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Acrílico de Rolando Lois |
La calle del
cementerio era adoquinada. Inicié el camino hacia la salida. Lloraba, hacía
tiempo que no lloraba por la muerte de un amigo. No era la primera vez que
desandaba el camino desde el Crematorio de La Chacarita. Mi amiga Liliana había
elegido las cenizas.
En ese momento
me descubrí entrando a un lugar donde, al menos en estado de conciencia, nunca
había estado. Fue como estar dentro de una onda expansiva, fue sentirme
sustancia e impulso de recién llegado, y a la vez sentir la pertenencia a esa
misma fuerza en expansión. A poco de la experiencia encontré estas palabras
para nombrar lo ocurrido: un estado desmesurado de conciencia. Experimenté una
manera de quedarme sin límites. Fue ahí que sentí, entenderlo desde lo
intelectual fue trabajo para después, que era parte de una sabiduría, del
misterio de la naturaleza. Fue algo así como entender que no estaba solo. Sé
que en muchos momentos de la vida del ser humano, la soledad es el gran
peldaño, pero no hablo de ese correlato cotidiano, hablo de sentirme conectado
en la profundidad donde arañan las raíces. Me hubiese encantado poder contarle
esto a mi amiga Liliana, se hubiese apasionado, ella siempre caminó por mundos
distintos.
Sucedió que en
pocos días supe de abismarme dos veces, la primera: en el cementerio, la
segunda: momentos después de haber salido de la sala de parto donde nació mi
hija Julia, una semana después de la muerte de Liliana. Digo que momentos
después de haber salido de la sala, porque todo sucedió cuando la doctora me
entregó a Julia recién nacida. Apenas se movía, supongo que extrañaría el mar y
el silencio, y tenía los ojos bien abiertos. Voy a hablar de otra mirada. Nada
importa que alguien me quiera explicar que en el momento en que nace un bebé no
puede distinguir formas precisas. Yo hablo, como anoté, de la otra mirada. Ella
desde su mundo, y yo desde el mío. Hablo de un encuentro. Y en él, los
temblores, las emociones, y las preguntas. Porque dentro de mi hija había
fundada una manera de ser, de sentir y de sentirse, en Julia había un alma.
Pero había un alma: ¿desde cuándo?, y desconociendo el dato temporal, ¿cómo es
que nace un alma?, es más: ¿de dónde vino la suya? En voz muy baja le pregunté:
¿de dónde venís, hija?
Liliana era de andar
caminando entre mundos distintos, y tal vez yo también practique esa manera de
caminar, quizás a un ritmo más reposado, que es la mejor sintonía para
encontrarse con las ideas y las palabras sobre el papel.
En todo mi
papelerío manchado con mi intento de dar con la literatura, podría afirmar que
siempre le anduve husmeando el rastro a la muerte. No por miedo, sino porque
ella fue en mi vida, lo sigue siendo, inspiración y cachetada certera para no
dejar las acciones para mañana. Si mañana puedo no estar, si los próximos cinco
minutos pueden ser mis últimos cinco minutos, debo vivir hoy, ahora. Pensar lo
contrario es ser un creído, un semidios de lo más estúpido y simplista. Debo
admitir que esta clase de ejercicios cercanos a la búsqueda de algún tipo de
filosofía de vida, lo llevan a uno a afantasmarse cuando, en tren pensamientos,
búsquedas y cuestionamientos, uno da, por ejemplo, con la incómoda sensación
que brinda entender la absurdidad que rodea la existencia toda.
Entonces me
encuentro en una encrucijada. No toco blues, pero es cierto que lo escucho con
pasión. Me descubrí en tratos con una pertenencia, un barrio que queda un poco
más allá, pero en el “mientras tanto” lo absurdo de una existencia insípida
llena casi todos los casilleros.
Los viernes por
la noche acudo a la catedral. Se entra por una puertita plena de misterio y
enmarcada por una gran persiana que preserva el teatro del mundo. Está ubicada a
una cuadra de la plaza y a un lado de la catedral verdadera. Se la conoce como la
catedral del asado. En ella se juntan diez o doce amigos a comer. Ellos también
van por la carne y el vino tinto, “hacen” misa clandestina. Cuando se acerca el
final de la ceremonia, cuando las brasas se alejan en soledad, todos levantan
sus vasos al cielo de chapa y brindan por los ausentes: Mingo y el Negro
Carnevale. Estoy seguro de que más de uno esconde, muerde la lágrima. Es
emocionante ser testigo y ser parte del homenaje.
Ahí no quedan dudas: no hay soledad en la naturaleza,
y no quedan dudas de lo absurdo del recurso, pleno de impotencia, ante el
hambre voraz del abismo y el gran misterio. Mientras tanto, nosotros, los
afantasmados, a conciencia limpia o fragmentada, porque nunca olvidamos que la
muerte nos espera, nos aferramos a la memoria.
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