El pibe Rolando fue
testigo de la jugarreta desesperada de su padre. Plena década del 40 en el
barrio de Boedo. En noche de luna pobre, Julio Martín, el padre, abrió el
cajoncito de la mesa y extrajo el tesoro. Todos dormían en la pieza. Abrió el
envoltorio de papel de diario. Observó. Dio dos pasos hacia la puerta, pero
desde la oscuridad Rolando dijo presente. Intentó que el pibe siguiera en la
cama, pero fue imposible. Caminaron los dos por el patio de tierra hasta el
galponcito de madera. Sobre ese patio Rolando, un día, enterró un tesoro: una
vieja escupidera repleta de bolitas. No hizo mapa y se perdió el dato del lugar
en su memoria: pudo volver a las bolitas sólo en sueños. Julio Martín buscó las
herramientas necesarias y la escalera. Enfilaron hacia la puerta de calle.
Independencia dormía tranquila. El hombre extrajo del bolsillo del pantalón la
primera señal: la chapa enlozada con el número 3769, y entonces el local del
frente perdió su número original: 3763. Julio Martín miró su obra y procedió a
correr la escalera. Del bolsillo salió el número 3771, que al ser izado bajó el
3765. Vuelta a mirar: padre e hijo, en la noche y el silencio, trabajando por
la familia. Se movió la escalera y entonces subió el 3773 para ser arriado el 3767,
que era el número de la casa del gallego Ortega, el padre de Pichín. Julio
Martín sabía desde hacía unos días que se venía el desalojo, una vez más en la
vida familiar había que ganar tiempo para la huida. Entonces actuó de manera decidida.
Marchó en la noche con destornillador, escalera, y Rolando. El oficial de
justicia de pie, eterno, con su mano derecha apoyada sobre la puerta. Pasaron
los años de su eternidad y nunca pudo despegarse de esa imagen. En sueños
volvía sobre la chapa enlozada donde se leía el número del domicilio:
Independencia 3771, y la dirección errada que llevaba el papel de la justicia. Así
lo sueña Rolando. Él me contó la gambeta que hizo mi abuelo. Es una historia
que voy a contarle a Julia, mi hija.