Era pibito de barrio. Sucedió en tiempos en que fui pibito de barrio en Martín Coronado. Sentado en la escalera -que llevaba a la terraza de la casa- abrí la revista de historietas. Dentro de ella. Desde su buche –oscuro, silencioso, muerto- brotó, se subió a la tarde que avisaba lluvia cercana, la maldad del tío Silas. La escalera al techo era mi lugar -mi refugio- de lectura cuando el terror se hizo dibujo y palabra.
Elegía la
escalera. Pegada a la medianera. Ahí permanece después de casi toda nuestra historia
familiar. Su universo desagua en el patio del fondo. Rodeada de memorias.
Pequeñas. Memorias de morondanga. Apenas murmullo de garúa. Alguna subida
ansiosa en busca de un misterioso regalo que encontré en una nochebuena. Subir
la escalera para ver cómo se elevaba un globo de luz hacia la noche. Durante mi
infancia la entrada a la escalera presentaba una puertita baja de madera
pintada de celeste. Desde hace ya una eternidad lleva puerta alta de chapa con
llave.
En sus
escalones la hojarasca de los días. Y un silencio de escalera. Y el terror
causado por el tío Silas.
Subía en
las tardes. Buscaba mi escalón. Cuatro antes de llegar a la terraza. Leía.
Desde el principio de la historia llevo un libro en mi mano. Desde que aprendí
a leer. Desde que desperté en una casa con libros. Sin embargo, y aun sabiendo
que la escalera de cemento era el lugar elegido para ser en la lectura, no recuerdo libro alguno en la escalera. Es más,
no recuerdo libros ni otras revistas. Cada vez que subo la escalera miro el
escalón donde tantas veces agoté mis tardes de lectura. Pero de todo ese
tiempo, hay en mi memoria una sola tarde. Con amenaza de lluvia. Cuando
apareció el tío Silas.
Su
aparición parece debida a una conspiración de magos. De repente estoy. Soy en
la escalera. Y tengo en mis manos la revista de historietas. Era flaca en
páginas. A color. No hay pista alguna de su origen. No recuerdo que mi padre me
regalara historietas. Simplemente la revista estaba ahí. En mis manos. A punto
de encender su maquinaria de miedo y maldad.
Negro.
Azul. Celeste. Rojo. Blanco. Colores que regresan. La voz del narrador. En
finas líneas negras, sobre rectángulos claros, el hacedor de las palabras
acompaña el relato que pronuncia, ante todo, el dibujo. Porque el horror está
en el dibujo. Luego de la presencia de los diálogos entre la maldad y los
condenados, está en el dibujo el secreto primero del encendido de un mundo por
demás oscuro. Un mundo donde todo es puesto en duda. Un mundo donde el contexto
sólo dice la locura. Un mundo que está siendo desmembrado, aserrado con placer
y fanatismo.
El horror
entró paso a paso entre mis pensamientos. Anidó. Como al descuido.
Tiene sabor
el horror, hoy lo sé. Sabor de tajo amargo en la boca cuando está llena de agua
salada. Sé que el tío Silas, su maldad, el miedo, el portador del terror, nació
con un primer temblor en las manos, las mías, las manos que sostenían la
revista, las manos que, sin poder evitarlo, desean, buscan, de primera
intención, la caricia de la vida. Aquel temblor fue incertidumbre fundacional.
Una obertura que avisaba de la sima del horror. Y esa misma incertidumbre,
veloz, mostró otro de los sabores del horror, la certidumbre de una amenaza que
lamentablemente llega a destino. Un terror concreto que llega hasta el día. Sabor
a trago de fuego y sangre después del tajo amargo.
Aquel miedo
encontrado en la lectura fue, sin dudas, uno de los primeros en mi vida. Saqué
la vista del dibujo. Puro susto. Terror el trazo. Terror en las palabras. Sí
sabía el pibito que fui que un día sigue al otro. Entonces apareció la mirada
volviendo a la página. A ver cómo sigue. Un primer gesto de resistencia. Pero
el susto se hizo miedo, y el miedo: terror a partir del horror entrevisto.
Cerré la
revista. Quedó sobre mis piernas. Pero enseguida, para asegurar la distancia,
la apoyé sobre el cemento del escalón inferior. Una manera de protegerme. Una
primera reacción. Me digo hoy que en ese ayer pensé o me pregunté sobre cómo es
que el horror había sucedido. El pibito que fui volvió a abrir la revista. No
una, varias veces. Recorría las páginas hasta una en especial. En ella la
esplendorosa maldad del tío Silas.
Aquí está.
Regresa en esta memoria. El tío Silas en la escalera. En una tarde de lectura.
Antes de la lluvia. Aparece tan flaco. Tan alto. Aparece con cara de esqueleto.
La cara tiene un tinte verdoso, el color de la enfermedad. Tiene ojos, el
esqueleto tiene ojos. Tiene boca. Habla de violencias y horrores. También
amenaza. En sus manos ronronea la muerte. En sus manos la muerte. Unos cuantos
cabellos revueltos caen sobre la frente. Lleva sombrero de aparecido. Rojo, el
sombrero es rojo. Sus brazos se extienden en el aire. Las manos como garras.
Descarnadas. Asesinas. Amenazan salir del cuadro de la historieta. De la
página. Manos ocupadas con un desafiante delirio, un grito que desgarra. Viste
un saco largo de color azul. Solapa negra. Muy ajustado al esqueleto. Creo ver
que en su pecho lleva la camisa desprendida. En su pecho transparente alcanzo a
ver su corazón de hombre muerto. Sus pantalones son azules. Flacas y largas las
piernas. Está vivo el tío Silas. Vivo él. Vivo su cadáver. Habla de odio y
violencia desde el más allá. Amenaza el horror. El regreso del horror. El tío
Silas avanza por la habitación. Detrás de él se ve, contra una pared, un viejo
reloj. Grande su esfera. Un reloj con capacidad para medir el tiempo de todo un
universo. Y tan grande su esfera como el mueble de madera que lo abraza. Lo
contiene. Madera desde el piso hasta casi un cielo raso de puro abismo. Es un
hombre alto el tío Silas. Porque el tío ha salido desde dentro del reloj. ¿Por
cuánto tiempo el mueble había conservado el horror en su interior? Quién puede
saberlo. Dos puertas abiertas de par en par en el cuerpo del mueble del reloj.
¿Era acaso el ataúd donde aguardaba el tío Silas la siguiente oportunidad para
desencadenar el horror entre los hombres? El fin del sueño de vivir buenos
tiempos avanza desde el buche de caoba. Trancos triunfantes. Y su risa enferma.
Mientras tanto tiemblan mis manos. Otra vez. Ayer y hoy. La revista de
historietas está abierta sobre mis piernas. En la escalera a la terraza de la
casa de Martín Coronado. Mientras el horror sucede. Mientras la amenaza se hace
realidad. Mientras tanto. Llega desde aquel día de infancia la sensación de un
tiempo obsceno, de inconfundible color amarillo, goteante, susurrante, voraz, corrupto,
asesino. Blanda. Roja en sangre la esfera del reloj que marca un tiempo de
odio. Un tiempo sin poética que anuncia la amenaza de la destrucción.
Tuve miedo
cuando me temblaron las manos. A ese miedo regreso por distintas sendas,
distintas señales que convocan desde el sueño. Pero también desde el día y la
noche sobre el barrio, la ciudad, el país. El miedo como disparador para el
viaje al miedo de ayer.
Vuelvo a la
escalera. Me siento en mi escalón. No leo. Me digo que un tío Silas siempre
está enredado en el tiempo. Es parte del paisaje. Los satélites Fobos (miedo) y
Deimos (terror) siempre giran alrededor de Marte. Como si fuera calesita. En
todas las plazas del universo. Ellos esperan una oportunidad.
Porque tuve
miedo vuelvo a la escalera. A terminar con la pesadilla. Desde que cerré la
revista por primera vez. Para conjurar el miedo. Para contemplar el paisaje.
Para resistir. Resistirme. Y volver a mirar, a buscar en la historia. Otra vez
la amenaza. Vuelta a empezar. Anduve triste todo el resto del día. Sabiendo del
estante donde había quedado la revista. Pensando en el miedo. Sabido es que el
susodicho no es zonzo. Y puede crecer como enredadera y llevar a sus enamorados
hasta el muro donde el terror copula con el horror.
A terminar una vez más con la pesadilla. Mientras
me pregunto si aquella historieta que leí en la infancia era una adaptación de
la novela El tío Silas (1864) de
Sheridan Le Fanu (1814-1873). Aún no lo sé. Novela que nunca leí, pero que
ahora leo mientras vuelvo al miedo aquel cuando el horror se hizo en la
escalera. Un regreso para saber, una vez
más, que existe la posibilidad de una aparición amarga. Y que siempre la
esperanza abre la puerta que lleva al tiempo de lo sencillamente humano: la tan
necesaria felicidad. Una resistencia.
1 comentario:
Hermoso texto. Los aprendizajes de la infancia que nos prepararan para la vida. Aquellos que nos abren la puerta al horror, bienvenidos si son mediatizados por la ficción. Y en circunstancias difíciles, volver a ellos capaz nos permita recuperar la esperanza y resistir.
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