Collage: Mario Bellocchio |
Imagino que
ocurrió durante una mañana de hace unos años. En el barrio. En esos tiempos de
mi regreso a Boedo. En un momento hubo una magia, una flecha llegada como disparo
sensitivo. Un aviso. Un detalle a encuadrar y entonces el disparo polaroid, el
click que detiene para fijar la foto en el collage de la memoria. Una jugarreta
de morondanga, de esas que, a veces, tienen que ver con el destino. Un
sucedido. Un había una vez. Vi al hombre.
La avenida
Garay respiraba en su zumbido. El hormiguero había recibido la patada
fundacional del día. El día como asociado del destino. Una suelta de hormigas.
Cada una esencial a su historia. Cada una dueña de su verdad. Debido a la
acción escultora de los vientos indicativos de los tiempos, las hormigas de
nuestro hormiguero, andan de abrazo desaforado con la verdad. No cotiza en esta
sociedad veloz, por ejemplo, la duda, y la sana costumbre de hacerse las tres
preguntas que aconsejaba Saramago: ¿por qué?, ¿para qué?, ¿a quién favorece que
suceda aquello que está ocurriendo? La mayoría de las hormigas habitantes del
gran hormiguero que es la ciudad, no duda.
Vi al
hombre porque su presencia era un componente repetido dentro del plano general.
Así en casi todas las aperturas de la película del día. El recorte de barrio
que toca en suerte. El hombre estaba ahí. Siempre en tránsito. A pie o en una
bicicleta roja. Modelo de ayer. Hasta puede ser que, tal vez, sea la misma de
cuando muchacho. El hombre lleva o trae alimentos en una bolsita plástica de
almacén. Un par de compras simples. Dos flautitas. Un paquete de fideos. El
viento hace flamear la bolsita a la manera de los flecos de un barrilete de
infancia.
Hubo
entonces la presencia general hasta el día en que explícitamente vi al hombre.
Llamó mi atención. De estatura baja. Andar ágil. No corre, pero tampoco pide
por favor por un paso más. Su edad: setenta y pico. En verano viste camisa
manga corta y pantalón jean gastado. En invierno campera negra de cuero. Cuando
monta la bicicleta usa el broche que muerde el pantalón, como ayer. Siempre
camina solo. Nunca vi que alguien, a la pasada, le brindara un saludo. Lleva
una cartera chica de cuero con una correa larga. La cruza sobre su pecho.
Vi que
entraba y salía de una casa de puertas altas y flacas. Sobre avenida Garay.
Después de la puerta, un largo pasillo hasta el corazón de la manzana. Cuando
sale con bicicleta, la apoya contra un árbol, y cierra la puerta de calle. Se
mezclan las imágenes de tantos días de cruces fortuitos por el barrio. Un día
vi que caminaba rengo. Pensé en la bicicleta roja. ¿Podría volver a ella como
aún vuelve al barrio? Rengo, pero volvía a las veredas, al mientras tanto de las calles. Así como existió el día para la duda,
existió el día en que lo vi en la bicicleta. Otra vez. De regreso en el tiempo.
Nada sé de su infancia, de sus días de muchacho. De su vida presente. Quizá sea
el andar por el barrio la señal que invita a que el otro imagine sucedidos.
Vi al
hombre en los tiempos del barbijo. Del silencio en la avenida. De la soledad
acentuada en cada una de las posibles suertes y no tanto. Aroma de ausencia. Vi
al hombre transitar la pandemia con su barbijo blanco. Aquellos días en que el
contacto con el otro se resumía en un hola y chau ofrendado al chino del
mercadito. En las miradas del miedo. En la avenida donde se escuchaban los
pasos propios, vi, algunas veces, al hombre sobrevivir a la sortija que colgaba
a diario en la calesita de la Parca. Paso a paso. Un día a la vez.
Hacia
finales de la pandemia, vi al hombre esperando ser atendido en un kiosco sobre
avenida La Plata. Antes que él una familia: mamá, papá y su hijita. Cada uno con
un alfajor. Era la felicidad. La feliz polaroid retrataba el aroma fugaz de la libertad.
Feliz consciencia que pronto evapora. Vi que el hombre se detenía ante el
momento de la familia. Contemplación sin apuro alguno.
A veces, y
especialmente en los últimos tiempos, creo percibir que se cruzan nuestras miradas.
Eso parece cuando se da el encuentro sobre la misma vereda. Como si él también
supiera de mi existencia en la película del barrio. Y como si él mismo supiera
que guarda historias de la misma manera que el hombre que se sienta a una mesa
en un café. Regresar, releer, un puñado de historias mientras pasa el tiempo.
Historias como las que guardo. La magia de pensar sucedidos en el silencio de
la memoria. Vi al hombre llevar sus recuerdos en su tránsito por el barrio. Hay
veces en que siento el impulso de acercarme, de decirle que lo vi, un día, en
un tiempo de hace unos años, que lo sigo viendo, que me gustaría contarle mis
historias, que en tantas páginas en blanco vengo imaginando su esencia, y su
andar de vecino fundador de las mañanas.
No somos
parecidos en lo físico. Lleva más canas que yo. Descubrí que en este hombre me
hermano en la repetición. El repetido hecho de ser en el día una persona cualquiera
que anónima transita por el mapa de la isla donde nos toca el tesoro. Es en la
condición de ser un cualquiera en la calle, donde en pleno tránsito, se ensaya
la pertenencia social al lugar, a la época. Es ese diario trajinar el que nos
aroma en el tiempo llano de la historia chiquita que se murmura en los barrios.
Ser en la repetición del gesto humano. Somos también una vez que regresamos a
nuestros refugios. El del hombre que vi, y el que me guarda, desde donde ahora
escribo. Ambos manzana adentro. Ambos refugio luego de transitado el retorno
por un largo pasillo. En el refugio de lo íntimo también somos identidad,
memoria. Un paisaje repetido. Una y otra vez en la misma polaroid maquillada, y
en ellos, los lugares queridos, nosotros, los anónimos, los cualquiera,
mientras dure el silencio, la distancia, la vida. El soñado encuentro con la
alegría en el mientras tanto. Siempre
agradecidos al regreso. Desde la repetición del buen gesto somos en el universo
mínimo, tan a la mano. Es en el barrio donde todos somos en la identidad del
río.
Conocí al
hombre de vista. Como sucede, a veces, conmigo mismo: tanto es lo supuesto.
Porque tal es la magnitud del enigma, del misterio, del humano universo que
somos o que creemos ser. Multitud de almas -ahí vamos, con la temeridad de
pretender llevar los puños llenos de verdades- cuya luz habla del pasado. El
sueño de un cielo oscuro estrellado habita en cada refugio.
Ocurre hoy
que casi a diario veo el tránsito del hombre. Siempre por las mañanas. Lo veo
doblar en una esquina montado en su bicicleta. En camino, bolsita en mano,
volviendo al refugio. Hombre con barbijo. Otro que está de regreso. Hombre en
el barrio. Por las mañanas. Lo veo aparecer como fantasma que, a poco de
dejarse ver, toma carnadura, se acentúa. Ocurre parecido con el señor que vive
en el espejo del baño en el refugio. Cruzamos las miradas. Paso a paso. Un día
a la vez.
Después de
las apariciones. Como sucede siempre desde que tengo memoria: la escritura. Esa
necesidad de ver la polaroid en el aire, y el gesto de guardarla. La escritura
aparecida tienta a la imaginación, a las preguntas que sugieren la existencia
de al menos un misterio. Un tesoro a contar. No importa su forma. Nada más
simple que la historia de un hombre que camina en su barrio. Hace la eternidad
de los últimos años que escribo a este hombre. Aparecido también en el barrio
de la hoja en blanco y tinta roja en la lapicera, en el barrio de la pantalla
en blanco con cursor titilante que solo sabe de memorias. Decía, aparecido
entre la palabrería del oficio para tornar como personaje sin más ficción ni
argumento que su tránsito por el barrio. En todos estos años escribí a este
hombre anónimo, tan cualquiera como yo, tan memorioso como yo, como miles de
personas en tránsito por la avenida del tiempo. Aparecido en un largo apunte
con pretensión de casi poema. O aparecido de esta manera, jugando a que escribo
su buen fantasma en esta casi crónica de unas cuantas fotos e ideas cruzadas.
Una nota para periódico de barrio, para Desde
Boedo, el mejor de los refugios.
Ayer,
mientras esperaba en la fila para pagar en el mercadito de Pavón, vi al hombre
aparecer en la puerta ancha del local. Hombre a contraluz. Venía desde el sol de
diciembre sobre las veredas. Avisaba así la vida en la mediamañana. Polaroid de
un hombre en el barrio.
1 comentario:
Otro texto de Lois sobre el barrio , podtiamos decir las Aguafuertes de Edgardo Lois, tienen ese ojo enfocando en primer plano al personaje, siempre anonimo, siempre en apariencia intrascendente, superanonimo y siempre siempre una metafora de lo humano, de cada uno de nosotros. Belleza brutal.
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