La sombra es el
perro más fiel que conocí, le dije a Batuque, mi perro, que muerto duerme su
ausencia bajo la sombra del limonero. El mundo es una sombra, pensé después.
Alma pura, cuentan que es todo el cuerpo de la sombra. Recomiendan también que
hacia ella hay que mirar, que a ella hay que invitar un café para saber de
quién, o de qué se trata la persona que nos interesa desentrañar. Llegar a la
mujer a través de la sombra de su mano, de su pelo, de su pollerita de dibujar
nuevos barriletes sobre el cemento. Nada más hermoso que intentar ver la sombra
de una mujer que usa boina, una sombra de esas que salen a desestabilizar la
noche. Intentar ver el dibujo para conocer sus secretos y sus placeres. Ver en
la sombra como si leyera la mejor poesía, como si oteara las señales en la
borra del mejor café. Es que mirar en la sombra es un oficio que roza y se
nutre en lo fantástico. Hay infinidad de sombras en el mundo de adentro y en el
de afuera; tantas sombras como almas cuando se mira desde un quinto piso o
cuando se mira hacia las memorias de quienes fuimos. Un alma y una sombra,
luego un puñado de decisiones. Le digo a Batuque que Rolando, nuestro padre,
siempre pintó sombras en el cielo y en la tierra. Él no cree en Dios, cree en
la sombra. Por eso, pienso, pero no le digo, que Batuque duerme bajo la sombra
del limonero, y yo miro en las sombras de la mujer, y obvio, en las mías. Tomé
la mano de la muchacha de la boina, la noche quedaba en San Telmo, y con una
luz en la ochava, vi sobre los adoquines que nuestras sombras andaban de la
mano. Íbamos camino al primer abrazo.
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