Abrir y
cerrar de ojos. Principio y fin de una mirada. Como en un click. Como cuando el
sonido de la muerte. Una foto. Otra. Y otra más. Fotos en Buenos Aires. Fotos
sin la celeridad de un disparo de celular. Fotografías para ver. Para ver diversos
quehaceres de ciertos viajeros en la ciudad. Buenos Aires hoy. Fotos escritas
en la memoria reciente. Dirá el tango que aún no se escribe que la ciudad es
paisaje cruel. Que lo es el país todo. Que los destructivistas están de regreso. Volvieron aprovechando olvidos. Volvieron
subidos a desesperaciones. Esas individuales y salvajes maneras de ser. Cuando
el mérito es única religión. Cuando el otro, la patria, no importa. Fotos en
Buenos Aires. Hoy. Ahora que ellos han vuelto. Abrir y cerrar los ojos en el mientras tanto del paisaje urbano.
Transcurre
el viento sobre la vereda de la estación Federico Lacroze. Donde nace y termina
el ferrocarril Urquiza. A principios de la mañana. Van y vienen. En tránsito
los viajeros. Afán e intención. Apuro. Poco a la vista en medio de la velocidad que funda el olvido. Febo,
alto en el cielo de la ciudad, casi siempre evapora, y con rapidez, la memoria.
Un muchacho, que sale del hall de la estación, lleva un cigarrillo a su boca.
Guarda el atado en la mochila. Busca el encendedor. Detiene su avance mientras
dispone el fuego. Un instante. La oportunidad del momento mínimo. Llega hasta
el muchacho que enciende el cigarrillo, un hombre. A juzgar por la huesería y
las canas. Por la curvatura de los escombros. Un hombre no menor de 70 años. Se
mueve su brazo derecho, su mano levanta vuelo en el viento. Roza sus labios.
Fuma un cigarrillo fantasma exactamente como fuman los fantasmas. Fumar con la
mano vacía. La boca vacía. La mirada también silenciosa y vacía. El gesto sale
a jugar en la mañana. Imposible negar su lugar en el paisaje. Ya es parte de la
urbanía que contiene ciertas señales de la vida.
El muchacho
termina de encender su cigarrillo. No piensa en el hombre viejo que pide un
cigarrillo. No piensa en el gesto a mano alzada. Tampoco piensa en que él mismo
mañana pueda ser un hombre viejo que pide un cigarrillo. En esta foto que
escribo digo que el muchacho, en el momento del cara a cara, quizá sí hace cuentas.
Que cuánto es lo que podría compartir. Que cuánto es lo que quiero compartir.
Finalmente, ¿quiero compartir? Fue cuando encontró la respuesta. Movió su
cabeza. De un lado a otro. Dijo que no al pedido del otro.
El hombre
viejo. El fantasma. Dejó de fumar en el viento. Como fuman los fantasmas en el
viento. Sin cigarrillo. Libre la mano. Cambió pucho por ademán de saludo con
desgano. Al mismo tiempo llegaba –raspaba- su mirada sobre la vereda.
Apenas.
Hizo falta apenas una puntita de aviso. Humo sobre la vereda. Humito como mapa
del tesoro. No es humo sobre el agua, pero la música del momento tiene su solo.
Un punteo de hombre solo que se agacha con lentitud. Otra vez es su mano
derecha la que avanza. Una foto dentro de la foto. Humea el pucho, el sobrante
de lo que fuera cigarrillo. Filtro con acaso de efímera sustancia. Humea en la
mano derecha del hombre viejo. El hombre viste remera negra y pantalón negro.
En ambos el trajín de los días. Se apoya contra una baranda de metal del frente
de la estación, y fuma. Aspira profundo. Descansa. Se afloja la expresión en su
cara. Chupa. Bebe de manera placentera. El hombre viejo en el viento. El humo
en el viento.
La mujer
lleva puesto un gorrito negro. Este recorte de vida. La foto. Sucede sobre la
vereda de una avenida. La mujer levanta sus utensilios del dormitorio. Pliega y
guarda dentro de un changuito. Trapos y cartones. Dormitorio a mitad de cuadra.
Ocho y media de la mañana. La ciudad sucede a velocidad. Así hasta en la noche.
Una mujer que lleva gorrito. A dos cuadras de Avenida La Plata y México. A dos
cuadras de la esquina tapera que guarda el casco descolorido del México. Café
de ayer. Alejandra, la moza, repite dentro de la memoria del bar el estribillo
que usaba como amuleto para la vida: Qué
se le va a hacer… Vieja foto de Alejandra dentro de la película del tiempo.
A dos cuadras del refugio para fantasmas del México, una mujer que ya no es una
piba y que lleva gorrito negro -insiste el click de esta escritura- levanta su
dormitorio en la avenida. Hoy. En Buenos Aires.
Cansados.
Sobreviviendo. Refugiados en el sueño. En el borde -el filo- de los tiempos que
corren. De la ciudad cruel. Un hombre y una mujer. Ellos, los que descansan a
principios de la mañana. El dormitorio bajo techo. El colchón para dos en la
ochava. La encrucijada de barrio se presenta desierta. El paisaje a unas
cuadras de La Plata y Cobo. Pasa un auto negro. Dentro del auto uno de los
viajeros intenta dar testimonio del sueño de la pareja. Guarda en la memoria.
Escribe la foto en el viento. En Buenos Aires. Hoy.
Desde la
noche surgen como aparecidos tres muchachos jóvenes. Duermen en la mañana.
Viven en la calle. Uno duerme bajo el techo de una parada de colectivos. Sobre
el banco. Cuelga desde el banco de madera. Quizá la remera le sirva de falsa
almohada. Otro muchacho duerme acurrucado contra la persiana de un comercio
cerrado. Un tercer muchacho duerme a unos metros de los otros dos. Duerme
dentro de lo que semeja una mordida en la línea de edificación de la avenida.
Duerme como contorsionista, apenas tiene el lugar necesario para el simulacro.
Los tres refugiados que llegan desde la noche quedan a la vista sobre Avenida La
Plata. En cercanías del recuerdo del Viejo Gasómetro de la cuervería. En cercanías
del predio recuperado por San Lorenzo, y que fuera usado como vacunatorio
contra el covid. Sucede cada foto. Hoy. En Buenos Aires.
Ella en viaje.
Blanca en canas. Bondi a velocidad por la avenida. Viaja sentada en uno de los
asientos ubicados a la espalda del bondinero. La viajera lleva su mano
izquierda a la altura de su cabeza. Intriga. Qué es lo que intenta hacer esta
mujer. Qué es lo que hace. Parece sostener su oreja. La cubre como si doliera.
La cubre como si pudiera caer al piso. Ojos bien abiertos. La mujer no mira por
la ventanilla. No importa la mirada del pasajero. Viaja ensimismada. Reacomoda
su mano izquierda. No deja ver su oreja. Su pelo tan blanco llega hasta el
hombro. Se suman las cuadras. Aumenta el misterio. Qué es lo que hace la
anciana. Hasta que al fin un movimiento la delata. Lleva en su mano. Con
disimulo. Se sabe viajera de otro tiempo. Casi hasta de otro planeta. La mujer
acerca una radio pequeña a su oreja. Nada de celular con cables. Una radio de
ayer. Una radio para debajo de la almohada. Esa maravillosa magia. La radio
durante todo el día. La mujer se va de viaje. En la mañana. En la ciudad de
hoy.
La radio es
mi única compañera. Día y noche. Programas elegidos a conciencia. Cuando supe
al fin que la mujer que iba en el colectivo llevaba una radio chiquita apoyada
en su oreja, la imaginé dentro de la imposibilidad de abandonar la escucha.
Algo llegaba –sucedía- a través de la radio. Entonces jugué a imaginar que la
mujer escuchaba lo mismo que yo había escuchado el día anterior a principios de
la tarde. Ocurrió esta foto en Rosario. Un muchacho de unos 20 años, de nombre
Ezequiel, había muerto. Cirujeaba con su carro cuando se le ocurrió cortar unos
cables de la red eléctrica subterránea. Esa necesidad de llegar a unos mangos
más. Esa tentación de Ezequiel. Y las consecuencias en un video parido viral.
Ezequiel quemado. Nublado. Perdido luego de la explosión. Las palabras del convite
(hashtag) en X: “uno menos”. Sí, dale que sí. Un chorro menos. Dale un “me
gusta”. En la radio escucho la voz de Melina, que fuera maestra de Ezequiel.
Escribió en las redes sociales luego de leer comentarios de muchos festejantes
de la muerte. Melina escribió y sacudió el tablero: No quiero que lo recuerden así. (…) Era tan dulce y siempre sonreía. Yo
no quiero que lo recuerden así. Estamos en deuda. Qué crueldad. Él tiraba de su
carro, andaba cirujeando. El hambre no espera. Era tan dulce, tiraba de su
carro. Y el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra. Cuánto dolor.
Entonces el eco llegó hasta algunas radios de Buenos Aires. Escucho las
palabras de Melina, su mirada, su foto de Ezequiel, su escritura de los
recuerdos. Guardé emoción y verdad en la memoria.
Ella, la mujer,
blanca en canas, escucha radio en el colectivo. En una radio de ayer. Mientras
ella viaja imagino que llega, se repite, la mirada clara de Melina. Cuenta el
paisaje triste por donde Ezequiel empujaba el carro. Así el mientras tanto de miles de viajeros. Apenas
un puñado de fotos en la urbana crueldad mientras el llanto, la palabra, la
idea, la resistencia.
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