Obra de Francisco Lazo Toledo |
Ayer mi
amigo, el poeta Rafael Vásquez, me envió un poema. Su título: La epidemia:
Y el mundo
enloqueció. / Suprimidos los besos, los abrazos, / el apretón de manos, / ya no
quedó el saludo, / la charla sin horario en el café, / la muestra del poema. /
Hubo una desconfianza geográfica de voces, / horarios sin sentido, / consejos,
advertencias / y una sombra del miedo. / La vejez encerrada tras la ventana
abierta / para atrapar al sol en su paso cortísimo. / La puerta, una olvidada
maravilla perdida. / Algo hay que sobrevuela la ciudad que perdimos: / todo
parece lejos. / Y el tiempo es una duda que sugiere contarse / con otra cuenta
extraña casi desconocida. / La ausencia es sólo un eco del canto de sirenas /
que atormentara a Ulises. / Cuándo es una palabra que el idioma ha extraviado.
Desde cuándo la lluvia en mi memoria. Desde el pibe
que fui en el Martín Coronado de infancia. Desde la primera vez que vi la
lluvia, caer sobre la grande ciudad de Buenos Aires, a través de la ventana de
un bar. El aroma húmedo de la madera y el tiempo. Cuándo esa primera vez.
Cuándo la primera lluvia en un bar mientras aguardaba a la mujer que quería
conocer. Cuándo la lluvia que guarda mi primer libro. Cuándo la primera lluvia
que le enseñé a Julia bebé: cuándo la primera lluvia que te escribí, mi niña.
La primera lluvia dentro del aislamiento comenzó el
sábado sobre las baldosas de Muñiz. Luego el recreo del domingo. Solo nubes.
Ahora escribo guardado en el dormitorio, escaleras arriba, cerca de mi cielo.
El resto del departamento a oscuras. Llueve con ganas. Desde la radio comentan
que el cielo está negro, que viene como flor la tormenta. Escucho blues. La
lluvia caerá una vez más sobre las chapas del techo. Escribo, ahora, en este
día, luego de casi tres días sin ser en mi lluvia, este oficio de contar.
Se recomienda lavarse las manos con jabón. Lavate
todas las veces que puedas. Lo pide el gobierno Nacional, y lo pide el gobierno
de la Ciudad Autónoma. A pasos de Retiro y de Recoleta, está ubicada la villa
31. Hay sectores que no tienen agua. No es muy efectiva la Ciudad en cuidar a
sus ciudadanos de segunda y tercera. Después de un mes de aislamiento apareció
el primer caso de covid19. En diez días hay más de cien. Ya se alumbró el
primer muerto en la villa. Hay sectores que siguen sin agua, sin comida, a la
deriva en la casita, en el pasillo angosto, como si todo el cuento fuera una balsa
en medio de nuestro mediterráneo.
De a poquito se bosqueja la ceremonia de hacer camino
por Boedo. Recupero la felicidad de ayer. Camino sintiendo que camino, que dejo
en el andar una mirada a cada paso. Andar a consciencia. Haciendo la vida en el
barrio, caminándolo, tomando su aire de urbanía,
lleno mi almario de tinta, y en ella,
entonces, las presencias: mi abuelo Julio Martín, mi viejo Rolando Augusto;
desde sus manos, una mañana de sábado, llevé de la mano a Julia, mi hija. Una
primera marcha por nuestro Boedo de Buenos Aires. Recupero la felicidad de
estas memorias mientras miro y veo en estos días de aislamiento.
Salí a las dos de la tarde de un día que se construía
a sol y nubes. Con viento.
Por Garay, la vereda del sol, caminé hasta Boedo. A
pesar del barbijo, la sensación era ante todo respiratoria. Un aparecido
fantasma, un aroma de libertad. No había muchas personas en tránsito. Algunas
filas frente a comercios. Velocidad en la avenida. Doblé por Boedo y comencé el
regreso, la subida, por Inclán. Más tiempo bajo el sol. Sobre esa mano, a una
distancia de media cuadra, vi que una anciana, encorvada, encorvadísima, se
esforzaba por recoger las hojas amarillas caídas desde los tilos. Vereda
grande. No era una casa, vereda amplia de depósito, cortinas metálicas bajas.
En un extremo de la vereda una presencia: pala plástica azul, sin mango. La
anciana vestía sacos marrones encimados, pollera, pantuflas, medias cortas. Su
herramienta: un escobillón raquítico. Cuando ya estaba cerca de ella vi que se
agachaba para juntar a mano cada una de las nuevas hojas que traía el viento.
Ella tan encorvada, tan cercana al piso, tan ensimismada en la búsqueda de una
perfección, como siempre, imposible. Ese impulso de hacer un poco más. Cuando
no se es más que el impulso más simple.
Un cartonero en la bocacalle, en cada encrucijada
blusera. Bicicleta y carrito integrados en su máquina de ganar pan. Es lo que
hay, diría mi amigo Luis.
Por la misma Inclán avanzan dos muchachos, uno lleva
los restos de un viejo colchón. Lo carga como recién comprado.
Mis pasos hacia San Juan, avanzo por Muñiz. La
velocidad delineando en colores la avenida. Otro muchacho acarrea un viejo
colchón.
Vuelvo a caminar, cada vez con mayor decisión, por
Boedo, mi barrio, donde la memoria vive dentro del paisaje y las criaturas. Se
resiste en aislamiento, haciendo la vida que se puede, la que se deja hacer.
Tres camas casi listas para usar. No son camas de
hospital. Tienen una misma intensidad de exilio. Aparecidas en la tarde. En
tránsito hacia la noche florecen las mariposas errantes. En unas cuadras de
Boedo. A la vista de los pocos que caminan por el último ademán del domingo.
Hay cierta calma en la ciudad. Una de esas calmas que anticipan tormentas. “Nos
piden que nos lavemos las manos”, dijo Ramona Medina de la villa 31, en Retiro.
Dijo, apenas unos días antes de morir por la doble pandemia: la primera traída
por el Rey de Amarillo, la segunda por el virus que llegó desde el cielo. Así
dijo Ramona Medina: “Nos piden que nos lavemos las manos, y no tenemos agua”.
Abrió la canilla y ni una gota. Mamá Ramona ya no está en casa. Aquellos que
duermen sobre las veredas de la ciudad faltan de casa desde la primera
pandemia, la neoliberal, y continúan jugándose en la falta durante la pandemia
segunda, la del bicho que no sabía volar, pero llegó desde el cielo de las
clases otras.
La liebre pertenece al dueño del campo por donde corre. La vida del pibe que, con gomera y piedras, intenta voltear la carrera de la liebre veloz -la que tiene dueño desde el primer tranco en este relato- también pertenece al dueño del campo. El dueño es creyente. Cree en él, en su propiedad, su dios, su derecho. Por eso vio la liebre y vio al pibe. Y vio su lado del alambrado. Su propiedad privada se hizo camioneta furiosa, y arrasó con la vida del pibe. En aislamiento, allá por Cañuelas, la liebre escapó de la piedra y la gomera que no fue. La comida del día tampoco fue. Alex Campo, de 16 años, no volvió a casa.
Pasó por sobre su hambre toda la historia política de
esta tierra. Rugía la bestia negra, acelerador al máximo: estanciero, dueño de
la tierra, asesino. Una crónica de asesinato político en estos días de
aislamiento.
Nunca en mi vida había caminado por la calle Juan
Bautista Jantín. Por ella llegué hasta el cruce con Metán. Boedo en otra de sus
encrucijadas. En una de las esquinas del nuevo blues, apareció la casa. Volaba
el artefacto celeste. La nao pobre de barrio de provincia. Volaba como recuerdo
de mis días de infancia. Pared rústica en cal vieja. La dirección aparecía
pintada, en buen tamaño y con aerosol, a la derecha de la puerta de entrada.
Luego, imagino, un simulacro de lomada, una herramienta fantástica, la llevaba
a una altura de primer piso. Volaba gracias a la ropa colgada de alambres
sostén de un invisible palo mayor, y colgada también de sus barandas de nao que
regresa desde la tierra donde fui pibe. Como flecos: pantalones, camisas,
remeras, apenas húmedas al sol, se agitaban en el viento de la tarde. Volvía de
lejos. Una casa de Martín Coronado, refugio al lado de la vía y al lado del
otro lado de la vía. Descubierta, al fin, en Boedo. Como barca que vuela,
retorna entonces en esta cartografía de ciudad en aislamiento.
Escuchar los colores del otoño, ocre y
marrón, en la velocidad del viento, tan libre sobre Avenida Boedo, entre Las
Casas y Pavón. Susurra el viento, trae el viento, por entre las ramas de los
plátanos -tan altos- presencias y confesiones; esas historias prohibidas que
guardamos todos, ay de los humanos de humana tentación. El viento chamuya entre
los plátanos de la avenida. Entre la hojarasca. Caídas sobre las veredas:
páginas de memoriosa escritura nacen novelas, relatos, textos anotados en la
libertad del otoño que aroma colores en el viento. Siempre el viento bajo este
cielo, entre las hojas, sobre la vereda, la vida, el aislamiento en domingo
lento.
4 comentarios:
Muy bueno
Brillante escritura. Con su estilo propio, Lois nos deja párrafos para atesorar. Trato de memorizar dos, tres, y repetirlos de memoria poniéndoles comillas, porque esas letras tienen dueño:Edgardo Lois.
Me gusto mucho..
El presente cercano, los recuerdos, la reflexión en libre asociación envueltos en una bella descripción.
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