Grabado de Juan José Cartasso |
Había una
vez un muchacho de barrio. Lo hubo.
Quien fuera
aquel muchacho, en estos días, a primeros de 2023, mientras despierta en una
mañana de Boedo, se descubre regresando al 3 de febrero de 1981. Quizá debido a
la cercanía calendaria. Vaya uno a saber. La memoria sale a jugar por la puerta
que mejor convoca. Un poco de misterio. Otro tanto de azar. Pero regreso
cierto. Sucedió entonces que las ventanas del día dejaron entrar el aire de
aquel ayer con muchacho de barrio incluido.
Fue
creciendo la enredadera de los recuerdos durante los días siguientes. Un recupero
de imágenes y palabras. Diálogos. A la sombra de esta mecánica del regreso, se
aprontaba un inicio de escritura.
A unos
meses había quedado la experiencia de la revisación médica. Ese 3 de febrero
del 81 me presenté -porque la patria lo mandaba, yo ciudadano- en el distrito
militar, para mi incorporación al servicio militar obligatorio. Sí, soy de los
tiempos cuando el ciudadano estaba en edad de merecer –después se verá qué-, y
entonces se transformaba en colimba (COrre LIMpia BArre).
El día
arrancó tempranito en la casa de infancia. Martín Coronado, provincia de Buenos
Aires. En camino. Un paisaje sin detalles. Llevo mis manos libres. Un porta
documentos marrón en el bolsillo del pantalón. DNI y algunos pesos. Empezó el
viaje hacia un destino de cuartel. Colectivo entre verde y gris, oscura su
facha. No hay registro de tiempo de viaje. Se abrió el portón principal de la
Escuela de Caballería de Campo de Mayo. Ingresó la fila de colectivos. Nos
ubicaron en el playón principal. Fuimos separados en grupos. Hubo gritos,
puteadas, y listas y órdenes que cumplir. Todos calladitos bien la boca. Un
sargento nos informa: Acá los huevos los dejan colgados del alambrado. Un
universo impensado se había puesto en funcionamiento.
En una
punta del playón daba su presente una construcción alargada. Una fila larga para
entrar. La salida en el otro extremo. Entraban ciudadanos. Salían reclutas,
tagarnas, colimbas para todo servicio. Dentro de la fábrica multitud de
puestos. En uno cambio de ropa. La civil a una bolsa. Y había hasta
calzoncillo. La patria me vestía completo. Yo le pertenecía a la patria. En el
futuro me preguntaría de quién era la patria, pero esa es otra cuestión. Ropa
verde oliva y, provisoriamente, zapatillas blancas. Otro puesto: peluquería.
Fue impactante verme sin los rulos, el pelo largo. ¿Quién sos? ¿Y vos dónde
estabas? No me reconocía. Estaba perdiendo referencias. Por eso, creo, además
de mi estupidez de muchacho, cuando tocó el puesto a cargo del cura, apareció
un cortocircuito. ¿Religión?, preguntó el representante de Dios. Ninguna, dije.
No puede ser, cómo no va a tener religión, ¿y sus padres? Tampoco, contesté. Un
pedazo de inconsciente. Qué poca idea sobre el mundo donde acababa de caer. La dictadura
estaba en el aire.
Recuerdo
que fui sorteado y me tocó ejército, y que mi ignorancia declaraba en voz alta,
típico de joven batracio nublado, que este muchacho de barrio quería hacer el
servicio. Pero un puñado de días en el baile empezó a acomodar los melones. El
muchacho que se sentía valiente por tener que afrontar el desafío; el muchacho
que tenía la calle del barrio, ese mismo que ya había descubierto la gran
ciudad, y que no era un nenito de mamá y papá, se la iba a aguantar. Luego de
comenzados los insultos, las humillaciones, los golpes, en la noche, cuando se
apagaban las luces de la cuadra donde dormían 230 colimbas del escuadrón Comando
y Servicios, se escuchaba el llanto de los más quebrados por los representantes
del gran ejército argentino. El muchacho de barrio que fui, sintió el dolor de
sus iguales, comprendió el llanto. Me pasaba que no podía creer la locura que
se generaba dentro del cuartel. A veces, en uno de los tantos regresos escritos
a aquella vivencia siniestra, el recuerdo de la barbarie me hacía dudar de la veracidad
de los hechos. Tal vez la necesidad de mentirme un poco sobre momentos tan dolorosos.
Mejor no hubieran ocurrido, por las víctimas. Ojalá nada tuviera para contar.
Diana a las
6 del día. Desayuno lavado y al campo de instrucción. El sol de febrero que no
colaboraba. Todo ardía camino al polígono de tiro. Al mediodía vuelta al
cuartel. Hora del rancho. De la comida. Recuerdo el día del locro picante. En
la mesa no nos sirvieron agua. Había hambre después de una mañana movida. A los
piletones a lavar plato y cubiertos. Un milico a cada lado de la línea de
canillas. Prohibido tomar agua. Aquel que osara sería anotado en una lista de
privados de franco, para el día que tocara utopía. Luego formación en el playón
bajo el sol. Algunos no aguantaron y cayeron desmayados. Recuerdo que al
seminarista le salía espuma de la boca. La patria, sus hacedores de cuartel,
tenía ese no sé qué. Gastaba chistes macabros. Después volvimos al campo de
instrucción y castigo.
Había un
gringo grandote. Un muchacho bueno que venía del medio del campo en la
provincia de Buenos Aires. Hombre de tractor. Explicaba el sargento el uso del
fusil automático liviano. En ronda, arrodillados, unos 20 colimbas. Sargento
que pregunta a gringo, y éste que llama escopeta al fusil paracaidista con
culata rebatible. Sargento que extiende la susodicha culata, y golpea con la
misma la cabeza del colimba. Corte, sangre y enfermería. A coser mandaba la
patria, la de ellos.
Después de
unos 20 días recibimos la visita de nuestros familiares. Esas personas queridas
que uno extraña cuando quedan fuera del cotidiano. De ese tiempo simple que
cuando se es joven, poco se registra. Mamá, papá y hermano sorprendidos frente
al flaco calcinado por el sol que aseguraba era su hijo, o lo que quedaba de él.
Todos los familiares llevaban bolsas con comida. Una vez terminada la visita,
se requisó todo alimento considerado valioso. Vía libre para los suboficiales. Al
colimba le quedó la bolsa con aquello que no interesaba.
El
escuadrón, el cuartel, el ejército todo funcionaba como un gran gallinero. El
oficial de caballería, de mínima una familia acomodaba, podía pasear a caballo por
el cuartel, y junto a su damisela. Los suboficiales cuidaban del bienestar de
los equinos, de la suerte relativa del soldado, de las guardias. Con cara de
poco amigos esta casta inferior los observaba a distancia. Pasaba muy seguido que
un oficial llamara la atención al suboficial de mala manera. Casi siempre
frente a los soldados. Vos estás a mis órdenes. Yo soy tu castigo. Soy quien te
humilla. Ahí es donde para sobrevivencia de la oficialidad, el Estado proveía a
la suboficialidad de carne fresca de ciudadano que venía a recibir el odio que bien
derramaba desde los palos más altos del gallinero. El cabo, cabo primero,
sargento y demás replicaban el maltrato recibido. Sin límites. No tenían
derecho a un caballo, pero sí a humillar el hormiguero de los ciudadanos en
edad de merecer (a esta altura de la memoria, ya se sabe qué).
Cada vez
que regreso a los días de colimba piden permiso dos soldados. Uno siendo
castigado en el campo de instrucción. Ocurrió que el suboficial daba cátedra a
un grupo de colimbas. Todos de pie. Círculo cerrado alrededor del dudoso
maestro. A no más de 150 metros baja un gran helicóptero de dos torres con
hélices. Fue inevitable. Los colimbas miraron hacia el aparato. El maestro se ofendió
frente a semejante desprecio, y ordenó carrera hacia el helicóptero. Todos
corrieron. O mejor, todos menos uno. Un soldado no acató la orden. Ofensa
mayor. El asunto no pasó de un baile más para todos, menos para el soldado que
no corrió. Sufrió castigo físico por parte de distintos suboficiales. Se lo
pasaban como a una pelota. Insultos, patadas, salto rana, flexiones, cuerpo a
tierra sobre los cardos, aplaudir cardos, saborear el chupetín de campaña. Todo
el día castigaron al soldado que no corrió. Pocos días después el soldado tuvo
la baja. La razón era que no veía a más de dos metros. Nunca vio el
helicóptero.
El otro
soldado estaba desesperado. No aguantaba más el maltrato. Hacía ya unos dos
meses que nos daban como en bolsa. Llegó la primera guardia de los clase 62. Debíamos
cuidar la patria, la de ellos. El soldado, ni bien quedó solo en el puesto de
guardia del polvorín, cargó el fusil, apoyó culata en el cemento, y disparó.
Estuvo meses internado en el hospital militar de Campo de Mayo. Era hombre
rengo cuando le dieron la baja.
Un universo
enfermo se había puesto a rodar sobre la vida de aquel, mi muchacho de barrio.
Estoy de regreso, recuerdo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario