Es vida. Es
la vida. La que se va entre cartones. Entre cartones los días. Entre las calles
de la ciudad. En lejanía y silencio. Desde cada noche contenedor adentro. Cerca
de esta esquina. A metros de la otra. A
rodar, a rodar. Así las ruedas del carro. A rodar la vida. Es la vida entre cartones. La que se va.
Contenedor verde. Contenedor negro. Contenedor gris. Con tenedor no se come el
cartón que pesa un poco más, que llena un poco más, cuando está mojado por
garúa o lágrima.
El cura
dice desde la radio. Dice el cartón. Dice el interior de las calles. Dice desde
la provincia de Buenos Aires. Desde la ciudad. Dice el cura todo aquello que el
viajero atento puede ver en su quehacer de ciudadano. Que puede y que debería
saber –caminar a consciencia mientras habita el poema triste de la urbanía- en
los tiempos crueles del topo de la motosierra. Dice el cura el precio del
cartón. Que se pagaba pesos ciento cincuenta por un kilo de cartón. Que hoy se
paga pesos cincuenta. Pesos sesenta por un kilo. Que porque hoy se puede
importar cartón. Que entonces el mercado se reacomoda la pilcha asesina para
pagar menos al cartonero que junta el cartón. Dice el cura. Sigue dale que dale
el cura por la radio. Que cada vez el pueblo todo, las clases sociales todas,
la gente toda. Que todas las criaturas de esta tierra, o bueno, casi todas,
menos los que la tienen toda en el bolso, consumen menos en los tiempos del
topo, el octavo pasajero. Que se come menos, che. Que de todo se compra menos. Que
la vida se vive menos. Que los que nada tienen sufren más. Mueren más. Enferman
más. Y andan más tristes. Y que cuando la patria -que sigue siendo el otro- es
empujada hasta la última mierda en la sima del abismo, y de todo se vende
menos, pues menos cartón hay en la calle. En las oscuridades de los
contenedores. Dice el cura el cartón verdadero que anda como cosecha con
sequía. Pero que esta sequía a nadie importa. El cartón evapora y quema en la
calle. El cura que habla por la radio dice de un cartón que no es cartón
pintado. Porque en el mientras tanto
de estos tiempos crueles, sí, claro, repito, en los tiempos crueles del otrora
payaso de tv devenido en topo, es la vida la que se va, la que se va juntando
cartones. Es la vida la violentada por la voz impostada del monstruoso secuaz y
mandadero del mercado y el poder económico. Es la vida la víctima que sufre
aullido y ofensa en el horror vergonzante alumbrado en la encrucijada de Parque
Lezama.
Carros y
carritos. Hombres de cincuenta, sesenta años. También muchachos. Muchos más los
jóvenes que tiran de un carro por calle y avenida. Carro como bote, me digo
mientras el cura dice el cartón en la radio, porque como vela al viento, casi
siempre, sobresale una caja grande de cartón que va plegada en el carro, el
bote, en el viento que sopla sobre el río de cemento. La vela de decir que acá
estoy. Que acá soy. Que de acá, de esta sociedad vengo. El botero, el hombre
que cartonea, va con bichero a la
mano. El bichero es una vara de metal con un doblez en cada extremo. Bichero de
enganchar. De traer desde el caos. Desde la noche del descarte. Desde aquello
que, para otros, es sobra, fin del día, fin de la historia. El cartonero detiene
el carro cerca del cordón, agarra el susodicho bichero, y camina en dirección
al contenedor. Por lo general la revisión interior es rápida. Cada vez más. Hay
menos cartón dice el cura. Pero a veces hay, nace, un algo suerte. Magia y
misterio. Tan es así. Que a veces hasta parece que Dios existe. Así escuché
decir o pensar en la calle o la avenida. Y entonces el cartonero busca una
madera, un plástico, un algo para trabar la tapa del contenedor que sube y
baja, y se abisma -como si nadara desde la cintura- doblado sobre el filo. El
bichero que se adelanta y entonces retorna cajas de cartón que habían perdido en
su tango una razón de para qué en este mundo que casi todo descarta.
Salgo a
caminar el barrio. Me sigue lo dicho por el cura en la radio. Dice. Dijo el
cartón. Busco la vereda del sol. Por Garay hasta Avenida La Plata. Y ahí
estaba. En movimiento humano. El cartón que dicho fuera por el cura. Atrapados
ellos, además, por el semáforo. El viento de la mañana es frío. En remera y
pantalón corto. Dos cartoneros.
Cruzan
Avenida Garay. Uno conduce el carro. El otro va unos metros adelante. El
adelantado marca senda entre los autos y colectivos que vuelan sobre La Plata.
También establece la velocidad de avance. El guía camina hacia los contenedores
con el bichero en una de sus manos. En el camino levanta alguna que otra caja
dejada sobre el tramo de cordón que toca al frente de un comercio. La caja se
desarma, se hace cartón, sustancia, apenas sale del contenedor o frente al
carro estacionado sobre la avenida.
El carro es
grande, amplio y robusto. Pesado. Puro metal. Tramos metálicos y soldadura. Dos
ruedas de auto viejo en la parte trasera. Del manubrio de conducción, de sus barras
laterales, cuelga la ropa que se encuentra en el camino. En la caja de espacio
generoso hay una buena cantidad de grandes cajas ya en su nueva condición de
cartón plegado. El carro se mueve. Va frente a las paradas de bondi sobre La
Plata, entre Garay y Pavón. Las cajas que carga parecen recién salidas de
fábrica. Desarmadas, limpias. Sobre la pila hay una caja negra rectangular de
buen tamaño. Quiebra la lógica del paisaje. Permanece armada. Dibujo de una
cara de vaca en color rojo. Y el nombre de la marca con letras también rojas:
El Ekeko frigorífico. Sin duda, una expresión de deseo y abundancia.
El
cartonero que va abriendo senda logra, a buen tranco, una buena pesca de
cartón.
Cuelga en
la parte trasera del carro, como si fuera una gran bandera, del lado de la
calle, una bolsa de grueso material plástico que cumple la función de resguardo
del chiquitaje del cartón. Los accesorios del descarte.
Los
trabajadores del cartón llevan buen ritmo. Hablan en cada oportunidad. En cada
cruce. Cada uno en su puesto, en su quehacer cotidiano.
Cruza el
carro por el filo de La Plata y Pavón. Gira a la izquierda en la esquina, y
cuando lo permite el semáforo cruza La Plata, y comienza a bajar por Asamblea
rumbo a Senillosa. Anda el hombre del bichero. Sigue en la pesca. Acerca cartón
fresco al carro detenido cerca de la orilla del cemento. La cuadra se termina y
entonces el guía indica doblar hacia la derecha. Hoy casi todo en este mundo
parece girar a la derecha. Por Senillosa se avanza lento. Autos estacionados a
ambos lados de la calle. Muestra destreza el cartonero que maneja el carro. El
caminante va siempre al frente. Dos hombres jóvenes se hacen tinta en esta
crónica. Buscadores del sustento diario. Sobrevivientes haciendo la ciudad que
descarta. Que expulsa.
La esquina de Senillosa y Estrada me llama desde otro destino dentro de las buenas memorias. Vuelvo. Quisiera volver a ciertas mañanas del barrio. Paseos soñados en un tiempo pasado, apenas ayer. Así andaba, de repente ensoñado, cuando la voz del cura dice, dijo, vuelve a decir, el cartón en la mañana de la radio. Que el cartón que quema en la calle no es cartón pintado. Que las vidas no son bosquejos sin importancia sobre cartón pintado. Que la vida no debe ser un juego donde hay más posibilidades a la mano del hombre cruel. Que la vida no debe parecer ni debe ser una trampa. El cura decía de la vida. Decía el cartón y sus aledaños. El cura decía en la radio que hace una eternidad que los hombres viven revolviendo la basura. Y en la basura vive el cartón que sirve para vender por kilo en el mercado, el animal salvaje que decreta que hoy, sí, a vos, hombre que vive de juntar cartón, te lo voy a pagar menos. Porque el mercado manda. Sucede, está sucediendo ahora mismo, que es cuando el mercado se afloja y respira mejor. Porque, lo dicho, ahora entra al país cartón importado, y si es importado, ya deberíamos saberlo, es mejor y más barato. Entonces así te roban. Que es la vida, dijo el cura, la que se va mientras en los días se anda tras el rastro del cartón. Que hay cajas, es sabido, vacías de televisores, de botellas de vino, de empanadas y pizzas, de tortas, y también las hay bien chiquitas donde viene el saquito de mate cocido por veinticinco unidades. Que muy bien este mundo está guionado por sus dueños. Y es más, puede estar pensado como simulacro, como escenario de obra de teatro con paisaje todo trabajado en cartón. Dijo el cura el cartón en la radio. Dijo la desesperación. Dijo el hambre, la injusticia. Dijo el robo al viejo, a la mujer. En el barrio. Entre pobres. Dijo las desesperaciones varias en la barriada, en los comedores cuando la comida no llega o no alcanza. La comida es como el cartón. Hay menos en estos tiempos crueles del topo. En la calle hay menos cartón dijo el cura, por eso, por quién se queda con el cartón se pelean los muchachos. El cartón quema dijo el cura en la radio. Es que la desesperación es la que quema primero. Y es que la primera sangre, la que siempre derrama el sistema, el mercado, es la que primero ofende, violenta y mata.
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