Salí de caminata, en la mañana del
24 de diciembre, hacia uno de mis lugares queridos, fundacionales: el Margot.
Necesitaba acentuar el regreso a mi Boedo.
Me acerqué por Colombres. Busqué la
chapa que señalaba la vieja parada del colectivo 7 (esquina San Juan): pero ya
no está a la vista: el árbol, su abrazo, terminó por hacerla memoria dentro de
su cuerpo. Por Colombres, casi San Ignacio, bajo un balcón alto en el cielo había
una moldura completa desprendida del susodicho cielo. Hubo suerte en la mañana
de la vereda. Por el San Ignacio adoquinado, otra manera de nombrar el paso
diverso del tiempo, llegué hasta el Margot.
Desde la noche anterior que
revisaba dentro de mi almario. Hace
años que sumé al vocabulario la presencia almario,
término acuñado por Rubén Derlis (creo que en su libro Guía para vagabarrios), nacido hombre poeta en condición de homo boedensis, para luego dejarse ser en la categoría que completa dicha identidad,
me refiero al ciudadano que descubierto boedensis
apuntala su condición siendo además homo
porteñensis.
Dentro de mi almario margotiano guardo amistad, solidaridad, la presencia de
buenos fantasmas: recuerdos de los que ya partieron mientras se quedaban entre
los recuerdos de mi eternidad limitada. En mi almario hay imágenes, voces, pistas de anécdotas, las pequeñas
memorias que hacen esa memoria de identidad tan necesaria en la vida. Hay
caricias y amores en mi almario boedense,
placeres anclados entre las mesas del Margot.
Guillermina, la moza en la primera
mañana, cuando habito mi regreso a la ciudad, me recibe con la mirada amable de
cada día. Nada sabe uno del otro: actores silenciosos en el café. El mozo
guarda para el cronista una importancia fundamental: la oportunidad de estar acompañado
a través del diálogo ocasional que funda el mutuo conocimiento: reconocerse desde
cada tarea. Recuerdo a Osvaldo, el mozo cómplice que en los primeros años de mi
trabajo en el periódico Desde Boedo,
dirigido por mi amigo Mario Bellocchio, acompañó mi escritura en el café. Recuerdo
otros dos compañeros de trabajo: Alejandra en el México, y Guillermo, el
Gallego, en el Cao.
Imposible hablar del Margot en
Boedo sin que aparezca el aprendizaje en libertad que significó, para mi
escritura, ser parte de Desde Boedo.
En el Margot Derlis me presentó a Mario, y entonces me invitaron a ser
colaborador. Acepté por el 2001, y acá estoy, haciendo memoria desde el mismo
Margot para la misma idea de periódico. Mi escritura fue favorecida por esta
doble pertenencia: periódico y barrio, por la toma de conciencia ciudadana, y por
humanas revelaciones durante este mientras
tanto. Estoy sentado a La mesa de
soñar (una plaquita de bronce da pista de su sustancia) por ser símbolo de
nacimientos culturales varios en el barrio, entre ellos: Desde Boedo.
Me permití anotar en otra página: (…) Café y encuentro / universo solidario y
abrazo / y amor / la charla con compañeras y amigos / escritores y poetas /
sabihondos de café: / eterno el Profe Ricardo, / el Gordo González, / Carlos
Caffarena, / Diego Ruiz, / Silvia Palferro, la poeta, / naciendo recuerdos de
su hermano muerto. / Todos ellos / mis muertos del café, / sus buenos
fantasmas. (…). Recuerdo también la generosa presencia y charla amena de la
poeta Nira Etchenique, del escritor Alfredo De La Fuente, el encuentro con Juan
Núñez, y la vez que compartí la visita de Osvaldo Bayer. La agrupación Baires
Popular, un puñado de amigos, lo invitó a almorzar en la trastienda del Margot.
¡Salud a sus memorias! Mientras pensaba en estos regresos, una mujer que dijo
tener 85 años, que se despedía de una mesa vecina, me aclaró que era mayor, no
vieja, viuda hacía 9 años; cerró su corta charla de esta manera: Ya no lloro. Dijo sentirse bien con su
soledad. Saludé la felicidad de la memoria desde mi mesa.
En las paredes del Margot hay
viejos carteles de publicidad: Pineral, Medias París, Hesperidina, Bagley,
Cigarrillos Hollywood y Arizona, Cinzano, Quilmes, Fernet-Branca. Y cerca del
cielo margotiano están los grandes carteles fileteados por Guillermo Pérez
Bravo, el Gallego, a quien conocí fileteando un cartel en la trastienda, y que
luego fue compañero de escritura, por años, en el Cao. Leo en la altura del
filete: Café Margot declarado “Café
Notable” de la ciudad de Bs. As. 1904-2003. Un filete al lado de una
escultura: Rincón de Don Francisco Reyes
En homenaje al gran artista de Boedo, cuyo nombre honra esta esquina Porteña.
Café Margot. Hace unos años que el Gallego es otro buen fantasma, que
anduvo por el Margot, pero que guardo en la memoria siendo capitán de la nao de
tres mástiles llamada Cao.
En una mesa del Margot el Tata
Cedrón me leyó/cantó Palabras sin
importancia de Homero Manzi. Una hoja en su mano y toda la emoción ante el
tesoro que le había legado su amigo Acho, hijo de Manzi, para que él le pusiera
música.
La trastienda del Margot tiene sus
historias. Los almuerzos de los sábados, la juntada de Baires Popular. Las tardes
de los lunes, luego de que Rubén Derlis inaugurara los encuentros bautizados
como Alpedismo Boedense, que
consistían en convocar un puñado de conjurados para hablar al pedo sobre los
temas que atardecieran, porque todo sucedía en el tránsito de la tarde a la
noche. Se iba al Margot sin hoja de ruta, sin receta, en libertad, a ver, a
estar presente cuando el otro aparecía, cuando el otro hablaba. Todo se funda
en el otro, en reconocernos en el otro, en ser felices junto al otro.
En la trastienda trabajé mucho
sobre mi escritura, elegía la mesa que da a la ventana, con vista a los
adoquines de San Ignacio; me refugiaba en la bodega de la nave para mejor
entrarle, en soledad, a la tinta roja de trazo fino. En esa trastienda
transcurre el final de una novela escrita allí mismo hace unos años: Miedo de almanaque. En la trastienda
tuve en brazos a Julia, mi hija, cuando tenía menos de un año.
Fui testigo, en las mesas del
Margot, de muchos momentos inolvidables: el Gordo González exultante porque
había descubierto que la panadería que, en difuso ayer, había acuñado la forma
y nombre de la milonguita había
estado ubicada en el barrio de Boedo donde, parecía asegurar la pasión de
González, había ocurrido la mayor parte del big bang boedense que crearía la porteñidad.
Escuché al Profe Ricardo explicar, como sabihondo que era, las razones por las
que no comía pollo. Aseguraba que pollo comían los suicidas; fundaba su máxima
en que al plumífero le prenden la luz y lo único que hace es comer, no vive, no
hace el amor, no piensa, solo engorda a través del alimento balanceado. Si
viera hoy el Profe que dicho alimento tiene formas diversas como el zócalo de
tv o los slogans vacíos de contenido invitando a la insípida repetición.
En las mesas del Margot también
pronuncié palabras de amor, eternas como eterno es el amor mientras dura, como
eternos somos dentro de nuestra humana y limitada eternidad. Eternos en la
imperfección y en el sueño. Eternos hacedores de los días, y en ellos tantos
dioses y diablos, tanta buena voluntad, y tantas las veces en que no se estuvo
a la altura.
Pensé, sentado a La mesa de soñar en el centro de la
galaxia Margot, que somos un puñado de historias habitando distintas memorias.
En el paisaje de un café siempre está el otro -los otros- siendo testigo feliz
de ver de qué manera nacen los recuerdos.
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