Sucede cuando me dispongo a leer en la cama. Enciendo con comodidad el
velador. Elevo plegaria con fuerza al dios de los bichos que vuelan: que todos tus
seguidores estén en misa. No molestar en la noche. Al fin tomo el libro, lo
abro y procedo hacia el abismo. Después de la lectura de Contravida, siempre
pienso en su autor. Roa Bastos, el hombre, el gran escritor, y ayer, allá lejos
y hace tiempo, el pibe pobre que en Paraguay había descubierto que quería
escribir. Pulsiones irrefrenables: lectura y escritura. Podía intentarlo
mientras dormía su padre. Y no valía con luz de vela. El escritor cuenta que
para poder escribir en la noche, atrapaba bichitos de luz en el terraplén y los
juntaba en un frasco de vidrio. El pibe construía su lámpara. Leía hasta que la
luz de los portadores del secreto, moría. La muerte de las luciérnagas no le
causaba culpa. Sucede: abro mi libro y recuerdo aquella lámpara natural en el
campo. Pienso en la vida y en la muerte, como debe ser cada vez que abrimos un
libro, o escribimos, o encendemos un velador.
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