Acá
estoy, piba, sentado al escritorio para entrarle una vez más a la tinta. Podría
escribirte con tinta roja, pero elijo hacerlo en la portátil, no sé si te dije,
con ella recuperé la intimidad de la máquina de escribir. Ayer te escribí el
mensajito semanal, pregunté cómo andabas, y fue Laura, tu hija, la que me
contestó que vos, su mamita, se había ido al cielo.
Al
final me quedé en el barrio como lo había imaginado, sabía que no te iba a volver
a ver. Sabía además que vos también sabías. Creo que guardamos silencio porque hay
palabras, frases, ideas, que es mejor dejar ocultas en las sospechas, las
adivinaciones. Hoy caminé hasta el principio de tu memoria, fui con tu gente
hasta la puerta del crematorio en La Chacarita. Todos
tristes. Todos sabiendo quién eras.
Me
dije al llegar que habrá que aprender a caminar esta Buenos Aires sin vos: la
ciudad y los bares viejos, desde ellos el inicio del tiempo: de tu tiempo de estar
fuera del tiempo.
Sentado
a un banco frente al crematorio pensé en vos, y pensé en Julia, mi hija que está
a dos semanas del primer llanto. Supe también que cuando llegue ese momento vas
a estar conmigo. Siempre me gana un pensamiento cuando la vida muestra irónica,
sin concesiones, su doble faz: al principio las imágenes me sorprenden, luego aparece
una reflexión que al segundo ensaya una mueca burlona: porque es estúpido
sorprenderse de que en un mismo momento la gente pueda estar viviendo
instancias tan disímiles. Una pavada de pensamiento, lo sé, porque simplemente
así sucede, pero no lo puedo evitar, ante la realidad despareja, me sorprendo,
me maravillo y me siento culpable. Es entonces cuando me gana la sensación de
que es exactamente ahí, en ese cruce diverso de suertes y ausencias, donde
descansa la intermitencia de la felicidad en la vida. Estoy a punto de enterarme qué es ser padre
mientras vos te estás yendo, mientras te lloro en La Chacarita. Sabés,
la felicidad se parece a la intermitencia propia de un bichito de luz, y creo
que en lo posible deberíamos hacer memoria cuando enciende y, por qué no,
también cuando apaga.
Laura
leyó el poema Relación de Harry
Martinson, dijo que a vos te gustaba, dijo también que eras: “Una mujer
especial, una mujer cronopio, como le decía Edgardo”, y entonces la definición
saltó a escena. Es cierto, me dije mientras se me caían las lágrimas. Una buena
definición de Liliana Bustos, acertada, que se había escondido entre recuerdos.
Te cuento en dos imágenes: estabas contenta cuando disparaste la cámara sobre
el techo espejado del ascensor, la vez que me hiciste las fotos para Morir por Perón; y tu risa, bien
ruidosa, como siempre, cuando escuchabas mis historias durante nuestro último
café en La Perla
de Once.
Caminé
por una calle diagonal adoquinada. Me fui alejando lento. Te aseguro que cada
paso, cada adoquín retumbó en mi alma. Me encontré en un estado desmesurado de
conciencia de mí mismo. Supe más, todavía más, de mi sangre, de mi memoria: mi
identidad. Fue entonces que el llanto comenzó a aquietarse. Fue entonces que me
sentí reconfortado porque una persona como vos se quedaba en mí: vos, mi
hermana, una buena piba, se queda conmigo para el resto de los días.
En
agosto de 2007, mi
amiga Liliana expuso fotografías en la Fotogalería de la Facultad de Ciencias
Sociales, en la sede de Constitución. La entrevisté para el periódico Desde Boedo. Le pedí que me contara la
historia de la muestra El tiempo de los
bares.
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Liliana Bustos por Liliana Bustos en el café Porteño |
Tengo
nostalgia de una ciudad de Buenos Aires que va desapareciendo, un paisaje que
desde mi adolescencia se ha ido borrando raudamente, y dicho esto más allá de
la globalización. Transité mucho la ciudad, caminado, en colectivo, y me gusta
mirar. Tengo esa sensibilidad, enseguida me pega algo en el ojo, y tengo
memoria. Siempre trato de recordar qué había en ese lugar, y muchas veces me
entristece ver el cambio por algo modernoso, y no porque uno esté en contra del
avance, sino por la pérdida de rasgos que tiene que ver con nuestra identidad
porteña. Los bares siempre me gustaron, desde la adolescencia, me acuerdo, año
setenta y pico, que me gustaba caminar por Carlos Calvo porque estaba toda
adoquinada y por ahí descubrí un café, con una máquina de café grande, se ve
que el paisaje ya me interesaba, pero claro, todavía no tenía claro el por qué.
Hoy sé que ya venía influida por la poesía de Borges y otros poetas que tenían
que ver con la ciudad. Por ahí buscaba esa literatura en la calle, y muchos de
los paisajes existían, quizá no tal cual estaban anotados, pero sí estaba su
metáfora. El café tiene la facultad de ser un lugar de paso del tiempo; ¿y qué
clase de tiempo?, se podría preguntar uno cuando ve a un habitué de un bar que
va y se sienta, pide su café, no hace como nosotros que por ahí llevamos un
libro, para leer o estudiar, sólo se sienta y mira por la ventana; eso siempre
me maravilló, estar sentado fuera del tiempo y en tiempos en que todos corren
de acá para allá; también entran en escena los mozos, chaqueta blanca, botones
de metal, y todavía los encontrás, el dueño, y la relación que se establece
entre esos personajes. Con mi entrada en la conservación de fotos, tuve que
aprender a sacarlas, y me gustó, no creo que sea una gran fotógrafa, pero me
alcanza para atrapar el momento, ese tiempo que se pierde debido a la
desaparición de lugares, sobre todo en la década menemista del 90. Ser la
fotógrafa fue el camino para afirmar mi estrategia creativa, aquello que me
pasaba con los bares. Los bares eran un mundo muy diferente a este mundo en el
que vivimos, en esos lugares había tiempo, por ejemplo, para las relaciones,
tiempo para comunicarse. A lo largo de mi trabajo con los bares me di cuenta de
que hay tipologías, hay bares de campo, despacho de bebidas, que todavía marcan
el límite entre el campo y la ciudad, y la atmósfera a respirar se presenta
igual en lo rural y lo urbano, el desenganche del tiempo es coincidente. Muchas
veces una barra se “hace” altar, un centro del folclore nacional, las botellas,
la música, el fútbol, las fotos. Todo lo contrario me pasó en España, se toma el
café de parado, de caña en caña, como dicen allá, y nunca lo pude entender. El
café es el espacio de un tiempo especial para el habitante porteño. Muchos
desaparecieron, otros se van transformando, algunos salen bastante bien parados
y otros pierden esa identidad que los ubicaba en el barrio, por ejemplo lo que
ocurrió y ocurre en Palermo. Haría falta un recorrido por estos cafés, a mucha
gente podría no interesarle, pero hay a otra que sí y la movida no está
contemplada, debería existir un circuito turístico no oficial.
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Liliana Bustos |
Mi búsqueda
fotográfica tiene que ver con todo esto, y saqué las fotos yo misma, no quise
que otro las sacara, porque para mí era un descubrimiento, como una aparición
de ese Buenos Aires que yo buscaba, como te decía, desde mi adolescencia. Ese
Buenos Aires diseñado en su recorrido por la literatura; con cada autor que
leía, hacia ahí iba, a sus lugares. Y después vino la construcción de mi
recorrido, descubrir desde el colectivo o que un amigo te llame y te diga andá
ahí, anotar direcciones y llegar de visita, sentarme, tomar un café, pedir
permiso para sacar fotos otro día, y esto si realmente el lugar me impulsaba a
hacerlo. Se dieron situaciones muy lindas, me invitaban el café, los habitués
casi se ponían a mi servicio para ayudarme a hacer mi trabajo. Cuando la
cantidad de bares creció, los empecé a separar por barrio; te aclaro que no era
que aparecían diez por día, ahí también tiene que ver el tiempo, llevo casi
diez años haciendo este trabajo. Casi siempre encontraba algo de interés, un
centro, el famoso punctum de Barthes, y muchas veces lamenté mi limitación con
la herramienta, porque sabía que mi técnica no me permitía atrapar el ambiente,
lo que estaba vivenciando, con una mayor precisión.
1 comentario:
Hermoso Edgardo. Gracias.
(una amiga de las hijas de lili)
saludos
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