De pibe viví en la provincia de Buenos Aires,
en el oeste, en Martín Coronado. La
Capital quedaba lejos, y se la visitaba de vez en cuando. Fue
aventura de pequeño viajero ir a algunas canchas de fútbol. Fue aventura
recorrer también varias galerías de arte en una tarde. Mi papá me llevó a ver
fútbol con hinchadas amigas, y a ver exposiciones, a conocer pintores y
pinturas. Al parecer la vida sucedía en la Capital. Mis ocho
años de viajero entre dos mundos me llevaron al convencimiento de que más allá
de la General Paz,
después del tren y el subte, se llegaba a una tierra de misterio, belleza y
pasión. Sucedió que mi papá, en un diciembre, llegó silencioso portando una
maravilla técnica. La ocultó sobre el techo del mueble donde se velaba la porcelana
que nunca se usaba en la mesa de todos los días. Mi papá pintaba su arte, y a
mí, quizá por esas posibilidades que ofrecen los viajes, se me dio por
encontrarme de maravillas con la lectura. Entre Julio Martín, mi abuelo poeta,
y los libros, pronto me darían ganas de jugar a ser escritor. Lo oculto se
rebeló en la nochebuena. Venía en bolsa de plástico. Plegado con suma
prolijidad. Tenía esqueleto mínimo de alambre, y una boca ancha como para
entrarle con un beso audaz a la explosión de la noche. Mi primer mensaje a otro
cielo del universo lo envié a bordo de un globo con coraza de papel. Se elevó
lento. Llevaba el corazón caliente, igual su saliva. No llevó palabras mi
mensaje, consistió en el más puro asombro de pibe. El artefacto llegó desde la Capital. Durmió un
último sueño antes de entrarle al misterio de mi provincia.
martes, 4 de marzo de 2014
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