La ruptura temporal sucedió de manera
inesperada. La historia de mi vuelta a Buenos Aires comenzó en el México. Para
después quedaron el Margot y el Cao. El México fue el primer café donde en
forma decidida empecé a trabajar mi escritura, y varias aristas de mi
identidad.
En 2001 publiqué México, un
refugio en Buenos Aires. Habité por
años una de sus mesas. Y de vuelta al México me llevó una voz amiga que también
regresaba desde el pasado. Otra buena presencia en los días tristes del
presente. Propuse el café sin pensar mucho en mi historia con el lugar. Fue un
movimiento reflejo.
Mientras caminaba hacia el café llegó
hasta mí, otra vez, el aroma del río del tiempo. Caminaba, allá, en mi ayer de
gran ciudad, siempre por su cauce: encontrándome, y encontrando
historias: los recuerdos que respiran en la memoria. La vida como regreso consciente
a los momentos.
En la ciudad/río de Gualeguay tuve la
suerte de conocer al pensador, poeta, y notable cultor del aforismo: el amigo Eise
Osman. En una tarde de charla, en su casona de calle Belgrano -la casa donde
viviera su último año el egregio poeta Carlos Mastronardi-, Eise me dijo que el
hombre nace en el tiempo, y que muere en el espacio, o sea, atrapado en una
habitación, una cama, una silla de ruedas. Esta verdad, de poética intensidad y
contundencia, vino a acentuar mi tinta de dibujar los detalles de cada relato
que lleve, en su hueco de vida, la semilla de la memoria. Por ello se me ocurre
anotar que todo relato humano es también nacido en el tiempo, y que gracias a
la salud de poéticas razones queda a salvo del espacio.
A poco de recobrado el susodicho aroma,
pasaba frente a una vidriera. Avancé un par de metros, pero volví sobre mis
pasos. En la tarde se alumbró un descubrimiento: una relojería, su nombre:
Lita. En su interior, sobre estantes de vidrio, había: relojes viejos, algunos
con cierta apariencia menos antigua; una figura del Quijote hecha en madera; botellas
vacías de bebidas alcohólicas; una plancha a carbón; una planchita eléctrica,
se me ocurre que para llevar en la valija; relojes con cadena; collares de ayer
y de dudosa perlería; teléfonos obsoletos; adornos para muebles guardando en su
buche un reloj; un yacaré, o bicho por el estilo, embalsamado; relojes antiguos
fijos en las paredes; y dos hombres, peinando canas, sentados de espalda a la
vidriera; ellos eran la compañía del relojero, un hombre que también guardaba años
en sus manos de trabajar con el tiempo. Los hombres sentados, pensé, son
habitués; en la relojería matan las horas como en un viejo café de barrio.
El local respira en la profundidad. Veo desde
la altura; la vidriera da sobre la vereda de Avenida La Plata, a metros del
arranque de Alberdi. La imagen dice de la quietud, el único que se mueve es el
relojero. Hay mucho tiempo hecho polvo sobre todos los objetos. Ninguno de los
relojes de la vidriera está en marcha, creo que lo mismo sucede en el resto del
negocio. Sin los tres fantasmas, podría pensarse que en la relojería solo vive
la memoria en silencio. El tiempo puede haberse hecho polvo, pero todo vive a
mitad de camino entre el día presente y la memoria. El relojero, con típica lente
de aumento ajustada a su cabeza, hurga dentro de un reloj ayudado por una luz
que avanza desde la pared: a voluntad se acerca o aleja, ya que cuelga de un
brazo hecho con metales planos: entijerado,
plegable: el brazo del pasado juega la luz de este día.
Llegué hasta el México por la vereda
contraria, quería verlo dentro de un plano general. Se ajustaban recuerdos que
habían retornado a través de pequeñas señales: tiritas del ayer, tiritas de
colores de la cortina que siempre adorna, acompaña, la puerta por donde se va y
se viene de la memoria; el tiempo acentuaba los bocetos del mapa que ahora se
desplegaba en las entrañas de la esquina de Avenida La Plata y México.
En la puerta del café me encontré con la
voz que dentro llevaba las voces de tantos amigos. Entramos. Enseguida miré
hacia mi mesa, la de ayer. Ocupada. Elegimos otra, contra la pared.
Se acercó el mozo, y su cara me pareció
conocida, pero no estaba seguro de que perteneciera al México de allá lejos.
Pregunté si siempre había estado en el México, o si había trabajado en otro
lugar. Podía haberlo visto en otro paisaje. Dijo: Trabajo acá hace 21 años. Y
entonces nació urgente otra pregunta: Y Alejandra, La Colorada, sigue
trabajando. Respondió: Sí, entra a las 4. Alejandra era la muchacha que me atendió
en cada una de mis tardes de escritura. Hola, ¿cómo le va?, saludaba; nunca
logré que me tratara de vos. Ella no lo sabía, pero su presencia era
fundamental para mi trabajo de escritura, como fundamental fue Osvaldo en el
Margot o El Gallego en el Cao. Sentía que me cuidaban, ellos, los hacedores de
la sintonía de un paisaje maravilloso desde donde este escriba contaba
historias.
Hablé con la voz amiga que venía del
pasado, nos pusimos al día: yo contaba tristezas, y ella, por suerte, alegrías
matizadas con las sorpresas que siempre dispensa la muerte inesperada de
amigos.
La cerveza se fue de a poco, pero antes
La Colorada, que ya no es colorada porque lleva su pelo negro, llegó a su
trabajo. Pasó cerca, saludó, no me reconoció. La lectura de escombros no es
para cualquiera. En un momento, miró y supo, entendió que el pasado se había
dibujado en el presente. Se acercó. Hablamos para encontrarnos en la memoria.
Seguía tratándome de usted.
La voz amiga, y en ella tantas voces,
partió hacia su colectivo. Era alegría. Fue abrazo.
Decidí quedarme un rato más en el
México. Mi antigua mesa se había liberado. La ocupé. A mi mesa volvió el amigo
Carlos Volpe. Volvieron recuerdos de habitués de aquellos días, de los libros
que ahí escribí; volví a ver a Alejandra levantando los toldos: gira la vara de
hierro en el viento de la avenida: igual que ayer.
El México cambió. En su estética está la
intención de reflejar el paso del tiempo. Donde antes había plantas, hay una
cantidad de objetos ya en desuso para nuestro veloz cotidiano. Y grande fue mi
sorpresa ver que faltaba el cuadro de Aníbal Cedrón que estuvo colgado tantos
años, y que en su lugar, la pared toda, presentaba una buena cantidad de fotos
viejas de Buenos Aires. Vistas en detalle supe que eran del barrio de Boedo, y
es más, que todas las fotos eran fruto del trabajo de Mario Bellocchio, mi
amigo director de Desde Boedo. Fotos
provenientes del Archivo General de la Nación, de vecinos, y sobre ellas toda
la reconstrucción poético/digital de la que es capaz Mario. Hay aroma a tiempo
en las paredes del México.
Saludé a Alejandra, que me había invitado
con un café, y bajé de la nao -en que había mutado el México- a la vereda,
desde donde seguí pensando en el tiempo. Caminé veredas por donde ayer había caminado,
recuperé el aroma perdido, el tiempo me hizo señales en la relojería, el
reencuentro con la voz de los amigos, entrar al México, saberme en la memoria
de Alejandra, ver las fotos de Mario.
Pensé en la mesa donde yo había dado la
espalda a la vidriera, donde la voz amiga no veía la calle, donde Alejandra
también había dado la espalda al ventanal. Pensé en un testigo tras el vidrio. Nosotros
como fantasmas que, con seguridad, seremos atrapados por el espacio. Pensé, apoyado
en poética verdad, en la ventaja que lleva el relato. Siempre podremos ser
relato.
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