Pensamiento uno

Desde que descubrí el camino hacia la luz, no paro de rebotar contra la lámpara.















UPCN Feria del libro 2018

UPCN Feria del libro 2018
Presentación de "La marca de Gualeguay 1".

Pensamiento dos

A tener en cuenta: la felicidad es un arte efímero.

jueves, 7 de noviembre de 2024

Esquina en rojo

La muerte del violín de Rolando Lois (óleo)

 

En el principio fue el hombre. Y su instrumento. La manera que buscaba dar su voz. Y punto seguido -en esta tinta que inicio- fue pensar en el circo de la crueldad. Carpa cielo de un topo presidente que mal nubla los tiempos presentes.

Fue en la primera de las apariciones del después que, de repente, volví a ver un óleo pintado por mi padre. Cerré los ojos y ahí estaba. Al tener este cuadro una presencia recurrente a través de los años, trabajé su esencia -hace un tiempo ya- en una brevedad. Una brevedad es el intento de fijar una sensación, una memoria, un sucedido, con una escritura a mitad de camino entre la prosa y el poema. En un libro duerme Violín, esta brevedad aparecida después de ver a un hombre que resistía mientras buscaba dar su voz:

 

cada uno en su estante / mi padre y yo / en el aire dice la voz lejana de un violín // habito la luz de mi noche / en el cementerio / que ayer pintó mi padre / y pintó con destino de entierro / profunda tumba en el óleo / el violín del demoníaco Paganini / en el barrio se sabe que muerto fue por estremecido // no todos los días / se entierra un violín en un cementerio de provincia / desde mi estante / veo el cuadro sobre el caballete // guardó mi padre el esqueleto del viejo violín / cuelga del techo del galpón / el cuerpo desnudo del modelo // dio función de ceremonia a sus propios demonios / enterrados ellos bajo materia de óleo apagado / el sueño del color en el violín en los libros / en la pintura flores como luciérnagas / violín sobre mortaja abierta / mientras desde el fondo del cielo avanza / la oscuridad del cementerio que no quiso para él // sus cenizas en un estante / del galpón que habito / y única la flor de ciruelo rojo en el cielo

 

Mi padre pintó alguna vez en su vida La muerte del violín. A su vez Alfredo Zitarrosa escribió y cantó El violín de Becho: Becho toca el violín en la orquesta / Cara de chiquilín sin maestra / Y la orquesta no sirve no tiene / Más que un solo violín que le duele / (…) Mariposa marrón de madera / Niño violín que se desespera (…). Como Homero Manzi escribió Viejo ciego: Con un lazarillo llegás por las noches / trayendo las quejas del viejo violín, / y en medio del humo / parece un fantoche / tu rara silueta / de flaco rocín. / Puntual parroquiano tan viejo y tan ciego, / al ir destrenzando tu eterna canción, / ponés en las almas / recuerdos añejos / y un poco de pena mezclás al alcohol. / (…) A ver, viejo ciego, / tocá un tango lerdo / muy lerdo y muy triste / que quiero llorar.

Cada uno así en su laborar. Cada cual en su intento de vida. En su manera de buscar dar la voz. Pintar. Cantar. Escribir. Resistir. En el principio siempre está el hombre. Y está el otro, la patria. Y estamos todos. (…) Vivimos revolcados en un merengue / Y en un mismo lodo todos manoseados (…) escribió Discépolo en Cambalache. Revolcados y manoseados entre el viento fule de estos tiempos oscuros. En La última curda Cátulo Castillo anotó: (…) ¡Ya sé, no me digás! ¡Tenés razón! / La vida es una herida absurda, / y es todo tan fugaz / que es una curda, ¡nada más! / Mi confesión. (…).

Un hombre flaco y alto aluniza sobre los adoquines de la esquina. Se separa del cordón de la vereda. Como si fuera viajero, que lo es, mas no de otro mundo, sino de éste, el mundo que cubre la carpa del circo donde acecha el topo malvado. Resiste el hombre contra los demonios libertarios cual desgarbado Erich Zann. Camina sobre granito. En la calle. Tan resistente la materia oscura que golpea y astilla una parte de la historia. Tanta la fragilidad de las criaturas. Es todo tan fugaz. Un tango. Tres minutos. Una curda. Una herida absurda. Tres. Cuatro pasos hasta el medio de la calle. La esquina se funda escenario. En escena un hombre de cincuenta y pico de años. Morocho. Pelo aún oscuro. Algo raleada la azotea. Cuatro autos detenidos frente al escenario. Semáforo en rojo. Algunos viajeros cruzan la calle aprovechando la presencia del muñequito en blanco. Ninguno de los viajeros repara en el hombre que está sobre el escenario. El que busca dar su voz. Así queda presentada esta esquina en rojo. Una fragilidad en la ciudad. Una fugacidad en la ciudad. Un sucedido de urbanía. Suceder que se guarda en mi memoria.

Un instrumento de cuerda despierta en un lugar de Flores. Violín al mediodía. Un barquito. Pequeña su caja de resonancia. Cuatro cuerdas sobre el mástil. Las frota un arco. Las pellizca una mano. Siempre que sale el sol. Esquina con violín. Desde violino su nombre. Una viola pequeña. Una mariposa pequeña. Vuela música desde cuerda, caja y madera. En una esquina del barrio de Flores. A días de la primavera.

Lleva violín el violinista del escenario. Eleva el barrilete. Media bomba. Media estrella. Caricia. Caricias entre hombre e instrumento. El hombre lleva el arco hasta el cielo de lo humano. Una vara fina con un apenas de curvatura. Tensa y aguda la luz que amanece de la crin animal o la cinta vinílica. Gira el tornillo. Aprieta o distiende. Vuela la música. El hombre camina entre los autos. Quizás alguna ventanilla esté baja. Tal vez. Avanza hasta casi tocar el ventanal dispuesto delante de mi asiento ubicado a escasos metros del escenario. El hombre. El violinista sabe que el muñequito rojo que vive en el recuadro del semáforo titila y avisa. El violinista abandona la escena doblando hacia mi izquierda. Terminó su pase ínfimo de mago. Impromptu de encrucijada urbana. Veo que sube sobre el cordón. Que camina por el cordón haciendo equilibrio. Va de regreso hacia la esquina. Unos pocos metros.

Fragilidad. Fugacidad. Así de continua la herida absurda.

Dentro del mediodía donde reside el sucedido, algo se ralentiza. Un algo misterio interviene y respira dentro del silencio que me rodea. Y el que nos rodea. Una lentitud para ver mejor los detalles de la escena.

Desde la altura de observatorio estelar que me provee estar sentado en un asiento alto dentro del bondi, percibo una claridad en la respiración del paisaje. Fue después de haber tenido la seguridad de que el bondinero que guiaba la nave no había siquiera reparado en el violinista. En el hombre que buscaba dar su voz.  El hombre que no pude escuchar –bondi envasado al vacío-, pero que sí pude observar en su quehacer.

A mi izquierda. A través de la ventanilla. Sobre la vereda. Casi en el mismo lugar donde el violinista volvió al cordón, hay una mujer joven que sonríe. Mira atenta hacia la esquina. El violinista va de regreso a la encrucijada. Del brazo metálico que sostiene el bloque que contiene los muñequitos del semáforo, cuelga, hay enganchada una mochila gastada. Pero la esquina a la que regresa el violinista es bien distinta a la que dejó un momento antes.

Esquina barrio. Esquina refugio. Esquina identidad. Esquina resistencia. Esquina ojalá.

En la esquina hay una presencia. Espera un pibito de unos ocho años. Campera azul. Pelo corto. Mirada atenta hacia la madre que aguarda sobre la misma vereda. Mirada atenta al hombre violinista que retorna. Pibito que ve y escucha. Hombre y pibito que se acercan. Dos billetes de cien pesos flamean en el viento del mediodía. Los sostiene el pibito entre los dedos de su mano derecha. El brazo y la mano toman vuelo para dar. Hombre violinista que curva su altura y toma la ofrenda. Pibito que corre hacia mamá. La posibilidad de guardar la sensación de haber sido bueno, cuando mañana siga siendo pibito en la memoria. Pibito en poema humano dentro de una música futura.

El hombre violinista a quien no pude escuchar, pero si ver, guardó el par de billetes en un bolsillo de su pantalón. Volvió a las caricias con el violín. Mientras pasan autos y se mueve este mi bondi que exige escritura. El hombre violinista dice mientras la esquina solidaridad lo contiene. Ofrenda su música desde el barrio. Busca dar su voz hasta que despunte otra vez el rojo en el semáforo. Hasta que vuelva a ser viajero en este mundo de circo cruel. Que apriete la mano los mangos para el sustento diario.

Dar la voz. Decir los derechos. Dar una música para todos.

sábado, 12 de octubre de 2024

Satanás en Martín Coronado


 

Una aparición es fugaz. Un click. Como el sonido de la muerte. Arremete. Está. Es. La sustancia de una aparición es la libertad. Se deja llevar. Se entrega a las vueltas del cauce por donde en ese momento juega el río de la memoria. Una aparición se deja. Aquí estoy. Te digo que dispuesta soy. Sedienta. Real. Mentirosa. Una aparición es de mañana. También es de tarde. Pero mejor si es cuando la noche. Una aparición es un fruto en el árbol desde donde semillan gran cantidad de sucedidos. Viajeros y náufragos. También crónicas fantasma. Regresados. Porque toda aparición verdadera cuenta de ayer. ¿Cuándo fue el susodicho ayer?, es la primera pregunta. A veces una aparición viene de boca floja y cuenta sin reserva. En otras la aparición calla. En otras esconde. Fue sin querer queriendo, es sabido. Nunca por capricho. Siempre es mejor una aparición que lleve su cuota de misterio. Una aparición como si fuera un cuento clásico de misterio y engaño. De disimulo y juego. Una aparición es una magia. Un barrilete armado con huesería y poema humano. Y otra vez. Con misterio. Y además. Imagen y palabras. Y papel fino para remontar variados colores. Sucedió de todas estas formas su regreso. Era medianoche de una noche cualquiera del último mes, cuando Satanás volvió. Retornó. Arremetió. Fue una aparición. Es una aparición mientras ocurre esta escritura.

No queda nadie que sepa por qué lo llamaban Satanás. Sí queda quien dice que a ese muchacho que está sentado frente al televisor lo mentaban Satanás en su tierra. Fue mi tía Marta, en un diálogo circunstancial alrededor de la familia, quien trajo el nombre hasta el presente. Marta es hermana menor de mi madre. Trató de bosquejar de dónde venía el personaje. De tal lado de la familia. Hijo de tal y tal. Nacido en el pueblo de Santa Teresa. Tuvo algún problema durante el servicio militar obligatorio. No recuerdo si mi tía dijo o sabe algo más sobre Satanás. Como sea, esa posible información no es decisiva para la escritura de esta aparición. Sí agrego que en los tiempos cercanos a la colimba, Satanás estuvo en la provincia de Buenos Aires. Más precisamente en mi casa de infancia, en Martín Coronado. Desde el río, el árbol y el barrilete de la memoria, cuando sonaban vida adentro las palabras de mi tía, se descolgó la aparición. Resumí la imagen para Marta. Y ella, sin dudar un instante, afirmó: Era Satanás. Aparecido en la voz de mi tía. Aparecido en una medianoche cualquiera. Aparecido en el blanco de la hoja. Pero en muchas otras oportunidades aparecido desde mi memoria, en el mientras tanto de casi toda mi vida. Ahí estaba. Otra vez. Sentado en su silla. Muchacho sin nombre. Lo dicho, hace no más de un par de meses que sé que el aparecido recurrente era Satanás, que así lo mentaban en su tierra.

Una aparición fugaz. En la fugacidad de un profundo blanco y negro. El muchacho sentado en una silla. La silla delante de la mesita de luz. El conjunto dentro del ancho del pasillito formado por la pared del dormitorio y la cama matrimonial. El muchacho lleva un pullover oscuro con escote en v. Veo el cuello de la camisa blanca. Está cruzado de piernas. Tiene el pelo corto. Es flaco. Un morocho. Un primo lejano venido del campo. De Santa Teresa. De ese pueblo del sur de Santa Fe era toda la familia de mi madre, recientemente fallecida. Recostado en la cama está mi padre. Mi madre no está en la foto. Año 1970. Mi hermano aún no había nacido. Le doy la espalda al televisor. Miro hacia mi padre y el muchacho que en cada aparición no tendrá nombre. Mi padre y el muchacho miran atentos hacia el televisor. En blanco y negro el mundial de fútbol del 70. En blanco y negro la maravilla de Pelé. Hasta aquí la foto. El aparecido sin nombre. A mis 8 años guardé su imagen. Sólo su imagen. Quizá lo salvé del olvido por su enigmática presencia. Y por su paso fugaz por la casa de Martín Coronado.

No estoy seguro. Uno o dos días. Me inclino a pensar que fueron dos los días que duró la visita del primo Satanás en la casa. Lo recuerdo mirando el televisor. Siempre sentado. No lo veo entrar a la casa. Tampoco lo veo salir. Siempre sigue el partido. No recuerdo el día en que se fue. No hay despedida de Satanás. Nada se descuelga desde la memoria. Quizás una única sospecha. Una discusión con mi padre. Un algo misterio por lo general oculto a los pibitos de 8 años.

Aparece, además, una pregunta. Un enigma por sobre la ruleta de los días. Por qué quedó en mí su imagen. Cuál el disparador para el interés del pibito. Cuál el encuadre para esa foto en blanco y negro. En el muchacho morocho de pelo corto el pullover era oscuro y la camisa blanca. No recuerdo la voz de Satanás. Nada más mira hacia el televisor. Mira fútbol. Mirará el mundo de Martín Coronado hasta su partida en silencio. De la misma manera que como llegó.

En una medianoche cualquiera del último mes apareció Satanás. Como ayer, seguía sentado en la silla. Supe en ese momento que debería contar el personaje. La situación. Debería fijarlo en la escritura. Entonces la tinta alumbró el camino hacia una brevedad, ese híbrido entre ciertas convenciones de la prosa y cierta búsqueda y, con suerte, encuentro con el poema:

 

no queda nadie que sepa por qué lo llamaban Satanás / sí queda quien dice que a ese / que está sentado frente al televisor / lo mentaban Satanás en su tierra / por qué? ya no hay manera (…)

 

Pero la escritura de la brevedad no alcanzaba. El tiempo transcurrido quería más. Había una necesidad mayor de contar. Supe así que terminaría escribiendo esta aparición que ahora respira entre brevedad y relato. Recordé en una noche a principios de agosto que Tom Waits varias veces me cantó que Satanás no existía, que era el mismísimo Dios cuando estaba borracho. Imposible esquivar el pensamiento, la idea.

Por qué llamarlo Satanás. Qué es lo que había hecho. Cuál el proceder que lo define, explica, y lo nombra. No hay manera de saber. Ya no.

 

(…) desde la silla y atento a la pantalla / el primo segundo llegado del campo / de Santa Teresa / donde había nacido mi madre / desde allá lejos / luego de tanto tiempo regresa fugaz / como aparecido en el viento / el mismísimo Satanás // (…) vaya uno a saber de los sucedidos / silencioso se deshizo en el aire / quiere contar la memoria que sin decir adiós se fue / y como en un tango nunca más volvió / pero mi pibito de ocho años lo tenía a salvo del olvido // (…)

 

Anoto hoy, a más de 50 años de la presencia de Satanás en la casa de infancia, que quizá. Que tal vez. Que creo. Que un bote de entresueño rescató y guardó la imagen en la memoria por tratarse simplemente de un hombre anónimo. Uno de tantos. Un hombre más con la posibilidad de que sus manos hagan el bien o el mal. Un habitante más de la condición humana. Así lo veo como aparecido. Así lo veo volviendo desde que mi tía Marta dijo que ese muchacho joven en mi memoria, que ése era Satanás. Este pensamiento me llevó de regreso a Tom Waits y sus canciones. Que Satanás no existe, que es Dios mismo cuando está borracho, asegura Tom mientras saborea, muy cercano al creador, un Jesús de chocolate. La aparición de Satanás en Martín Coronado quiere significar, tal vez, al menos así me gusta pensarlo, la conjunción de lo humano frente al siempre misterioso desafío de la vida. Y quizá la posibilidad de jugar a entender esta necesidad me llama a contar este casi nada de aquel Satanás de infancia. A veces el día es una cuestión de elección. Desde dónde se escribe la novela propia. Ser Dios y Diablo en la misma mano.

miércoles, 11 de septiembre de 2024

Topo, el octavo pasajero


 

Alabado sea yo. En desorden palabrero la plenitud de la peor jactancia. Se jacta. El payaso devenido en topo se jacta. Amo ser un topo. Amo. Ladra. Alardea. Fanfarronea. Topo engreído. Fatuo. Vanidoso. Arrogante. Orgulloso. Petulante. Soberbio.

El topo de la motosierra avisa que su condición anarco capitalista lo lleva a destruir el Estado. Destruir desde adentro. Desde el andamiaje. Topo presidente, el octavo pasajero. Una aterradora nave Nostromo, construida con variadas causales, trajo el bicho hasta la patria. Cortó hueso desde el pecho de la patria. Estalló como grano maduro. Acunado durante el viaje televisado en directo para el pueblo. En especial para aquellos acostumbrados a ver sólo el reflejo sobre la cáscara. Para aquellos que podían pensar, pero que eligieron no hacerlo. Para los que olvidaron. Para los desesperados. Para los que sólo piensan en ellos. Para aquellos a los que simplemente les pareció divertido. Para los anclados en el odio. Alguien que llegara desde el futuro y terminara con el tablero donde se juegan los días de la patria desde hace más de doscientos años. Porque es tan sabido que da asco repetirlo. El Estado de la patria -así cuenta la leyenda- por tv, radio, y las mil magias malignas de las redes de engatusar (sí, porque antes la tv dijo para el gato) decía que dijo el cuento que el susodicho Estado era un nido de ladrones. Es más, el Estado es un tacho de basura. Entonces hacía falta algo payaso, algo topo, un algo motosierra que haga fetas de la patria mientras marcha a bodega un suculento licuado. Digamos que como el final de una mala noche de ayer, una banda alquilada de salvajes terminara a las patadas con los tachos que contienen la basura que señala la tv. Ellos, los medios. A través de ellos, los Ellos, salen a limpiar en todas direcciones. El juego de hacer como que hacen y denuncian ilícitos. El pueblo debe saber de qué se trata. Por eso cuentan la fachada y ocultan la conveniencia. Para que la resucitada doña Rosa sepa y diga qué barbaridad, y haga cruces en el aire. Que Dios nos ampare. Que quemaron un auto. Los violentos. Sucedió cuando largaron al ruedo, cual perros de Tíndalos, la banda salvaje de abollar ideologías tras la manifestación en la plaza del Congreso. Se cantaba y se puteaba. Que no se vende, que la patria no se vende. Violenta la cacería de los perros rabiosos. La tercera línea de los mandaderos de la plutocracia en libertad. Mucho perrerío de oscura estirpe. Demasiado ladrido entre el pluto de más acá y el otro que agita al topo desde el más allá.

Las fuerzas de seguridad federales en la ciudad esperaban la señal de largada. Los meteorólogos de siempre ya tostaban un auto de un periodista a varias cuadras de la plaza. Un grupo de diputados de la oposición se acercó hasta una fila de defensa de la policía. Muy cerca del Congreso. Sin mediar palabra alguna, ni acción violenta, los representantes del pueblo fueron rociados con gas pimienta en sus caras. Llegó la orden a los meteorólogos para que al fin hicieran su magia con el clima. A tirar piedras se ha dicho. Los infiltrados cumplieron con el show y las fuerzas de seguridad dieron libertaria labor a las escopetas cargadas con munición de goma. Libertad libertaria a los rociadores de gas directo a los ojos de los que puteaban y cantaban. Suelta de libertarias granadas de humo lacrimógeno. En medio del zumbido de una caballería motorizada. Que te paso por encima. Que te disparo. Que no importa que no estés haciendo nada. Porque hoy hago aquello que me gusta hacer. Orden y proceder. A salvo de toda duda moral, el cascarudo no piensa en nada. Arremete. Un ciudadano sin hermanos ciudadanos. Llega la orden. A cazar. Todos a cazar. Abierta la temporada. El topo ladra que sí. La Pato húmeda de emoción dice más, empuja a más.

 

regresa el viejo de la bolsa / pisa el cemento de la avenida / salta desde la moto de la policía / lleva bolsa mala de cuento de terror hecho realidad / lleva escopeta con postas de goma / y lleva permiso de jaula / trampera para un puñado de jilgueros cantores / sueños ideas derechos humanos / viejo con mala bolsa que se aplica al instructivo / aroma la represión como si fuera siesta de verano / a vos a vos a vos a vos a vos y a vos / señala al boleo y enjaula para mejor ejemplo / ríe mientras se escribe el aviso / atenti que a cualquiera toca / noticia en proceso / detalles de la cacería / de regreso está el viejo de la bolsa / ahora vuelve a la moto / algo dice al policía que conduce / cuando la escopeta escupe un cartucho vacío

 

De pibito supe de la existencia amenazante del viejo de la bolsa. Al menos era el aviso de reserva ante el desconocido. Un vislumbre del miedo. Aquel cuento leyenda que bajaban los padres. Digo que hoy pienso en la pena que me provoca la imagen de un viejo llevando, quizá, todo su refugio en una bolsa. Pienso en las trampas escondidas en la ruleta de los días de la vida. Pero claro que hoy existe una aplicación distinta. Aunque en sustancia el resultado sea el mismo. Las víctimas a la bolsa. Una amenaza cierta. Porque acaba de suceder. La amenaza no es un viejo. Es una banda de alquiler que no duda en el momento de levantar a sus víctimas. Son los brazos mecánicos de las naves marcianas en la Guerra de los mundos de H.G.Wells.

Así escribí hace una cantidad de días. Hasta “Wells” escribí cuando algo en mi interior detuvo el decir. Nunca, hasta ahora, había dejado inconclusa una mirada escrita. Habrá pasado un mes en suspenso. Ahora estoy de regreso. Observo. Sigo el relato. Releo desde dentro del plano general que cuenta el paisaje dolido de mi patria.

Como si recibiera un pelotazo en la boca del estómago. Quedo sin aire. Escucho la radio. Sigo sin poder creer el sucedido. Voy sin aire. Me arrastro sobre la página en blanco. Pienso. Sucede en cada día. Es el precio de estar informado. De andar por el barrio a consciencia despierta. Escribo. Sigo el impulso. Voy tras un puñado de líneas. Casi sin pretensión. Una brevedad. Otra más. Una brevedad que busque fijar una mirada. Un momento. Un pensamiento. Esa necesidad de decirme. De decirnos. La necesidad de guardar en la memoria. Para nunca más olvidar.

 

que nadie haya recordado parece mentira // corta el filo de una historia mala / mano cruel de falsedad libertaria / roba la palabra // luego dispone el tajo asesino / dios conocido el odio el argumento / la no idea de tiempos tristes / filo de encandilar / reflejo salvaje veloz / mientras derrama la primera sangre / pasen y vean las ofertas de mercado

 

Había anotado más arriba que el payaso devino topo. Motosierra y licuadora. Amenaza. Grita. Se descontrola.

 

un carajo / otro carajo / y otro carajo más / tres carajos avisa / amenaza el payaso / me importa tres carajos // que a cuánto tu carajo? // oculta el índice de riqueza / el cruel y su circo / grita defiende muerde / sostiene el piolín remonta / (siempre entre vientos la historia) / en alto el reparto injusto / que colores opuestos pugnan en este barrilete // mal ladra el payaso / un carajo / otro carajo / y otro carajo más / tres los carajos de esconder

 

Una brevedad intenta ser búsqueda y encuentro. Dentro y fuera de nosotros la patria. Cada uno la patria. El otro es la patria. Soy la patria del otro. Búsqueda y encuentro en la brevedad. Un intento más de resistencia. También de permanencia para denunciar la crueldad de este mientras tanto.

 

invierno de cemento y viento anónimo / de nada sirve / cartón ni colchón de descarte / ni parecita techo en la ochava ni bajo autopista / cuando hay muerte en la ciudad / de nada sirve / escribir esta brevedad de dolorosa urbanía / que anota sin embargo en la historia / que abandonados en su último refugio / muertos fueron seis hombres / en maldita noche anarco capitalista / avisa noticia la voz de la radio / crónica cruel / sucedidos del sistema / mientras las calles heladas

martes, 13 de agosto de 2024

Desde la ventanilla




Cohete espacial a la vista. Como ayer. Un ayer de lejanía explícita. De regreso en este día presente. Pasó casi toda la vida. El cohete espacial sigue ahí. En ese lugar. Y ocupa su lugar en esta escritura. Espera. Tan real. Su apariencia tan de los años sesenta. Tan gris en la altura. Como si estuviera aterrizado sobre una colina baja. Entre la bruma de un puñado de nubes cercanas. O tal vez aparezca así abrazado por el arrebato silente de una lágrima. Al borde de un valle. Como si hiciera una eternidad que aguarda el regreso del viajero. Del comandante de su destino.

Tiene forma perfecta de cohete espacial. De aguja estilizada. El ancho necesario para la comodidad de la tripulación. Su figura punzante apuntando al corazón del cielo. Donde los otros mundos. Los otros seres vivos del universo. Donde quizá los dioses otros.

Un cohete de los inicios de la carrera espacial. De estética yanqui. Como el que aparecía, entre las imágenes dibujadas y coloreadas, en la pantalla televisora que llevaba al frente mi robot a pilas. Mientras caminaba se encendía el visor por donde miraba el pibito que fui. Dentro giraba un simulacro de película. Y en ella aparecía un cohete espacial sobre un territorio desconocido. Un cohete espacial como el que está posado sobre la colina.

Hay un cohete espacial, avisó alguna vez mi padre en un día de infancia. El tren rodaba hacia la terminal. Ferrocarril Urquiza. Cerca de la estación Lourdes. En dirección a Federico Lacroze. Habló mi padre. Dijo el cohete espacial. Miré por la ventanilla. Mi padre señalaba con su brazo extendido. El dedo índice, su mano, en el aire. Allá lejos. En el cielo, hijo. Piedra libre como en las veredas del barrio. Pude descubrir la nave sobre la colina. Mientras el tren surcaba el valle. Lejos, lejos, en los tiempos en que el hombre salía de caminata por la superficie de la Luna.

Fue una necesidad. Como el agua fría en la cara cuando me levantaba cada mañana para ir a la escuela primaria. En cada viaje en tren buscaba la presencia del cohete espacial. Despegaba en Martín Coronado. El andén era bajo. Un tren de vagones oscuros. Todo iba bien. Atento a la estación siguiente: Villa Bosch. La emoción se tensaba. Música de orquesta típica de tren. Tropezón era, es, la estación anterior a Lourdes. En cada viaje de tren confirmaba la presencia del cohete espacial. Quedaba claro que la tripulación aún no estaba completa para encarar un viaje hasta el último confín del universo. El cohete estuvo ahí en cada revisión a varias cuadras de la zona de lanzamiento. Mientras tanto el tren rodaba por el oeste de la provincia de Buenos Aires.

Apenas sumé los conocimientos necesarios, con la herramienta a la mano, subí al cohete espacial de la lectura. Desde pibito me atrajo el misterio del espacio sideral. Leí libros sobre la historia de la carrera del espacio. Recuerdo el proyecto Mercurio. Los esfuerzos por llegar a la órbita terrestre. Libro con sobrecubierta verde y tapa dura. Astronautas sonrientes en fotos en blanco y negro. Conocía cada recoveco de nuestro sistema solar. Entre los planetas, nuestra Tierra. Nuestra Vía Láctea. Nuestra, la infantil pretensión. Aún era pibe cuando estudiaba las estrellas en el cielo del Planetario de Palermo. A veces, perdido en alguna esquina de la bóveda aparecía el Sol, una estrella más. El Sol y sus compañías, los planetas con los que viajaba. Y en un planeta, en la Tierra, un pibito de provincia veía, desde la ventanilla del tren, un cohete espacial aterrizado sobre una colina baja. Al borde de un valle. Y en el valle el tren desde donde el pibito que fui, miró, vio, y que, de regreso en este volver que anoto, miro y veo. Pasado y presente. El cohete espacial sigue ahí. Espera la llegada de su tripulación. Del comandante de su destino.

Mirar la Luna. La permanencia de la búsqueda. Dónde la Luna. Dónde el satélite en la noche del cielo. Desde pibito que miro la Luna. Porque hasta la Luna llegaba el cohete espacial. Una nave como la de la colina. Porque desde la Luna ciertos dioses despertaban a los hombres lobo en la Tierra. Lo supe luego, cuando llegaron los tiempos de lectura de la literatura fantástica y sus criaturas de la noche. Porque una vez me iluminó el color que cayó del cielo. Y en otra noche supe de la existencia del vampiro estelar. Supe de Ligeia, Morella y Berenice, tres extrañas Marías dentro del cuadrilátero de un Orión desesperado. Supe de las cenizas de Charles Dexter Ward. Conocí Arkham, Dunwich, Innsmouth. Las orillas del río Miskatonic. Quedé encerrado en la cripta. Fui soñador del libro prohibido, el Necronomicón. No es ésta otra historia. Digo que hasta ella me llevó el cohete espacial. Estoy seguro de ello. Sí, tal vez, haya viajado en el cohete espacial que veía por la ventana del tren cuando pibito fui. ¿Por qué no? Vamos. El comandante anónimo que me tocó en suerte me subió, sí, quizá fue él, a su nave fantástica, con aspecto de aguja literaria, que fogoneó sueños en la imaginación del pibito. El cohete espacial que veía desde la ventanilla del tren siguió con su viaje. Aunque disimulado contra el cielo, aguardaba agazapado sobre la colina. Pasaban los años. Llegó en el después un tiempo especial. En los días de la tv de aventuras tocó el turno de dos series fundamentales: Viaje a las estrellas con la nave Enterprise, y Cosmos 1999 con su base lunar Alfa. Una nave fabulosa en brillos y luces, la eterna Enterprise de Kirk y Spock. En Cosmos 1999, es la mismísima Luna la que se transforma en nave. Una fuerte explosión saca a la Luna de su órbita y comienza  un vagabundeo sideral descubriendo mundos y seres otros.

Fue una necesidad. Ya está escrito. Buscar la Luna en el cielo. El agua fresca sobre mi cara. El cohete espacial por la ventanilla. Los viajes siempre eran de mañana. Un quehacer del cotidiano nos proponía el viaje en tren hacia la ciudad, ir al centro, a la Capital Federal. El tren mismo, ahora que lo pienso, era un transporte espacial que me llevaba a otro mundo. Y lo anoto porque así era. El viaje a la Capital era un acontecimiento. Sucedía de vez en cuando. Los objetivos, diversos. El tren rodaba por el valle mientras mi pibito se encontraba con el cohete espacial en la colina cerca de estación Lourdes. Ahí, hacia el casi cielo, mi mirada. Cuando iba en tren para una visita al médico. Cuando mi padre decidía que ese domingo era buen día para ir a ver un partido de fútbol de mediana concurrencia y a no tantos años luz de distancia. En dirección a los estadios de Argentinos, Atlanta, Ferro, nunca dejé de buscar el cohete espacial en la colina. Fue una necesidad. Una sortija de calesita. Una y otra vez el guiño de lo fantástico. Un planeta desconocido más cuando la pelota, a gran velocidad por el espacio, llegaba como pase a la red dibujada con los sueños de tantos viajeros.

Cuadro a cuadro pasan los años de la vida. Mis viajes espaciales me llevaron, y me llevan, hasta una película: Alien. En la impactante experiencia de haber sido espectador el día del estreno, supe que la misma unía en el futuro el viaje por el espacio y una criatura terrorífica proveniente, en origen, de, por ejemplo, monstruos cercanos a la condición humana, como Drácula y Carmilla, hasta alguno más animal como los perros de Tíndalos o el Wendigo. Solo por apenas espiar en las huestes que viven eternas dentro de la literatura fantástica. Una nave, la Nostromo, regresa a la tierra. Siete tripulantes. Pero algo sucede. El regreso se parte. Estalla la historia. La memoria toda. En la Nostromo ahora hay un pasajero más. Un alien. Una criatura cruel llegada desde los sótanos de la peor de las noches. Lo peor de su especie. Una especie de topo anarco capitalista con mandíbula y garras de motosierra. Es nacido desde el interior del sistema. Destruye desde adentro. Desde el andamiaje. Cortó hueso desde el pecho de su tierra. Estalló como grano maduro. Bien que ahora juego con el recuerdo del título, para el estreno y el reestreno en este cruel presente: Topo, el octavo pasajero.

Estoy de regreso en el vagón. Veo el cohete espacial desde la ventanilla del tren. Saltó como conejo el recuerdo. Justo cuando el tren abandonaba la estación Fernández Moreno. En un regreso más hacia el origen. De ida y vuelta. De ida a Martín Coronado. De regreso a Boedo. Viajo a contramano del recuerdo. Soy un hombre viejo. Lejano al pibito. La próxima estación es Lourdes. Me pregunto por el cohete espacial sobre la colina baja. ¿Estará esperando a su comandante? La casa de infancia está. Está mi hermano. No están mis padres. Ha pasado casi toda la vida. Pero está el valle por donde circula el tren. El tren sigue en movimiento y en el viento permanecen ciertas memorias.

El tren despega de estación Lourdes. Un tango contrario a las agujas del reloj. Como acodado en el estaño. En la ventana de una puerta del vagón espero y busco. Había una vez un cohete espacial sobre una colina baja que era la terraza de un edificio mediano, uno o dos pisos, y que sobresalía entre casas bajas. El cohete espacial que me llevó de viaje cuando pibito fui, sigue ahí. Cumple con al menos dos misiones. Sirve como tanque para el agua del edificio, y refresca imaginaciones varias. 

miércoles, 24 de julio de 2024

Semillas en la palma de la mano

Dibujo de Alejandro Lois



en la palma de la mano de mi madre / semillas de zapallo / maravillada de naturaleza repite / mire hijo aquello que era y aquello que será / así la vida dijo con mano plena / en su tierra presentó semillas de despedida / antes de dormirse para siempre / después de la siesta / en una tarde de mayo / ella mi madre en día de mayo nacida

 

escribe poemas avisa murmura dice / la muerte siempre dice / para que nadie olvide // llega en el viento / en el viento espera a lo largo de la vida / adentro y afuera pincela los días // fui testigo de su certeza su cercanía / llega en el viento y se descalza en el aire que rodea al viajero / de a poco en silencio se instala y busca / pinta paisaje hasta que aparece la tensión / la muerte ha decidido / en un ademán simple al paso como al descuido // apenas una resistencia / luego dejarse estar en el filo del muelle / subir al bote al río // trago a trago de barrio en barrio de historia en historia / habitar la muerte luego de la última encrucijada / un cruce de caminos sin ruido un tajo sin sangre / de una vez juntar el puñado de recuerdos y cerrar el mono / echarse a andar por el otro barrio

 

trato de encontrar la palabra que diga el vacío / anoto tu ausencia / imposible escucharte / saber que no estás cuando pienso en hablarte / nos quedamos solos / vos allá de regreso en Santa Teresa / nosotros al fin entendiendo qué es la soledad / quizá por eso trato de encontrar la palabra que diga el vacío / anoto tu ausencia / digo que distinto es el día sin la madre / distinto cuando ya no hay sortija en la calesita que nos regresaba a casa

 

Escribo brevedades. Textos entre la prosa y el poema. Brevedad, una brevedad, brevedades, así las nombra mi amiga Antonia. Otro camino de escritura. De contar el sucedido. Trabajar en la memoria para quien guste. Entonces una primera brevedad para decir la muerte de mi madre. A continuación otra brevedad para decir la última ronda. Y una pista posible que anota la soledad. Escribir a la madre de la misma manera, palabra a palabra, como la madre escribió al hijo, punto a punto, en cada giro de la lana, en la bufanda negra que me abriga cada invierno. En el renglón de la bufanda, desde sus manos, su manera de decir, de anotar la vida.

Pienso en mi madre. En saber cómo está. En decirle que estoy bien. En avisarle. Pienso

en mi madre para hablar un momento. Para que ambos escuchemos nuestra voz. Para que tengamos noticia. Aunque más no sea para comentarnos el clima. Para contarnos los precios asesinos que parió el payaso cruel de la licuadora y la motosierra. Apenas un instante después de pensar en mi madre aparece el silencio que trae la voz que me dice que ya no. No mandar el audio, el mensaje. No abrir la puerta del comedor. Ya no. Encontrarla sentada a la cabecera de la mesa roja de toda la vida. Ya no. En estos primeros días del después de su partida, me doy cuenta de que nuestro encuentro se daba entre los momentos del cotidiano. La madre era la presencia, la charla simple. Era también saber que ella habitaba la casa de infancia en Martín Coronado. Adela Selva Jaime, el nombre de mi madre.

Distinta es la ausencia de mi madre. Distinta a la de mi padre. La de mi padre cuenta con más puentes para el regreso, la visita.  La muerte de mi madre es la pérdida del origen. Tiembla la vida toda. No alcanzan los puentes. De poco las fantasmagorías. Ya sueltos todos los cabos. Cuando sólo queda el río y nuestro bote. Hoy me digo que escribo a mi madre porque tuve un abuelo poeta, un padre artista plástico, y porque mi madre escribió a sus hijos sobre el renglón de la lana. Sobre la lana de la bufanda. En renglón tejido escribo que al fin he comprendido la soledad.

Mi madre nació en Santa Teresa, provincia de Santa Fe. Un pueblo en el campo. Una pibita en un sitio donde muchas veces la comida llegaba flaca. Era pibita cuando guiaba, ella sola, el carro que tiraba el caballo. La pibita que engañaba el hambre comiendo semillas de girasol. Era pibita cuando la oscuridad de la noche de Santa Teresa -a principios de los 40- metió miedo mal horneado en su alma. Una vez alguien me dijo que de chico lo habían pasado de miedo. De ahí su valentía indudable. Mi madre no se había pasado de miedo. Entonces hizo la vida, como muchos, a la sombra del miedo.

El miedo de Santa Teresa nació en las noches de infancia. Noches cerradas. Sin luz eléctrica. Todos los días de la película de la vida fundían a negro muy negro. Oscuro el silencio. Negro hasta el cielo. Negras las criaturas que andaban en la noche. En especial los insectos. Mi madre siempre fue una feliz espectadora de la función casi mágica de la naturaleza. Pero el cariño inocente que siempre dejaba entrever llegaba hasta el perro de la familia, o hasta el caballo que aparecía en una película. No era magia de la naturaleza el camino de los insectos. Desde la noche de Santa Teresa, los insectos fueron parte del miedo, de la noche y su amenazante oscuridad.

La familia Jaime Ríos encontró su lugar -antes de que en el 50 partiera hacia Buenos Aires- en el paisaje que reunía al habitante originario y el inmigrante. Así fue que el destino siguió su curso. Desde Santa Teresa a Villa Soldati. El abuelo Eduardo de sereno –con vivienda en el lugar- en una fábrica. Hasta allí llegó la vida anterior. La memoria de Santa Teresa. Mi madre tuvo mucho cuidado de dar mayores datos de allá lejos. Algunas pequeñas pistas del cotidiano. Nunca le gustó hablar del pasado, afirma mi hermano. Es real. Porque nunca abundó la información. Ella no cuenta nada, afirma mi tía, su hermana menor. Como en toda historia humana duerme siempre el misterio, la apariencia, lo adivinado, lo entrevisto, un final inesperado de cuento, de los posibles cuentos escritos desde el primer día a consciencia en el paisaje que tocó en suerte. Quedará el silencio. Ella poco habló de aquella otra vida en Santa Teresa. Eso sí, no calló la impresión causada por la abismal oscuridad de aquellas noches de infancia.

Luego de la muerte de mi madre terminé una escritura que trata de deshilachar el miedo. A continuación el último texto de dicho palabrerío tejido en prosas y brevedades:

 

La guía de la planta de zapallo trepó por la vieja parra. Hizo cumbre en el cielo modesto del patio del fondo. Cerca de los alambres para colgar la ropa. Primero fue flor amarilla. Luego fruto que crece desde el verde. Colgó el zapallo como planeta dentro del sistema universo de la casa paterna. Mi tía dijo hace unos días, a poco de morir mi madre, que todo había terminado con la madurez del zapallo. Mi madre aún se asombraba con el casi mágico suceder de la naturaleza. Acompañó cada día el crecimiento del zapallo. En el centro del patio la vida le ganaba a la muerte. Fue su obra de arte. Ella era la única que creía y soñaba con el feliz término del fruto. Vencido el miedo, todos comimos zapallo. Durante unos días vivimos del triunfo de mi madre. Después, como siempre, el tiempo afiló su silencio. Hoy mi madre ya no dice terrible. Ella pudo escaparse del miedo que nubló sus últimos días. Se fue en un segundo. Después de dormir la siesta. El último miedo no tuvo oportunidad. Veo su silla vacía en el comedor. Su chal de lana en el respaldo. El mate de la mañana cuando es solo para mi mano. La quietud de la rueda de la máquina de coser. Sucede el día mientras el viento lleva y trae por el cielo del patio del fondo. Llevó y trajo. Así el viento.

 

Después de leer estas palabras, en el mientras tanto de una noche, mi hermano tejió, a lápiz sobre el renglón emotivo de la página en blanco, la presencia de mi madre. 

viernes, 14 de junio de 2024

El circo de la crueldad


 

No hay un hombre que toque la campana en la puerta de este circo. No. No lo hay. Sin embargo, pasen y vean. El circo de la crueldad montó su carpa. Todos adentro. Los viajeros que pasen y vean. La función lleva dedicatoria. Para el pueblo. Una obra que acentúa anteriores. Una obra que se reescribe para que el hijo del barrendero muera barrendero. Todos de parado. De pie los avisados. Los atentos. Los informados. De pie las víctimas mayores. Los desesperados. Los que ignoran el pasado mientras se los lleva puestos la urgencia del día. Los que no saben de ideas. Los hombres crédulos que compran la receta del poder. No defenderás ideas porque todo es lo mismo. Aquellos que creen que mejor es no tener ideas. Ni de uno. Ni de otro. Ser y estar moralmente orgulloso de creerse apolítico. Pues ahora, todos, pasen y vean. Tenga el pueblo querido la certeza de que verá la obra que se eligió representar bajo la carpa de este circo. Sí. Todos de pie. Todos nosotros. Toda queja será reprimida ni bien el pueblo pise donde no debe. El protocolo del circo lo autoriza. Por decreto, ley de dudosa factura, o porque sencillamente se les canta. Así lo mandan las fuerzas del cielo. Limpiarás las calles de todo aquel que se exprese en su defensa.

Las sillas del palco son para los verdaderos dueños del circo. La mejor vista. La mejor manera de pelechar la riqueza. Los que escriben el guión del payaso asesino. Sí, claro. Ese mismo. El de la tv. El que parecía tan impresentable. El que amenazaba con la motosierra. Pasen y vean. Todos, menos ellos, los del palco. Porque ellos ya saben de qué se trata la función. Ellos están de regreso. Otra vuelta en la calesita de mandinga. No llegaron desde una lejana galaxia. Vienen de acá nomás. ¿Quiénes son ellos? Los autores, los que idearon el guión. Ellos. Los Ellos. Los que cobran la entrada. Los dueños de las rejas. Los que alquilan trabajadores para que apaleen a otros trabajadores. Y en estas herramientas de alquiler ni una duda. En automático el disparo en el ojo del otro. Gas hasta que no puedas ver ni respirar. Una vez en el piso molienda gruesa entre tanta patada. ¿Los Ellos? Los dueños. Los cipayos. El poder económico. Los que cada vez construyen la llave que abre de par en par la puerta de la colonia soñada. Renovados los bríos de la colonia cuando exige el imperio. Así transcurre la obra en el circo de la crueldad. Apenas un puñado de meses lleva su mientras tanto. Pasen y vean. Que nadie cierre los ojos. Pasen. Que todos vean para que esta vez nadie olvide la función. Que después de sufrir el circo de la crueldad nadie, nunca más, olvide.

Agotadas las escaramuzas en el pasado reciente del payaso, el susodicho entró a pista. Desde ayer prometía el desierto. He ahí el origen de la arena que va colmando esta pista de circo cruel. Y ganó. Payaso que promete y cumple. En funciones desde hace unos meses el payaso electo se exaspera y amenaza. Cumple desmembrando la esperanza. Pasen y vean al payaso. Que nadie lo olvide. Ya que estamos dentro del circo, aprovechemos la oportunidad de aprender de una vez por todas. Será la obra dispuesta un canto a la crueldad. Mientras tanto el dolor. La destrucción. El temor. El horror. El hambre. La miseria. La no memoria. La mentira que encierra la burla. Hay que vernos en el susodicho circo. De pie todos. Muchos esperando una especie de milagro. Pero esta obra no sucede en el cielo. Ocurre sobre la arena donde habita el león. En el corazón del desasosiego el que de a poco deja de ir al mercado. Claro que sí, hablo de no tener la moneda necesaria para comprar la comida. Hablo de vivir lejos de la carnicería. La verdulería. Hablo de morir lejos de la farmacia donde los remedios aumentan tanto como el precio del asado. Hablo de la tarifa de la luz y el gas. Hablo del precio del pan. De mínima esos pequeños horrores cotidianos. De eso se trata. Así algunos de los actos de esta puesta en escena. Pasen y vean. Condena de mientras tanto en el circo de la crueldad. Todos de pie. Ellos sentados. Tildan, los Ellos sí, de memoria -los Ellos nunca olvidan-, los actos de esta obra que apuntala las vicisitudes de su historia de sangre. Esa necesidad de que el hijo del barrendero muera barrendero llevó a bombardear al pueblo en la plaza. Esa necesidad de desaparecer a aquellos hijos que se resistieron al sistema que siempre defiende al dios del mercado. Esa necesidad de entregarse al poder económico del imperio cuando los tiempos del miserable de Anillaco. Esa necesidad de dar porque es tan lindo dar buenas noticias. Esa necesidad del rey de amarillo de destruir la vida desde su altura de reposera. Entonces la aparición del payaso de esta obra de circo cruel, no es la llegada de un marciano que hoy se le ocurre paralizar la tierra, y transformarla en arena. Pasen y vean. Mientras a todos nos dejan de a pie. Ah, cierto. No a todos. No olvidar. A los del palco, no. A los Ellos no. Ellos tildan orgullosos el accionar histórico de sus mandaderos. Con casco o con Ferrari. Atención, vista al pasado. Ahora vista al frente. Pasen y vean. Los Ellos no se pierden detalle. Ya lo dijo el poeta Josecito de la ferretería. En estos tiempos crueles, el poeta acuñó el término destructivismo. Luego, el payaso, un destructivista. Y los Ellos, apologistas de la gorra y del sálvese quien pueda, también destructivistas. Los Ellos medran y se reproducen en la ignorancia que funda al individualista, que nace en la negación de la memoria. Los Ellos festejan, afirma Josecito de la ferretería, dentro de las prácticas asesinas de la barbarie de mercado. Entonces pasen y vean. Aquí estamos. Aquí nos trajimos y también nos trajeron. Salú a los medios de comunicación.

Muerte al Estado. Meta tajo de motosierra y a la bolsa. Da lo mismo el recorte en jubilaciones y moratorias, en salud, educación, cultura, ciencia y técnica. Acá tienen ustedes lo prometido. La obra pública ha muerto. El payaso, en el centro de la pista avisa que por ello siente orgullo. Quién se atreve a contar a los sin trabajo. Así el acto rabioso en el circo de la crueldad. Desde el costado de la pista, la primera écuyère del payaso, evalúa nuestra cara. La caripela de los viajeros condenados. La écuyère ladra, alienta, y el payaso ahora habla de héroes. Nada que ver con los muchachos obligados a ser héroes en Malvinas. No. Los héroes a quien se refiere el payaso son los fugadores de dólares. Aquellos que logran zafar de los controles del Estado. El payaso se babea de feliz ante su ocurrencia. La écuyère aplaude ardida en seducción. El drama para el pueblo está planteado. Desarrollado el puñado de personajes. Vueltas a escena fueron las recetas liberales de ayer. Cuando no quedó una fábrica en pie. Miles los desocupados. Los condenados. Es cierto. Jamás con el descaro, la ignorancia y la burla del payaso que sigue de show en el centro de la pista. Función en el circo de la crueldad. Pasen y vean. Sí, ustedes, los de a pie. Y que nadie venga a decir que ojalá al payaso le vaya bien. Porque es un error. Si le va bien al verdugo, peor para el condenado.

Todo parece controlado bajo la carpa. Sin embargo, la palabrita aparece. Pero… y entonces sucede un chiflido general en diversas sintonías. Aparece el chiflido que viene desde la memoria de la última dictadura cívico militar. Un chiflido desde los 40 años de democracia cuando, de repente, el payaso pinta su cara en un decreto que intenta pasar sobre el Congreso. Un chiflido en las calles del paro y movilización de trabajadores. Y de todos los condenados de la cultura, la educación. De todo aquel que transita su vida en el mundo del trabajo. Pasen y vean cómo nosotros, los condenados, resistimos la condena. Uno al lado del otro. Y en el otro la patria. La resistencia después de la motosierra y la licuadora. Acaba de terminar la primera  y la segunda parte de la obra. De la misma manera que sucedía en el circo criollo mientras perseguían a Juan Moreira. Moreira ha muerto. Que viva Juan Moreira desde esta nuestra oposición al circo de la crueldad. Para poner fin a tantas injusticias. Que viva lo inesperado en este nuevo quehacer después de la derrota. Solidarias jornadas donde el pueblo bajo la carpa rompa el silencio de lejanías. Que baje a la pista. Que grite resistencia y esperanza. Como sucede. Como ha empezado a suceder en estos meses. Juntos. Todos juntos. De pie por elección y no por mandato. De pie el vecino, el profesional, el universitario, el director de cine, el colectivero, el obrero, el recolector de residuos, el cartonero, el poeta, el que vive en la calle, el comerciante. Todos juntos. La mano tendida hacia el otro tratando de asir lo mejor de nuestra condición humana.

El payaso asesino estalló furioso. Alcanzó a decir que él era tan, pero tan grande, que se habían tenido que juntar todos para enfrentarlo. Ceguera y soberbia. El circo de la crueldad tiene final abierto. Así parece. A pesar de la compra de voluntades en la renovada intentona por ser colonia. Así parece. Ojalá. Permanecer en la resistencia es, debe ser la idea. Todos juntos.

martes, 21 de mayo de 2024

Tierra mojada

Dibujo de Alejandro Lois


Dos de la madrugada sobre la mesa roja del comedor. Empieza el partido. Abierto el estadio. Corridos los mantelitos individuales. Los vasos. Las migas de la cena flaca. El médium abre cancha. La hoja en blanco. El lápiz negro en bandolera.

El dibujante tiene una necesidad primera. Parar la bulla que traen los días desde el fatídico diciembre. En el paisaje del país todo queda a mano de la cadena que gira y tiembla y el grito que amenaza. La mayoría de los viajeros: condenados. Los hay conscientes. Y están los que no. Hay caras con certidumbre. Y están esas caras de los que creen no estar en la lista de los condenados. A ellos no les va a tocar. O la cara que ponen los que dicen que hay que dar tiempo a los asesinos. Que recién empieza el cambio. Que ojalá les vaya bien. La bulla de la víctima que nada sabe de su rol. Los que perdieron la oportunidad de andar entre las miradas de la historia. Los que no hicieron camino. Los que no construyeron idea, memoria e identidad. La bulla desde la incertidumbre. Y la resistencia de todos aquellos que saben de la bulla cruel de la motosierra. Y en el mientras tanto los precios. Licuada la moneda. Amenaza. Violencia. Odio. Bulla cruel sobre el paisaje. A diario. Una mano de provocación y humo. Un golpe certero en el corazón de la vida. Bienvenidos al circo de la crueldad.

El médium, que no sabía que lo era, pero que sí sabía que era dibujante, venía de días de bulla devastadora. Se sabía, en esta noche, condenado al insomnio. Entonces decidió resistir al tiempo que la resistencia se fundaba también como recreo, como un viaje. Decidió intentar su arte. Auténtico. Motivado simplemente por ideas. Arte creativo. Una jugada que, al menos, por un tiempito, se lo llevara lejos de la bulla cruel del destructivista.

La casa paterna del dibujante es de cara angosta al frente. El terreno corre fino al principio, y desde la mitad hacia el fondo alcanza su mayor anchura. La casa siempre tuvo dos patios conectados por su nombre. En límite imaginario, como si se tratara de dos barrios, el patio de adelante se transforma en el patio del fondo. Y hacia el patio del fondo es que, de repente, el dibujante dirige la mirada. Sus ojos sobre la puerta mosquitero que da al patio del fondo de la casa de Martín Coronado. Algo atrajo su atención cuando se disponía a dibujar sobre la mesa roja del comedor.

El patio del fondo lleva hasta el taller de pintura de su padre, que desde hace un puñado de años vive en la muerte. El patio también lleva hasta un galponcito rústico que guarda objetos y utensilios que dicen de la vida pasada. El patio del fondo es donde con mayor decisión se acentúa el paso del tiempo. El dibujante sabe que la casa toda es tiempo pasado, pero el maelstrom está en el fondo. Los viejos canteros y macetas quedan bajo la mirada atenta de su madre. Ella ordena los trabajos que las plantas necesitan, y el dibujante procede mientras ella descubre brotes y flores nuevas, mientras se sigue sorprendiendo por el quehacer casi mágico de la naturaleza. Repartidos en el patio y en los canteros junto a las plantas, hay dispuestos, con el mejor celo de curador, una serie de objetos que también dicen el paso del tiempo. Hay una cocina, un lavarropas, restos de un par de computadoras, una parrilla puro óxido, y una cantidad de escombro metálico que alguna vez formó parte de la vida en el mundo. Una exposición. Una de las posibles crónicas donde ensayar sobre los recovecos de los días.

El dibujante está a punto de entrarle a su intento de arte. Sucede en la primera parte de la madrugada. En el mientras tanto del silencio de la noche. Duerme su madre. Duerme en la noche estrellada de un día a fines del verano.

De repente supo del fantasma. Se expandió, se abrió su flor en el fondo de la casa, casi en el corazón del patio. Presintió. Adivinó. El fantasma se detuvo frente a la puerta. Se detuvo parte de su sustancia frente al tejido mosquitero. Pero a través del silencio y la noche, el aroma que trajo, que era la mismísima aparición, entró en la casa. El dibujante nada veía tras el límite de la puerta. Todo era quietud y aroma en la clara presencia.

No había ni una pizca de brisa. El aroma que se extendió por la cocina y el comedor gozaba de propia voluntad. En la mesa roja, sobre ella, se instaló el aroma nacido de la tierra mojada. Era la tierra mojada. Su buen fantasma. Su sustancia. Su poema dicho en la noche.

El dibujante se vio sorprendido. Incrédulo ante esta forma de la magia, ajustó el esfuerzo de su mirada hacia el fondo de la casa. No dudó. Y se puso de pie de manera lenta. Y lento caminó sobre la tierra mojada que respiraba en la cocina. Cuando llegó a la puerta mosquitero, levantó la mirada. Bien al frente. Avisaba que iba a salir al patio. Pedía permiso para abrir la puerta. Aterrizó en el cemento alisado. Ahí donde la tierra mojada era el patio del fondo. Reconoció el escalón en la oscuridad. Subió. En el aire, como si flotara un planeta, vio el zapallo gigante que cuelga desde la parra. Otra magia que siempre nombra su madre. Lo dicho, su felicidad está en el asombro que le provoca la naturaleza. Caminó por el patio. Habían pasado dos días después de la última lluvia. La tierra estaba seca. Y sin embargo el dibujante caminaba en medio de la tierra mojada.

Volvió sobre sus pasos. Todo su universo, su exposición, estaba en su lugar. La aparición del fantasma de la tierra mojada no había afectado el paso del tiempo ni su representación. Al menos eso creyó.

La puerta mosquitero lanzó su queja metálica cuando se cerró. No recordaba haberla escuchado al salir. Acercó su cara al mosquitero a modo de saludo. Giró y caminó hasta la mesa. Sobre el rojo. En el silencio. En la noche. El aroma a tierra mojada. Aspiró en profundidad. Una vez. Dos veces. Se aflojó su cuerpo. Desaparecieron los dolores físicos. Recuerda que alcanzó a tomar el lápiz en medio de la tierra mojada. Y al parecer dibujó.

Vio a su padre salir del taller. Traía en su mano izquierda el cartón donde dormía el boceto del último cuadro, el que quedó sin pintar. El viejo caballete ya estaba abierto en el centro del universo patio. Igual la mesita de patas altas donde se apoya la paleta. Desde debajo del limonero fantasma volvió Batuque, el primer perro. Hizo la fiesta de siempre, como cuando era ayer. Volvió Garúa y sus ojos de miel desde su lugar al costado del galponcito. Se puso en dos patas, casi de la altura del padre. Se corrieron en silencio las baldosas blancas apoyadas sobre la tierra, y volvió Trueno, el peludito, el tercero de los festejantes. Mientras el padre del dibujante pintaba, los tres perros merodeaban a su alrededor. Husmeaban misterios y colores y regresos de más allá entre las bondades del aroma a la tierra mojada.

Cuando despertó, el dibujante estaba feliz, aliviado. A veces se quedaba dormido con la cabeza apoyada en la mesa. Pero esta vez se sentía distinto. Al dibujo que no recordaba haber hecho, le faltaban algunos detalles. Trabajo para mañana.

Recordó el aroma a tierra mojada. Una ausencia en el paisaje. Dudó. Acaso realidad. Acaso sueño. Tal vez el persistente deseo de regresar a la felicidad de ayer, y a la posibilidad de la felicidad en el presente.

Pensó en la tierra mojada como metáfora del nacimiento de la esperanza de una nueva vida. Eso me dije. El dibujante llevaba en su interior, sin saberlo, y sin saber que era médium a través de su arte, el deseo de una metáfora que lo ayudara a ver y escuchar entre la bulla de estos tiempos tristes. A no olvidar jamás la función en el circo de la crueldad. Eso me dije. Habrá que renovar fuerzas. Tierra mojada como resistencia. Tierra mojada como felicidad. Tierra mojada como verdad. Tierra mojada como amor. Tierra mojada como país. Tierra mojada como solidaria presencia. Tierra mojada como renovada victoria.

Retorna la vida. Volver. Otra vuelta en la calesita de los días. Regreso, Resurrección desde el buen fantasma de la tierra mojada.

Eso me dije. Luego escribí el sucedido que narró el dibujante, mi hermano.