramago esperando a que terminara, se había agregado al paisaje la escritora española Rosa Montero, en fin, otra de mis memorias queridas. Vuelvo a estas imágenes con facilidad porque José anda de ronda, puede andar de ronda por cuanto lugar se le ocurra. Es seguro que anda de cuidados con Pilar, pero puedo anotar que en esta mañana de escritura don José también miró por la ventanita de mi cocina y vio que los techos bajos del pulmón de manzana buscan asemejarse a un decorado de paisaje lunar en una película barata: Luna de barrio San Cristóbal, Buenos Aires. En ese último encuentro Saramago me obsequió Las pequeñas memorias, en la dedicatoria anotó: Compañero.
Cada paisaje se guarda en la memoria de mis patrias internas, y siempre al lado de mi agradecimiento; es bueno que el hombre sepa dar las gracias, es bueno que el hombre nunca pierda su condición humana, los dioses no existen, no hay pedestales, solo está la vida, y eso me lo confirmó la generosa manera de ser de José Saramago.
2 comentarios:
Hermosa reseña de tu encuentro con Saramago,
Y seguiremos visitando a nuestros muertos, que sin duda nos acercan a nuestra propia muerte.
Un abrazo
y la luz en el prisma
dibuja catedrales
el ojo desvasta multitudes
la piel cose el enigma
dios se ausenta por un rato
el caos derrumba la hermosura
y sin piedad llora la muerte
un abrazo
alba estrella gutiérrez
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