¿Sabés cuándo entré a ser conciente de que tenía
una hijita grande, grande, es decir, que ya había dejado de ser un bebé
indefenso y sólo contemplativo del mundo? Te cuento, creo que el nuevo estado
mental de papá se armó a partir de dos momentos. Una mañana, estábamos justo en
la curva donde se unen la cocina y el comedor. Estabas sentada sobre el cuadrilátero
de colores. Empezaste a moverte, hasta ahora no gateás, tu especialidad es el avance
con arrastre de cola. Así llegaste hasta el corralito, y una vez a tiro, tus
manos fueron hasta la pata más cercana: fuerza, empeño y decisión te llevaron a
pararte. Ahí estabas, casi un año, paradita a un lado del corralito, poniéndole
al cerco el cartel de armadura obsoleta. Te miraba, vos te reías. Saqué un par
de fotos. En otra mañana, mamá Evangelina y yo estábamos desayunando.
Escuchamos a la distancia que repetías, desde la cama grande, tu característico
“tatata”. Te fui a ver. Brillabas, no lo podía creer, habías sido tan chiquita,
y en ese momento eras tan chiquita y tan grande en la cama de mamá y papá. Quedé
tonto, se me caían las lágrimas, y vos no parabas de reírte, de moverte, de
hacer morisquetas. Jugamos un rato a escondernos detrás de nuestras manos, te
encanta. Saqué unas fotos. A partir de estas dos historias papá se dio cuenta
de que el universo había cambiado, de que se había ensanchado feliz, con aire nuevo.
Casi un año, Julia, un tiempo de ensueño.
miércoles, 15 de mayo de 2013
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