Quien observara la escena desde afuera podría pensar que a Manolo le dolía algún tramo de su aparato digestivo. Parecía que recibía descargas, tirones, puñaladas en el costado y, como manera instintiva de respuesta, sin que su cara revelara ni la sombra de la enfermedad, manoteaba desesperado su costado buscando calmar la punción del supuesto dolor amanecido.
El hipotético observador, de haber seguido la secuencia de los movimientos del condenado podría, de ser un mirón perspicaz, notar que el horror se disparaba cada vez que se hacía la luz, contrariamente a lo que indica uno de los postulados de dicho género: si hay que sufrir nada mejor que la oscuridad.
Es dudoso que el observador imaginara además molinos de viento como si fueran los gigantes que despedían la susodicha luz.
La noche era de misa y fiesta grande. Evangelina cumplía sus quince años cuando Manolo Gálligo, cual Napoleón sin chaqueta que lo cubra, parecía representar su escenita de dolor. Era la noche del 29 de julio de 1993. El lugar geográfico: la ciudad de Gualeguay, Entre Ríos. Un segundo antes de dispararse el flash de la nueva foto, se escuchaba la voz de mamá Olga: Manolo, la mancha. Así le gritaron durante toda la noche al joven hoy conocido como el Manolo de la mancha (casi un círculo, unos cinco centímetros, sobre el pulóver claro).
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