Un rulo al
viento. De un verde mustio. Un rulo alargado nacido de un pedacito de hoja de
árbol. Como si fuera vela de mástil en barco modesto.
(Aparecido es
entonces un barquito de papel que viene desde la infancia. De cuando había agua
al pie del cordón. Cuando había zanja. Recuerda el testigo –mientras mira el
rulo al viento- el día en que su padre le enseñó a hacer un barco de papel con
la hoja de un diario. Aún lo ve haciendo dobleces sobre la mesa roja del
comedor.).
El rulo
tambalea muy cerca del límite con el acantilado de cemento liso pintado de
amarillo. El viento arrastra mucho recorte de las sobras del paisaje. Pequeñeces.
Basuritas. Rompecabezas sinsentido que se comerá el desierto de cemento, la arenilla
del reloj de la gran ciudad. Un cauce seco repleto de restos de hojas
amarronadas. De abrir el plano -la toma- el paisaje incluiría el árbol de la
esquina. De escuchar detalles del sonido en la escena que encuadra al rulo, el
viento llevaría hacia el futuro un murmullo de pasos leves enredado en silbos causados
por la estructura crocante. El rulo lleva su conteo de final. Aún es verde. La
hoja es relativamente joven. Pero ya está en marcha la muerte. El destino está marcado
cuando se pierde el quehacer en los días siendo ingrediente vital del árbol.
Tiembla el
rulo en el viento. De pie. Erguido. Lo lleva una única hormiga. Es diez veces
más grande que la hormiga. El rulo sugiere que el tiempo ha pasado. Lo dicho. Adiós
al árbol. Un verde apagado. Luego, mientras la muerte adormecía la hoja, las
manos fantasma del viento hicieron su labor. Como si su cuerpo hubiera rodado
sobre un tenedor que no dejara marca, el rulo amaneció como tal en el azar de una
mañana. Una mordida tiene en el cuello desde la noche antes de caer del árbol. Lleva
un hueco en su piel. Un hueco por donde silba el viento. Fue en el cauce
seco donde una hormiga se detuvo.
(La hormiga
negra lleva el rulo de hoja. El testigo se pregunta. Si como tesoro. Como
bandera. Como desafío. En la secuencia, de a poco, aparece la intriga. Apenas
descubierta la hormiga, el hombre piensa en el espíritu de lucha de la misma.
La posibilidad de fundar y actuar en una situación en que se juega algo
importante. Sin embargo, la lucha de la hormiga tiene apariencia de sin
sentido. De sin para qué. Una línea de tango triste. Por qué no una hoja un
poco más pequeña. El testigo intenta comprender aquello que a simple vista
parece una locura. Intenta acercarlo al mientras tanto humano en estos tiempos
crueles. Pero no está seguro de nada. Sigue con la vista en la hormiga que, en
lentísimo avance, lleva el rulo en alto.).
Una hormiga
libre de carga pasa veloz a un lado de la compañera que lleva el rulo de hoja.
Como si llevara un mensaje secreto. Pasó a un lado sin siquiera ver a la que
lleva el tesoro, la bandera, o que transita el misterio de un desafío. Como si
ella también llevara un mensaje secreto. Sostiene el rulo en el viento de la
mañana. A su derecha el acantilado liso y alto. A su izquierda la inmensidad,
una de ellas, en esta parte del mundo urbano.
(El testigo
cree ver en la escena una línea de vida, de pequeños aconteceres. Piensa, para
variar, en pequeñeces. Sabe que una línea es una sumatoria de puntos. Desde el
cordón es testigo. Al pie del acantilado un punto más. Ahora mira desde el
cielo. Hace un momento que descubrió a la hormiga. El rulo que se mueve sobre
la calle, sobre la zanja sin agua, atrapó su estar en nada. Haciendo nada.
Haciendo silencio en la memoria que casi siempre tiene cuestiones que aclarar. Desde
la memoria el fantasma dijo. El testigo habla con fantasmas que simplemente se
aparecen en el paisaje. Personajes de ayer. Los ve. Con ellos anda de chamuyo. Pero
la memoria era silencio cuando vio que la hormiga -se podría afirmar- remontaba
el rulo sobre el cemento.).
Otra
hormiga aparece en la escena. Lo hace a buen ritmo. Lleva carga. Un tercio del
tamaño del rulo al que se acerca. Llegado el momento elige pasar a su compañera
por el lado derecho. Entre el rulo y el acantilado. No hay duda alguna en su
hacer. Avanza. Por qué no. Vamos. Tan diferente es tratar de avanzar con el
rulo sobre la cabeza. Hay tira y aflojes varios. Diversas inclinaciones. Las
caídas sobre el cemento. La lentitud de cada alta en el cielo.
(Asiste el
testigo a las respiraciones de un paisaje urbano. Es un hombre que se demora en
una esquina. Un comportamiento extraño. No le interesa cruzar la calle. Hombre
parado sobre el cordón. Hombre parado sobre la calle. Sucede en una de las
esquinas de Avenida Juan De Garay y Muñiz. En Boedo. Una encrucijada. La vida
siempre es una encrucijada, piensa el testigo mientras mira el cauce seco por
donde –allá abajo, en profundidad- los días, desde pequeñeces, juegan al nacimiento.).
La hormiga
que lleva el rulo mantiene su avance lento. El rulo es sustancia, pero también
incomodidad, esfuerzo, enigma. En sentido contrario avanza otra hormiga. Nada
transporta. Viene desde el hormiguero. Veloz ejecuta su mandato secreto. Se
detiene frente a la que transporta el rulo. Ésta intenta esquivarla por la
izquierda. Pero la otra se lo impide. Se mueve a la derecha. De repente la
hormiga aparecida se trepa al rulo, que cae sobre el cemento. La hormiga
agresora fue a cumplir la orden. Irás a buscar a todo aquel que se oponga. A
todo aquel que recuerde más allá de lo permitido. Las hormigas se trenzan en escaramuzas.
Chocan. Se alejan. Caminan sobre el rulo. La agresora pasa, en dos ocasiones,
por el hueco que presenta el rulo. Pero algo desconecta la insistente agresión.
Una nueva orden recibida. La duración de un temblor después de un terremoto.
Entonces la hormiga sigue con su camino. Su sumatoria de puntos. Su línea. El
rulo volvió a erguirse en el viento. La hormiga continuaba en el desafío.
(Al final
de este quehacer asociado para pintar o agotar un paisaje urbano, el testigo,
de pie sobre el cordón, comprendió su presencia en la encrucijada. Se dijo.
Cargo con un rollo de escritura. Siempre se escribe en el aire, en el viento. El
recuerdo de mi vida en la historia de mi paisaje. Mi rulo en el viento. Cargo
con el rulo hasta las orillas de mi Mar Muerto. En la encrucijada de Garay y
Muñiz hay oportunidad de ver al otro, por ejemplo al muchacho que duerme -entre
trapos encontrados en la basura de un contenedor- sobre la vereda. Duerme en la
esquina al abrigo del mural. Todo es alegría en la pintura. Está la madre y el
niño. En el cielo. Hay un cura. Una monja. En la tierra. Hay uno o dos
presencias más. Todos sonríen. Dios también es testigo. Cada uno cuenta como
puede. Hay una parrilita al paso en otra de las esquinas. Choripan pesos 4.500.
La trabaja el hombre que tuvo que cerrar el vivero. Hombre de larga barba
blanca. El hombre que tiene cinco perros. Ellos también habitan la encrucijada.
De algo inesperado, a veces, también se puede vivir. Sucede una aparición. Una
mujer regresa desde la memoria. Pasa -como pasó en un día del ayer- a un lado
del árbol de donde se desprendió la hoja que sería rulo en el viento. Viste una
camisa verde manzana. Hay luz en la cara de la mujer. Siempre ilumina. Ella y
su sonrisa. El testigo habla con él mismo. Su rulo en el viento es un recorte
en la hoja donde se escribe el argumento de la mañana. Su vida ocurre dentro de
un rulo de escritura, una novela propia. Un rulo de tiempo en la mañana de un
día cualquiera. Una memoria. Un puñado de sucedidos. El rulo es la memoria que
lleva el testigo. Siempre en el susurro del tiempo.).
La hormiga que lleva el rulo en el viento se acerca más al acantilado. Se dirige hacia un hueco en el cemento. Hay más hormigas en el lugar. Con esfuerzo logra introducir el rulo en la fresca oscuridad de la cueva. Guarda una memoria que pertenezca a todos.
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