Los libros se quedan a vivir nuestras vidas
por diversas razones. Por los personajes, no olvido a Francisco, a Bárbara, a Ennio
Costello; y conmigo se quedó la casa de provincia que no paraba de achicarse
por obra de los despreciables Caranchi. No me abandona la opresión vivida al ser
testigo de cómo los patios y los lugares desaparecían: esa casa respiraba en la
condena, porque su autor la había amanecido como ser vivo. Guardo en la
biblioteca mi ejemplar firmado por Montergous. Lo coloqué algunas veces sobre
la mesa del Tuñín de Rivadavia y Medrano, donde con Gabriel nos dedicábamos a
la charla sobre la escritura. Fuimos amigos. Fue mi maestro, no de comas, sino
de ética y oficio. Seguimos en contacto a pesar de su muerte. En los primeros
días siguió sentado a la mesa del café, después viajó a las sierras, pero no
dejó de ser compañía, y de leer mis escritos. Dentro de cada libro, hay un
hombre: el autor, dijo Saramago. Es cierto: hay un hombre y su magia en la
historia de este libro.
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