El “mostro” de
polenta hizo una aparición salvaje, explícita. Cuando mamá Evangelina logró que
aceptaras abrir la boca para empezar a comer, nuestra atención se la llevaba la
novedosa ceremonia de la comida. Rápidamente te hiciste amiga de la polenta,
los fideos, la morcilla. Parte del consejo de los que saben, era que tu
contacto con el morfi debía ser directo, y para ello valía todo, desde ya la
boca y sus aledaños, la ropa, las manos, o sea dedos libres sobre el barro fundacional.
A resultas de tamaño consejo, las manitos te brillaban, la boca igual, la
mayoría de las veces ibas directo a la bañera a hacer un “al agua, pato”, y tu
ropa partía en vuelo directo al lavarropa. Hasta ahí todo bien, pero apareció
el “mostro” y marcó una diferencia. Fue un mediodía de polenta, tu cara
presentaba un maquillaje de arena amarilla muy trabajado, a lo Lon Chaney, en
el que claramente se representaba una figura que metía miedo, al menos al
contacto dado la apariencia pringosa del ser escapado de la olla anclada en la
cocina. Te vi, me dio risa, y entonces dije: el monstruo de polenta, y
enseguida me di cuenta de que sobraba la “n”, la aparición exigía una anomalía
de la lengua, por eso corregí y dije: el mostro de polenta. Fue en ese momento,
que vos, sonriente, enseñando tus dos dientes de arriba y el solito de abajo,
emitiste un sonido corto y amenazante, algo así como el “ajjjgrrr” que aparecen
en los globos de algunas historietas. Me reí, retrocedí un paso tapándome la
cara debido a la aparición del mostro: oh, no, el mostro. Te reías, volviste a
emitir el sonido, y entonces mamá Evangelina también tuvo miedo del mostro. El
juego se repitió esa y otras veces, y vos respondías. El paso del tiempo lo
convirtió en un clásico. Los que saben de su existencia, te preguntan por el
mostro y vos le das entidad sonora. El otro día, tu prima Juana, de dos años y
pico, mientras estaban en tu corralito, te preguntó por el mostro, y le
devolviste el gruñido. Recuerdo que estábamos en la puerta de casa, porque ahora
tenemos parecita y vereda. Por la vereda de enfrente caminaban unos chicos. Al
oído te dije que había que avisarles que acá vivía el mostro de polenta:
escuchaste mostro y soltaste el “ajjjgrrr” de convocar el juego. A veces, cuando
te estás durmiendo en mis brazos, con tu cabeza apoyada en mi hombro, proponés
un juego. Emitís un sonido o alguna de esas palabras misteriosas que no podemos
descifrar, un ta, un titipi, solo un sonido, y esperás para escuchar el que yo
te devuelvo, también corto y parecido a los tuyos. En medio de este juego te
gusta deslizar un gruñido de mostro al que yo respondo divertido.
Siempre me gustó la polenta, y ahora mucho más.
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