Es la fragilidad
de la vida la que siempre me empujó a más, la que me llevó a que nunca bajara
los brazos por más que desde el norte vinieran degollando ceibos. Porque es la
vida, hermano, como el grito de esta vela: palabra de luz y de calor, un punto
vivo que siempre está dibujando un nuevo contorno. Es también la palabra de
fuego. Hay un desgarrón a cada estocada del viento: no sabe de un día de
ausencia. La llama tiembla, duda, se estremece, sueña, parece que se muere, que
ya no quiere ni un minuto más sobre la frontera. Cuidado, el abismo que
acompaña a la existencia está siempre a la mano, es una sombra atenta a los
paisajes. La fragilidad, la finitud acecha. Sin embargo, muchas veces, la
cintura de la llama se las arregla y sigue el baile durante tres minutos más, y
hace esquina, y vuelve a presentar batalla en el barrio que la vio nacer. La
vida es una vela encendida que pasa de una mano a otra: el tiempo de viaje, el
tránsito entre las señales de nuestros días y el aroma de nuestras almas. Si mañana
no voy a estar, así me dije siempre, debo trabajar la llama de este empeño.
Entonces pude arder hasta el grito y la despedida. Y corrí el riesgo de mirar
más allá, porque estaba vivo, porque tenía una idea: rendir homenaje a cada
centímetro de la cuerda, la que nos acomoda el aliento necesario para
levantarnos cada mañana. Lo hice cada vez: desperté y abrí los ojos, como lo
hace cualquiera que siente el empuje. Me levanté rápido, lavé mi cara y me
encontré en el espejo. Pensé: está bien, estuvo bien. Esta vela se puede apagar
cuando nazca el silbo del último viento.
domingo, 6 de julio de 2014
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