A Mariano Larra,
personaje de mi novela Morir por Perón,
le tocó en suerte recibir como herencia una de las señales que yo considero,
desde hace años, de buen augurio para sostener la travesía cotidiana en Buenos
Aires. Cada vez que pasaba a bordo del 160 por el puente sobre las vías del
ferrocarril Sarmiento, ubicado en Salguero, entre Bartolomé Mitre y Díaz Vélez,
miraba buscando el tránsito de un tren. Valía si lo veía venir, mucho mejor si
mi permanencia sobre el puente coincidía con la formación debajo del mismo, y también
valía ver cómo se alejaba. Tres tiempos posibles para que mi observación fuera
validada como destino. Como sea, la señal, el buen augurio, se daba por la
coincidencia en la encrucijada, y en la sustancia de la susodicha coincidencia geográfico/temporal:
si yo podía ver pasar el tren, significaba que estaba ubicado en una posición
desde la cual podía contemplar o imaginar tantas historias como personas viajaban
en los vagones, y eso, señores, es una suerte: porque si hay historias para contar,
hay vida y hay sueños. Es mejor cuando las historias deambulan por la faz de
nuestros mundos. Esa era mi suerte, y esa misma suerte le obsequié a un
torturado Larra para sus días de ficción.
Viajé a
Gualeguay, Entre Ríos, unas tres veces antes de una travesía decisiva dentro de
mi vida. En cada viaje a la ciudad de donde es oriunda mi mujer, reparé en el
placer que me deparaba el cruce del complejo Zárate Brazo Largo. Desde los dos
puentes, el Bartolomé Mitre sobre el Paraná de las Palmas, y el Justo José de
Urquiza sobre el Paraná Guazú, miraba las márgenes del río, las casitas en
torno, el laborar de los barcos, la lejanía. Imposible para un porteño con
espíritu vivo ignorar el paisaje. Cada vez esperaba el paso sobre los puentes.
Una vez descubrí en la lejanía, sobre tierra, un barco fuera de lugar. Una nao vieja,
importante, que había sido de pasajeros, pintada de blanco, casi un fantasma
sobre la tierra, ubicado muy cerca del verde de la arboleda que tenía de fondo.
¿Cómo habrá llegado hasta ahí? Tendrá su historia, como historia guardo en
estos cincuenta y un años de vida que cumplo hoy, 22 de abril. Durante la
travesía titulada decisiva (ya que iba a ver una casa para mudar nuestra familia
a Gualeguay), pude ver, por un segundo, la estela que abandonaba la popa de una
embarcación. La coincidencia en la encrucijada geográfico/temporal se daba con
mi presencia sobre el segundo de los puentes del Complejo, y un barco que pasaba
exactamente por debajo. Un buen augurio, me dije, al tiempo que recordaba el
puente sobre Salguero y a Mariano Larra. Y fue así, la casa nos gustó, y ahora
escribo, es decir, pretendo escribir sobre mi Buenos Aires a distancia, desde Gualeguay, desde mi escritorio de
trabajo que tan bien me acompañó en mi ciudad.
Buenos Aires es
galaxia, y como tal está habitada desde distintos mundos. Puedo afirmar que la
estrella centro de esa galaxia, ubicada en la esquina de Boedo y San Ignacio,
es el café Margot. A esta altura no me voy a poner a explicar la importancia de
un café en una ciudad como esta, pero sí voy a anotar que los cafés, los
centros de galaxia, se erigen, crecen, respiran, y hacen historia cuando son
habitados por determinada zoología rica en componentes espirituales. Por
ejemplo, el Margot es lo que es, por la presencia de personajes como el poeta
Rubén Derlis, el periodista Mario Bellocchio, el historiador Diego Ruiz, el
pensador Otto Carlos Millar, el músico Juan Tata Cedrón. Ellos, junto a un
variopinto puñado de almas sensibles, y junto a los buenos fantasmas del Profe
Ricardo De Biasse, el Gordo González y Carlos Caffarena, hicieron y hacen mi
Margot: lugar de charla, de lectura y escritura, de memoria. Y de este café, a
juzgar por un kilometraje certificado, de alguna manera me alejé. Hoy no
escribo desde el Margot, desde mi barrio de Boedo, desde mi San Cristóbal (y
ahí el café Cao como mi nave insignia). Hoy escribo desde Gualeguay para decir
que me fui de mi ciudad. Y es cierto, miro por la ventana y ya no veo los
techos de casas bajas que veía desde mi segundo piso. Veo un patio, varios
metros de terreno con pasto ralo, y algunos árboles. Ya no llego hasta la
verdulería que atiende Hugo y Ariel, dos hacedores de mi barrio, porque San
Cristóbal fue amigo por varios motivos, y entre ellos está la presencia de mis
verduleros, que trabajan sobre la misma vereda en la que todavía dice presente
la casa de María La Vasca ,
milonga famosa de cuando Carlos Calvo se llamaba Europa. Evangelina, mi mujer,
antes de que decidiéramos el cambio de paisaje, me preguntó muy seria: ¿Y tus
amigos?, ¿el café?, ¿la escritura? Claro que preguntaba por Buenos Aires toda. Ella
pensaba que yo nunca podría dejar la ciudad. Pero se equivocaba. Alguien dijo una vez / que yo me fui de mi
barrio, / ¿Cuando?, ¿pero cuando? / Si siempre estoy llegando, anotó
Troilo. A ella le contesté que a Buenos Aires me la llevaba puesta, que la
llevo a salvo, sangre adentro. Le dije que a Buenos Aires la escribo desde
cualquier lugar del mundo y del alma.
Pero claro, la
distancia es la distancia, y entonces ya no me puedo llegar el sábado por el Margot,
que me quedaba a diez cuadras de casa, ya no me puedo sentar a escribir en el
Cao. Sucederá de vez en cuando, en los días de visita. Porque a Buenos Aires no
se la deja, si no se la habita, se la visita, y en esas visitas será tiempo
para ver a mis padres y mi hermano en Martín Coronado, para ver a los amigos de
siempre. Habrá tiempo para el encuentro con el amigo poeta, y principal
seguidor de las historias para Julia, Rafael Vásquez. Habrá tiempo para saber
de los descubrimientos que Mónica López Ocón haga en su Azul natal. Me quedó un
café pendiente con Alberto Di Nardo, Eduardo Noriega, Amanda Samia, Alicia Cao.
Siempre hay pendientes en Buenos Aires, porque además de tanta poética, la damisela
hoy tiene su costado oscuro: la velocidad que parte las calles y promueve los
desencuentros: promueve la terrible estupidez de dejar una charla para mañana. Una
mención especial merecen mis buenos fantasmas, ellos también se quedaron en la
ciudad y a la vez se vinieron conmigo. Pienso en el escritor Gabriel
Montergous, uno de mis maestros, en el cronopio Liliana Bustos, en el Gallego Pérez
Bravo, en el poeta Hugo Ditaranto, otro de mis maestros (nace esta presencia
sin importar nuestro alejamiento de los últimos años; cuando supe de su muerte,
el 10 de abril, el día se quebró y ahí quedé, tironeado por el pasado y con un
sabor amargo en el alma; después quedé buscando en la memoria alguna de sus
líneas, alguna de sus buenas anécdotas, y las encontré).
Avisé a mis
amigos más cercanos de mi alejamiento de Buenos Aires, a través de una de las
historias que le escribo a Julia, mi hija, la número XXXV: En la historia anterior anoté: San Cristóbal, Boedo, Buenos Aires.
¿Sabés por qué, Julia? Para empezar a dibujar otro tiempo. Porque dentro de
unos días nos vamos a vivir a Gualeguay, Entre Ríos. A Buenos Aires vamos a
llegar de visita. ¿Por qué nos vamos?, te cuento. Mamá Evangelina y yo venimos
hablando de cambiar de paisaje desde que naciste. Queremos una mejor calidad de
vida para vos, para los tres. Queremos salir de la velocidad de Buenos Aires,
una velocidad molesta que nos envuelve, pero de la que, por convicción, nunca
participamos. Nos vamos porque buscamos tiempo y tranquilidad. No queremos que
el “ganar guita” se convierta en un deporte cotidiano que nos robe el tiempo de
los días. La guita es una herramienta necesaria en esta sociedad, pero si no la
ponés en caja, puede hacerse trampera que te mande a bodega la vida. Buenos
Aires desde hace años que es bicho que te acorrala. Es una ciudad cara y dura
en demasiados aspectos. Por eso le decimos Chau mientras nos llevamos los
buenos recuerdos. Ciudad origen, ciudad crecimiento, ciudad de amigos, ciudad
de sueños. Dejamos los límites del departamento de la amiga María Teresa, para
llegar a una casa con otro aire. Tu nuevo lugar va a tener pista para gateos y
primeras caminatas, vas a tener árboles en el fondo, y vas a dormir en tu
habitación. Julia, vas a saber de esas mesas grandes que juntan amigos y familia.
Gualeguay es la ciudad, el barrio, de donde viene mamá Evangelina. Hacia ese
origen nos vamos con la memoria.
El poeta Derlis
me dejó un mensaje emocionado en el teléfono: La verdad que me conmovió tu aviso de partida, además, qué joder, te
vas a la patria de Juan L., me parece bien la decisión que tomás, a mí me
cuesta salir de Buenos Aires, no sé, tendría que hacerlo, pero creo que no
podría respirar, cada uno está loco como quiere estar o puede, me parece bien
tu opción.
Sabré al final
de cuentas cómo es escribir de mi Buenos Aires desde mi Gualeguay, veré cómo
pinta el cemento desde la orilla del río. Sabré en definitiva cómo es en
realidad escribir desde un lugar que no sea Buenos Aires. Sabré cómo es vivir
esta otra vida que de seguro agregará palabras a mi tinta. A una punta de
kilómetros de Buenos Aires y sin embargo ahí estoy, sigo estando, quizás un
estado del alma, del espíritu, de mi sombra, la memoria. Inauguro mis palabras
desde la casa nueva, cómodo, así me siento, mi identidad a gusto en esta
Gualeguay soleada. Estoy con ustedes y es una manera de no estar del todo por
acá, y miro el patio y los árboles que me aseguran que ando por acá y no tanto
por allá. Después de todo, quizás uno no sea más que la suerte de ser un barco
fuera de lugar toda la vida, y esto sin consideraciones trágicas, hablo de la
feliz travesía de un barco fuera de lugar, porque la suerte está en que no
halla un solo río, un solo mar, un solo centro de galaxia, una sola galaxia, un
solo café, una sola ciudad. Vi el barco fuera de lugar desde el puente: un
habitante del agua llamado a la tierra. A no olvidar: hay distintas maneras de
acercarse a la felicidad. De Buenos Aires a Gualeguay, y de Gualeguay para mi
barrio de Boedo, San Cristóbal, y sí, también para mi Martín Coronado donde
tuvo lugar la botadura/fundación de este escriba dado a las filosofadas
baratas.
Poeta, parece que por acá se respira bonito.
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