Sabés, Julia, tengo una amiga que se llama Mónica
López Ocón. Ella es una persona muy buena, sensible como pocas, atenta a la
vida de las pequeñas cosas, a las historias chiquitas que se pierde la mayoría de
la gente. Es escritora, periodista, y aunque lo niegue, poeta. Escribe en el
diario Tiempo Argentino, y hoy en el
suplemento de cultura escribió una columna (la llaman “la columna torcida”)
titulada Dedicatorias. Es uno de los
mejores regalos que recibimos desde que naciste, y se me ocurrió que fuera
parte de tus historias: “Nunca tuve noticias de que Edison le dedicara la
lamparita eléctrica a la mujer amada. Tampoco me enteré de que Bill Gates le
haya dedicado a alguien sus innovaciones en el campo del software, ni que los
cirujanos dediquen las operaciones de apéndice a sus seres queridos. En cambio,
Enrique Vila-Matas le dedica todos sus libros a Paula de Parma. Antonio Muñoz
Molina le dedicó La noche de los tiempos
a Elvira Lindo y José Agustín Goytisolo llegó al punto de convertir su
dedicatoria en el título de un poema: Palabras
para Julia. Según parece, sólo las palabras pueden dedicarse. Es cierto que
también se dedican los premios, desde el Martín Fierro al Oscar, pero sólo los
textos admiten incluso una segunda dedicatoria escrita por alguien que ni
siquiera es su autor. En la primera página de Fuego en Casabindo de Héctor Tizón cualquier hijo de vecino puede
escribir su dedicatoria. Dedicar un libro ajeno es como endosar un cheque de
terceros para que pase a engrosar nuestra propia cuenta. Cuando pregunto por
qué sólo se dedican los libros y no el resto de los objetos del mundo, me
contestan que es por el valor poético de las palabras, un valor del que carecen
los enseres cotidianos. Creo que están equivocados. Por eso, he decidido
dedicar a María Iribarren la vajilla de porcelana que heredé de mi abuela. Ella
sabrá reconocer, estoy segura, las historias pintadas en color azul sobre la
porcelana blanca. Aunque el paisaje y los carruajes parecen idénticos, no
cuentan lo mismo en la tetera que en las tazas y el final varía según el plato
sea hondo o playo. Dedico a Edgardo Lois mis viejos juguetes de hojalata para
que reconozca en ellos su propia infancia y le cuente a la pequeña Julia (que
se llama así por el poema de Goytisolo) cómo era la niñez cuando ella no estaba
en el mundo. Dedico a Angélica Alberico mi limonero y el costurero de mi madre
para que sentada en la sombra fresca y amarilla escriba poemas con la tiza de
modista. Dedico mis abanicos a Cecilia Alcoba de Abril: algunos le regalarán
aires gitanos y otros le darán vientitos orientales con olor a sándalo que la
harán viajar sin salir de la cocina. Para terminar, dedico esta columna torcida
a todos aquellos que sólo formulan preguntas que no tienen respuesta”. Una
dedicatoria con gustito a tiempo, un puñado de palabras que se queda a vivir entre
los sueños, y una de las invitaciones más hermosas que me han hecho: volver a
la infancia con vos a mi lado, para así ir haciéndonos
en la memoria.
domingo, 14 de octubre de 2012
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario