Alquiló dos mesas, una silla para descansar y una
canasta para bien cuidar los rollos de hilo. Mañana es 1° de noviembre. Ella vende
barriletes. En otras tierras los llaman pandorgas o papalotes. Vende muy barato
para que todos puedan tener el suyo, para que todos puedan recibir a los
muertos que aún viven en el inframundo. En el alba del 1° su dios abre la
puerta durante un día para que las almas visiten sus casas. La familia amanece
con el sol y esparce flores de muerto en el umbral y ramos en las ventanas. Hay
velas, frutas y legumbres frescas, un vaso de agua y una botella de
aguardiente. Que ellos sepan: no fueron olvidados. Lo sabían sus antepasados,
lo sabe la vendedora. Malos espíritus hubo en todas las épocas. La gente comenzó
a colocar cintas de papel, que en contacto con el viento, producen un sonido
molesto para los malignos. Ellos pueden atentar contra las cosechas, causar
enfermedades, matar. Esas defensas en papel y viento derivaron en la forma
mágica del barrilete: defensa y puente. Se terminan de armar en el camposanto y
son izados a las cuatro de la mañana del 1°. Vuelan hasta las cuatro de la
tarde. A la madrugada del día siguiente la gente vuelve al cementerio con
velas, para que sus muertos encuentren el camino de regreso. Los niños rompen
los barriletes que volaron, y se elevan los que quedaron en tierra. Con ellos y
la ayuda de los ancianos, los espíritus jóvenes suben al cielo. Luego del
vuelo, los barriletes son quemados en el cementerio, para que el humo sea la
guía de algún espíritu vagabundo rezagado. Hay un barrilete que no sirve. Ella
no lo sabe.
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