Hubo una vez un paisaje soñado donde
sinceramente creí poder encontrar toda la felicidad. Fue en la ciudad/río de
Gualeguay. Atrevida es esta criatura humana que hasta cree poder transmutar en
realidad una ficción tan descabellada como el amor. Y entonces los días
hablaron de tristeza, de no encuentro. Casi seis años fuera de Buenos Aires.
Hoy miro la ruta, la misma que me trajo de regreso a la gran ciudad, y pienso
en mi hija Julia habitando aquel paisaje donde hoy papá es ausencia, mientras este
hombre intenta remontar escombros y pelearle a la distancia.
Foto: Mario Bellocchio. |
Volver. Vuelvo a “ser” en el barrio de
Boedo, y en San Cristóbal. ¿Volveré a ser como el hombre que se fue?, ¿volveré
a recuperar mis patrias internas, mis almas, en esta ciudad tan querida como
odiada? Volver escribió Alfredo
Lepera: Yo adivino el parpadeo / de las
luces que a lo lejos, / van marcando mi retorno. / (…) / Y aunque no quise el
regreso, / siempre se vuelve al primer amor. / (…) // Volver, / con la frente
marchita, / las nieves del tiempo / platearon mi sien. / Sentir, que es un
soplo la vida, / que veinte años no es nada, / que febril la mirada / errante
en las sombras / te busca y te nombra. / Vivir, / con el alma aferrada / a un
dulce recuerdo, / que lloro otra vez. // Tengo miedo del encuentro / con el
pasado que vuelve / a enfrentarse con mi vida. / Tengo miedo de las noches / que,
pobladas de recuerdos, / encadenan mi soñar. / Pero el viajero que huye, / tarde
o temprano detiene su andar. / Y aunque el olvido que todo destruye, / haya
matado mi vieja ilusión, / guarda escondida una esperanza humilde, / que es
toda la fortuna de mi corazón. Y es cuando después de repasar esta letra,
me digo: che, escriba, parece que te hiciste tango.
En La
casita de los viejos Enrique Cadícamo anotó: Barrio tranquilo de mi ayer, / como un triste atardecer, / a tu esquina
vuelvo viejo... / Vuelvo más viejo, / la vida me ha cambiado... / en mi cabeza
un poco de plata / me ha dejado. / Yo fui viajero del dolor / (…) // Vuelvo
vencido a la casita de mis viejos, / cada cosa es un recuerdo que se agita en
mi memoria, / mis veinte abriles me llevaron lejos... / (…). Vuelvo a
hacerme tango porque es en la casa de mis viejos donde hoy -luego de haber
quemado todas las naves en la gran ciudad cuando la partida- vuelvo como
primera estación en esta nueva historia. En el tango de Cadícamo es la madre la
que está enferma, en cambio, en mi tango es Adela, mi vieja, y además Rolando,
mi padre. Ellos precisan de mi ayuda, como mi hermano, y me digo que yo también
necesito la ayuda de ellos, y este es otro tango a escribir desde mi tango.
La casa de mis viejos está en Martín
Coronado, a un puñado de metros de las vías del ferrocarril Urquiza. Ya no está
la canchita de fútbol del costado de la vía. Ya no está el terreno baldío
ubicado enfrente de mi casa de infancia. Ya no está la casa abandonada ni los
árboles de su entrada, y la calle de tierra es hoy cemento sin huella. Sólo en
algunos rincones de la casa de mis padres todavía me veo haciendo tal o cual cosa.
Me veo cuando me reencuentro con un plato de donde comió el pibe que fui. Me
veo en los ambientes, digo, aún puedo encontrarme en el reflejo sobre el vidrio
de una ventana, en el espejo del botiquín del baño, en el espejo circular que
hay en la cocina. Desde ellos me ven pibe mis habitantes, mis almas de persona
mayor parapetada tras los escombros.
La vejez no es más que aguantar las
diversas sintonías de la indefensión, así anoto en estos días en que tanto veo
y escucho a mis padres.
Vuelvo a Buenos Aires y estoy nervioso,
además de triste, porque me falta el abrazo de mi hija. Desde mi regreso, desde
que pasé a ser un exiliado del amor, solo me acerqué a la estación cabecera del
Urquiza: Federico Lacroze, una zona neutral. Pero pienso: cómo será caminar
otra vez por mi Boedo, mi San Cristóbal, sabiendo que ya no estoy de visita; caminar
como regresado, como ángel que perdió el cielo de la mirada fresca de la
infancia, y entonces, en intenso volver, podré sentarme en una mesa del Margot,
en una mesa del Cao, sobre Matheu, ahora que nuevamente puede ser mía. En ambos
cafés voy a quedar al borde de la lágrima y la memoria, porque Julia no está
conmigo, porque a ambos cafés, con menos de un año, la llevé para decirle que
ahí, en esta mesa y en aquella, papá fue feliz. Voy a quedar al borde de la
lágrima también porque voy a convocar a mis muertos, fieles compañeros en los
días de la memoria. Y luego de mirar por la ventana, el afuera, para mejor
encontrarme en el adentro, sacaré lapicera roja tan de sangre para que garue
palabras sobre la página en blanco. De esta manera sería encontrarme con una
bella costumbre dormida en la no memoria de Gualeguay: escribir en mis cafés
amados. Amada Buenos Aires cuando me refugio en alguno de mis cafés.
Y fue en el viaje en tren hasta Federico
Lacroze donde fui testigo del tránsito de una parte de la larga caravana de los
condenados. Personas que, de manera sucesiva, elevaban su voz para pedir ayuda
a los pasajeros. Los motivos: problemas de salud, alguna discapacidad, o sencillamente
pedían dinero para comer. No importa la razón que lleva a una persona a pedir
moneda, dicho esto para aquellos que enseguida creen descubrir una mentira, el
engaño. Ante todo es un hombre que pide, un hombre desesperado, indefenso ante
el sistema inhumano hoy tan acentuado por los que dijeron ser poco menos que la
reserva moral de este país. Hay tristeza en la calle, en la gente. La moneda no
alcanza, y bien lo sé, ya que mi regreso a Buenos Aires es sin trabajo, y con
apenas unos mangos en el bolsillo.
De mi biblioteca escorada en Gualeguay
tomé, antes de la partida, Automoribundia
I y II 1888-1948 (1948) de Ramón Gómez de la Serna. De su Prólogo señalo las
primeras líneas: Titulo este libro
“Automoribundia”, porque un libro de esta clase es más que nada la historia de
cómo ha ido muriendo un hombre y más si se trata de un escritor al que se le va
la vida más suicidamente al estar escribiendo sobre el mundo y sus aventuras.
(…). Y este relato y reflexión: (…)
Un día llevé a un niño de cuatro años al Bazar X y le ofrecí todo lo que se le
antojase: el caballo mejor, la reluciente espada, el peto y el quepis de húsar,
la pelota más grande, etc., etc., hasta que en cierto momento, colmados sus
deseos y su paciencia, cuando yo le ofrecía más cosas, estalló en la más
desconsolada de las llantinas y comenzó a gritar, consternando a todo el puerto
fenicio de las vitrinas: “¡No quiero más! ¡No quiero más!”.
Por
si aquel caso era un caso excepcional de un niño desinteresado y único volví a
repetir la experiencia con otro niño de cuatro años, y el resultado fue el
mismo, comprobando que el niño tiene límites en sus deseos, que no está poseído
aún por la avaricia, que no lo quiere todo y no le fanatiza el desaforado deseo
de los hombres de apoderarse de mucho más de lo que se necesita para jugar a
vivir.
Arriba, en la supuesta cima, los
desaforados, y abajo, en la sima, los sufrientes. Vuelvo hecho tango a mi
Boedo, a mi San Cristóbal: universo Buenos Aires en estos días de fiebre
amarilla, y tristeza, de afuera y de adentro. Anotó además Gómez de la Serna en
el Prólogo: No perdurará nadie sino por
la menor cantidad de farsa que ha habido en su vida. (…).
4 comentarios:
Conmovedor
Tristeza del sensible.Tristeza de uno y también por los otros. Momentos de bajón que todos tenemos.Tal vez necesarios para remontar la adversidad y delinear desde allá abajo, desde esa sima, el camino que nos lleve a recuperar ese abrazo. A veces uno mira desolado a su alrededor. Pero siempre se encuentra la oreja atenta y el brazo de ese amigo donde apoyarse para volver a remontar vuelo.
Conmovedor
Tristeza del sensible.Tristeza de uno y también por los otros. Momentos de bajón que todos tenemos.Tal vez necesarios para remontar la adversidad y delinear desde allá abajo, desde esa sima, el camino que nos lleve a recuperar ese abrazo. A veces uno mira desolado a su alrededor. Pero siempre se encuentra la oreja atenta y el brazo de ese amigo donde apoyarse para volver a remontar vuelo.
Es difícil escuchar la palabra de aliento cuando te habita la tristeza... pero esa palabra está ahí para dar esperanza, querido amigo.
Raquel
Excelente Edgardo. ..., me emocionaste. Te mando una abrazo fuerte, nos vemos en cualquier momento!
Publicar un comentario