Volví a encontrarme con Soledad. Ella,
la soledad, en mi Buenos Aires, la del regreso. Fue inevitable mirar el paisaje
y el quehacer de las criaturas. Acallada la bulla extra, que descoloca a todo
recién llegado que transita con cierta lentitud, quedaron expuestas las otras
bullas, las del basamento, las paridas por la flecha indicadora de los tiempos
en nuestra sociedad.
Deslizarse, caminar o caer dentro de un
renovado maelström (¡Salud, Edgar
Allan Poe!) donde la curiosidad se duerme, donde la atención corta el cordón
umbilical con la criatura que, mareada en insípida repetición, se deja estar en
veloz soledad mientras se hace olvido.
Veo en mi ciudad, y pienso en una
especie de calesita malsana donde pocos saben –el olvido cada vez más fuerte-
que siempre existe la posibilidad de bajarse. La sortija como símbolo que
posibilita renovar el giro en aparente sintonía mejorada, pero siempre amarreta:
mayor profundidad en la vorágine. Todo transcurre en el mientras tanto de nuestra sociedad injusta, donde hasta el esfuerzo
de vivir con clara conciencia está manoseado por los vaivenes de la timba.
Caminar por Buenos Aires es hoy una invitación
a esquivar astronautas en tránsito hacia las naves donde terminan de romper las
últimas ataduras con la terrena urbanía.
Astronautas sobre una vereda de Boedo.
Los veo venir hacia mí -como si fueran sánguches de miga vencidos (¡Salud,
Pappo!)- con expresión de modesto big bang estrellado. No miran al frente,
apenas unos últimos reflejos vitales les permite saber del boceto en que se
transformó el afuera. Caminan en soledad. El que puede: pelo y traje de
astronauta a la moda. Fino cablerío entrando y saliendo por las orejas. El falo
bífido de un renovado Alien (¡Salud,
Ridley Scott!) nace en el dispositivo de comando que, desde el ariete
tecnológico, va hasta los dueños de Houston, para que estos señores no tengan
ningún problema.
Luces y sonidos. Tacto y dedos ansiosos.
Ojos desorbitados. Luces y sombras dentro del astronauta que busca llegar a su
nave para mejor ser o estar sangre adentro del dispositivo: ser a través de él, ser en la bulla de no ser.
Ya no sé de dónde vengo, ni a dónde voy. Soy astronauta en un departamento. Soy
astronauta en tren, subte o bondi. Soy tan anónimo entre tantas naves que hacen
a mi nave. Soy una astronauta que sube rauda al colectivo y desenfunda el
dispositivo como Alan Ladd pela el revólver en el último duelo de A la hora señalada. La astronauta de
movimiento perfecto, de ansiedad afilada empieza a gatillar con los pulgares
sedientos. Veo en mi ciudad, y luego intento la existencia, porque pienso y me
pregunto.
No soy adherente a los andurriales por
donde se arrastran los necios. O sea, no soy tan necio para de un plumazo negar
las bondades de la tecnología. Soy usuario de la herramienta tecnológica:
computadora, teléfono, redes sociales, y las bondades del ciberespacio en el
que también hay nubes. Hago uso de blogs, de páginas, veo cine de ayer a través
de youtube, fui usuario de Netflix. Tengo cinco libros editados como ebooks. Me
digo que se puede hacer un uso positivo de la revolución digital. A la vez es
triste saber del hombre que vive “conectado” la totalidad del día. Obvio: entre
tanto astronauta debe haber gente que, por ejemplo, está leyendo un libro a
través del dispositivo; pero no es posible que todos lean, que todos estén
adquiriendo sustancia para hacer mejor la idea de la vida en esta sociedad: si
así fuera, la soledad no andaría de fiesta entre tanta gente. No hace falta que
los colectivos se fabriquen con ventanas, ya nadie mira por ellas. No imagino
de qué manera el astronauta sabe que su sobrevuelo urbano se termina y debe
bajar para mejor seguir en la nave que lo lleva hasta su nave madre, el refugio
solitario donde vive madre: Hal 9000 (¡Salud Arthur C. Clarke!), o similar, que
se encarga de todo sueño. Tan conectados y estamos unidos por tantos abismos
insondables. Y uno de estos buches negros ciberespaciales es el encargado de
comerse nuestro mundo, el cotidiano, el argento destino. De tanto astronauta
visitando otros mundos sucede que se descuida la esquina primera del barrio.
Quien no hace esquina en el barrio se
pierde de la fundación de la historia y las ideas que le tocan en su época, y
nada tiene que ver que las semillas provengan del pasado: la vida, el mundo,
pasa hoy, de ahí la necesidad de nuestra huella. Quien mira hacia otro lado,
quien se funda como astronauta de su dispositivo: cuando el norte pasa por
renovar su foto diaria antes de que sea demasiado tarde: si el norte del día
pasa por el deseo irrefrenable de ser noticia en tanta red, y enseñar al otro -en
tanto la juegue de público- que se lleva una vida exitosa y feliz, por siempre
feliz; si todo es cuestión de dar me gusta
a granel, si la memoria se reduce al simple hecho de cortar y pegar frases de
gente que nunca se leyó para mejor aparentar que la revolución está bien dentro
de tu corazón: si se pasa por lector de Calvino, Saramago o Pessoa, queda bien
y te da vidas en el juego de una careteada por siempre vacía de contenido; esto,
decía, es desentenderse de la realidad. Se puede ser astronauta que no sabe de
política, solidaridad, derechos humanos, cultura, porque nunca leyó un libro (y
cuando en sus manos tuvo la oportunidad de hacerlo), cuando la tecnología le
tira el centro hecho disfraz sobre un área de cartón pintado. También se puede
ser astronauta que de nada se enteró, porque simplemente iba a los besos con el
Alien que le llega hasta la cabeza, y entonces se suceden incontables audios,
caritas felices respondidas con más caritas, fotos y videos divertidos de
burlados y animalitos juguetones. Y entonces, ¿qué pasa con el mundo fuera de
la nave?
Este mundo globalizado empieza desde
cada una de nuestras mañanas, y desde allí crece esa manía que identifica al
poder que lleva nombre de concentración económica, ideológica, para mejor
condenar a través de la exclusión a aquellos que, según salvaje aritmética, no
pertenecen. Y es necesario señalar el éxito de los que concentran el poder real
a nivel mundo para con los que nunca pertenecerán, esa otra vuelta de tuerca a
la famosa imagen de la zanahoria a la que nunca llega el excluido que corre: es
el sistema y sus secuaces, los hoy llamados medios de información, el que le ha
hecho creer a millones de personas que la no pertenencia solo es un problema de
papeles, de pasaporte, que en cualquier momento se arregla para ser y pertenecer
a la vereda de los nuevos colonizadores. La discriminación siempre a la mano es
una necesidad, porque yo sí, pero él no, otra buena manera de anular posibles
solidaridades, un entrenamiento para nunca ver al otro.
Años atrás se era parte del mundo verdad
si se estaba en tv, y hoy pesa más la imagen regalada: un carnaval de falsa
moneda se retuerce en los terrenos de las redes sociales. En el ciberespacio se
cuece mucha mentira, mucha máxima de quien nunca pensó, se vende, por ejemplo, alimento
balanceado para pichones de nazis que no saben de su identidad aria devenida
desde “novedosas” ideas de justicia.
Es necesario bajarse del Alien, dejar de
ser astronauta que no tiene hermanos; cambiar soledad por solidaridad, ocuparse
del pensamiento, la idea, la repregunta, la información veraz, que nos ayude a refundar
la sociedad, a apuntalar un mundo que se cae a pedazos: volver a encontrarnos en
el intento de ser humanos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario