La muerte del violín de Rolando Lois (óleo) |
En el
principio fue el hombre. Y su instrumento. La manera que buscaba dar su voz. Y
punto seguido -en esta tinta que inicio- fue pensar en el circo de la crueldad.
Carpa cielo de un topo presidente que mal nubla los tiempos presentes.
Fue en la
primera de las apariciones del después que, de repente, volví a ver un óleo
pintado por mi padre. Cerré los ojos y ahí estaba. Al tener este cuadro una
presencia recurrente a través de los años, trabajé su esencia -hace un tiempo
ya- en una brevedad. Una brevedad es el intento de fijar una sensación, una
memoria, un sucedido, con una escritura a mitad de camino entre la prosa y el
poema. En un libro duerme Violín,
esta brevedad aparecida después de ver a un hombre que resistía mientras buscaba
dar su voz:
cada uno en su estante / mi padre y yo / en el aire dice la voz lejana de un
violín // habito la luz de mi noche / en el cementerio / que ayer pintó mi
padre / y pintó con destino de entierro / profunda tumba en el óleo / el violín
del demoníaco Paganini / en el barrio se sabe que muerto fue por estremecido //
no todos los días / se entierra un violín en un cementerio de provincia / desde
mi estante / veo el cuadro sobre el caballete // guardó mi padre el esqueleto
del viejo violín / cuelga del techo del galpón / el cuerpo desnudo del modelo
// dio función de ceremonia a sus propios demonios / enterrados ellos bajo
materia de óleo apagado / el sueño del color en el violín en los libros / en la
pintura flores como luciérnagas / violín sobre mortaja abierta / mientras desde
el fondo del cielo avanza / la oscuridad del cementerio que no quiso para él //
sus cenizas en un estante / del galpón que habito / y única la flor de ciruelo
rojo en el cielo
Mi padre
pintó alguna vez en su vida La muerte del
violín. A su vez Alfredo Zitarrosa escribió y cantó El violín de Becho: Becho
toca el violín en la orquesta / Cara de chiquilín sin maestra / Y la orquesta
no sirve no tiene / Más que un solo violín que le duele / (…) Mariposa marrón
de madera / Niño violín que se desespera (…). Como Homero Manzi escribió Viejo ciego: Con un lazarillo llegás por las noches / trayendo las quejas del viejo
violín, / y en medio del humo / parece un fantoche / tu rara silueta / de flaco
rocín. / Puntual parroquiano tan viejo y tan ciego, / al ir destrenzando tu
eterna canción, / ponés en las almas / recuerdos añejos / y un poco de pena
mezclás al alcohol. / (…) A ver, viejo ciego, / tocá un tango lerdo / muy lerdo
y muy triste / que quiero llorar.
Cada uno
así en su laborar. Cada cual en su intento de vida. En su manera de buscar dar
la voz. Pintar. Cantar. Escribir. Resistir. En el principio siempre está el
hombre. Y está el otro, la patria. Y estamos todos. (…) Vivimos revolcados en un merengue / Y en un mismo lodo todos
manoseados (…) escribió Discépolo en Cambalache.
Revolcados y manoseados entre el viento fule de estos tiempos oscuros. En La última curda Cátulo Castillo anotó: (…) ¡Ya sé, no me digás! ¡Tenés razón! / La
vida es una herida absurda, / y es todo tan fugaz / que es una curda, ¡nada
más! / Mi confesión. (…).
Un hombre
flaco y alto aluniza sobre los adoquines de la esquina. Se separa del cordón de
la vereda. Como si fuera viajero, que lo es, mas no de otro mundo, sino de éste,
el mundo que cubre la carpa del circo donde acecha el topo malvado. Resiste el
hombre contra los demonios libertarios cual desgarbado Erich Zann. Camina sobre
granito. En la calle. Tan resistente la materia oscura que golpea y astilla una
parte de la historia. Tanta la fragilidad de las criaturas. Es todo tan fugaz.
Un tango. Tres minutos. Una curda. Una herida absurda. Tres. Cuatro pasos hasta
el medio de la calle. La esquina se funda escenario. En escena un hombre de
cincuenta y pico de años. Morocho. Pelo aún oscuro. Algo raleada la azotea.
Cuatro autos detenidos frente al escenario. Semáforo en rojo. Algunos viajeros
cruzan la calle aprovechando la presencia del muñequito en blanco. Ninguno de
los viajeros repara en el hombre que está sobre el escenario. El que busca dar
su voz. Así queda presentada esta esquina en rojo. Una fragilidad en la ciudad.
Una fugacidad en la ciudad. Un sucedido de urbanía. Suceder que se guarda en mi
memoria.
Un
instrumento de cuerda despierta en un lugar de Flores. Violín al mediodía. Un
barquito. Pequeña su caja de resonancia. Cuatro cuerdas sobre el mástil. Las
frota un arco. Las pellizca una mano. Siempre que sale el sol. Esquina con
violín. Desde violino su nombre. Una
viola pequeña. Una mariposa pequeña. Vuela música desde cuerda, caja y madera.
En una esquina del barrio de Flores. A días de la primavera.
Lleva
violín el violinista del escenario. Eleva el barrilete. Media bomba. Media
estrella. Caricia. Caricias entre hombre e instrumento. El hombre lleva el arco
hasta el cielo de lo humano. Una vara fina con un apenas de curvatura. Tensa y
aguda la luz que amanece de la crin animal o la cinta vinílica. Gira el
tornillo. Aprieta o distiende. Vuela la música. El hombre camina entre los
autos. Quizás alguna ventanilla esté baja. Tal vez. Avanza hasta casi tocar el
ventanal dispuesto delante de mi asiento ubicado a escasos metros del escenario.
El hombre. El violinista sabe que el muñequito rojo que vive en el recuadro del
semáforo titila y avisa. El violinista abandona la escena doblando hacia mi
izquierda. Terminó su pase ínfimo de mago. Impromptu de encrucijada urbana. Veo
que sube sobre el cordón. Que camina por el cordón haciendo equilibrio. Va de
regreso hacia la esquina. Unos pocos metros.
Fragilidad.
Fugacidad. Así de continua la herida absurda.
Dentro del
mediodía donde reside el sucedido, algo se ralentiza. Un algo misterio interviene
y respira dentro del silencio que me rodea. Y el que nos rodea. Una lentitud
para ver mejor los detalles de la escena.
Desde la
altura de observatorio estelar que me provee estar sentado en un asiento alto
dentro del bondi, percibo una claridad en la respiración del paisaje. Fue
después de haber tenido la seguridad de que el bondinero que guiaba la nave no
había siquiera reparado en el violinista. En el hombre que buscaba dar su voz. El hombre que no pude escuchar –bondi
envasado al vacío-, pero que sí pude observar en su quehacer.
A mi
izquierda. A través de la ventanilla. Sobre la vereda. Casi en el mismo lugar
donde el violinista volvió al cordón, hay una mujer joven que sonríe. Mira
atenta hacia la esquina. El violinista va de regreso a la encrucijada. Del
brazo metálico que sostiene el bloque que contiene los muñequitos del semáforo,
cuelga, hay enganchada una mochila gastada. Pero la esquina a la que regresa el
violinista es bien distinta a la que dejó un momento antes.
Esquina barrio.
Esquina refugio. Esquina identidad. Esquina resistencia. Esquina ojalá.
En la
esquina hay una presencia. Espera un pibito de unos ocho años. Campera azul.
Pelo corto. Mirada atenta hacia la madre que aguarda sobre la misma vereda.
Mirada atenta al hombre violinista que retorna. Pibito que ve y escucha. Hombre
y pibito que se acercan. Dos billetes de cien pesos flamean en el viento del
mediodía. Los sostiene el pibito entre los dedos de su mano derecha. El brazo y
la mano toman vuelo para dar. Hombre violinista que curva su altura y toma la
ofrenda. Pibito que corre hacia mamá. La posibilidad de guardar la sensación de
haber sido bueno, cuando mañana siga siendo pibito en la memoria. Pibito en
poema humano dentro de una música futura.
El hombre
violinista a quien no pude escuchar, pero si ver, guardó el par de billetes en
un bolsillo de su pantalón. Volvió a las caricias con el violín. Mientras pasan
autos y se mueve este mi bondi que exige escritura. El hombre violinista dice mientras la esquina solidaridad lo
contiene. Ofrenda su música desde el barrio. Busca dar su voz hasta que
despunte otra vez el rojo en el semáforo. Hasta que vuelva a ser viajero en
este mundo de circo cruel. Que apriete la mano los mangos para el sustento
diario.
Dar la voz.
Decir los derechos. Dar una música para todos.