Palabras
compañeras: herramienta propia y del otro, el hermano de la patria. Palabras para
decir -para mejor decir- mientras se intenta sacarle punta al lápiz de las
ideas. Palabras apenas vislumbradas en un pensamiento fugaz, palabras que no
llegarán a la oralidad, que tampoco llegarán al papel, que no se harán tinta de
cursor estelar en el big bang de una pantalla. Palabras íntimas. Palabras –un
puñado en estos tiempos- para anotar la lista de compra flaca en el mercadito
chino. Palabras para intentar la poesía. Palabras para hacer “click de cronista”
(mirada escrita al acrílico) sobre la vida triste en la calle. Palabras que se
mezclan en la mañana como lo hace un toque de color en la pintura en blanco de
una novela. Palabras para hablar de amor. Palabras para nombrar a mi hija Julia
en cada uno de los días y los libros que piden permiso en esta escritura fuerte,
la del regreso a mi Buenos Aires natal. Palabras para Julia cuando miro la foto
que dice del bebé de ayer. Palabras para nacer esta nota en Desde Boedo. Palabras en Boedo, desde el
departamento prestado por Josecito de la ferretería, amigo poeta. Palabras en
el Margot, en el Cao: el murmullo fundacional de las palabras: las mías, las
que pude dar, las que pude gastar, las que gasto. Palabras que digo al
teléfono, y palabras que devuelve el misterio. Palabras para el misterio en el
misterio mismo de cada día, de cada recuerdo. Palabras en la memoria: hambre,
desaparecido, solidaridad, justicia. Palabras otras: canallas (muchos),
mentiras (amarillas). Palabras en la noche. En el silencio. En la soledad.
Palabras en una habitación con ventana alta que da sobre Avenida Córdoba;
escucha una amiga que sabe de la raigambre humana desde donde llegan algunas
palabras. Palabras entre los amigos, los que alientan, los que inventan una
alegría momentánea para impulsar la idea de ganar, de a poco, cada día.
Palabras en un día logrado. Palabras para decir silencios dentro de la pintura en
gamas bajas donde transita el relato de la familia. Palabras, retazos de
palabras, hilachas que encuentro en mis viajes por la calle. Palabras con
puntos suspensivos. Palabras imágenes con puntos suspensivos. Palabras para
completar con mi oficio de palabrero:
Un carro de cartonero da su presente en la ciudad.
Primera hora de la tarde sobre Avenida Córdoba. Temprano empieza el tránsito de
los especialistas. En el paisaje esperan las sobras de la urbana residencia.
El carro ya tiene carga: cartón, botellas, esqueletos
de computadoras, sillas rengas, ropa de ayer. Un muchacho descansa apoyado en
la proa de la nave. Descansa entre los brazos mástiles que apuntan al cielo.
En sus costados, el carro exhibe cantidad de juguetes:
muñecos maltrechos, peluches rotos, sucios, sufrientes. Aire de cementerio a la
vez que aire de rescate desde el barranco de la basura, el olvido.
Los muñecos vueltos a la vida. Simulacro a la vista.
Existencias pendientes de un tramo de hilo viejo o de
un firulete en alambre fino. Desde la apariencia, los muñecos regresan a casa
con un último aire de esperanza. Imaginería de la vuelta a la alegría de ayer.
Volver a casa desde la basura, la injusta condena.
Palabras
cursivas que hurto del libro que el palabrero escribe sobre extrañas maneras de
volver a casa. Recorto palabras de un libro para que sean palabras en una nota
que dice de la palabra que alumbra la maravilla de la lectura. Desde mi regreso
a la ciudad me acompaña el egregio Ramón Gómez de la Serna. Y a través de él,
desde su universo libro, también avisan mis ganas de tentar palabras sobre la
vuelta a casa:
Corría 1931
en el torreón de Velázquez 4, Madrid. Ramón vivió muchos años en ese torreón
que estaba cubierto, tierra y cielo, por distintos objetos; entre ellos sus
prácticas alquimistas: (…) Yo acostumbro
a meter la casa en los objetos y no los objetos en la casa…
En una nota
aparecida en ABC, José Lorenzo
escribía: (…) El ascensor nos deja al pie
de una escalerilla estrecha y breve. La puerta del torreón está abierta, y por
ella sale a recibirnos la voz de Ramón. El torreón tiene todas sus luminarias
en fiesta y todo el sistema planetario de su techo abre zonas de luz irisada, a
cuya magia el museo-bazar en que vive Ramón cobra algo de gruta encantada para
un cuento de niños.
Ramón se
mudó a Villanueva 38. Decía desde su nuevo lugar: Como sigo estando cerca del Retiro dejo la muerte en casa a eso de las
tres de la tarde, y me voy a pasear por sus paseos dos horas, y cuando vuelvo
ya no hay muerte.
Y
reflexionaba sobre su casa de ayer, el torreón: (…) Como es época de comprimirse, de dejar torres de marfil –la verdad
es que nunca lo fueron-, he quitado mi torreón.
En el torreón quedaba albergado lo señero, lo que no
debía condensarse sino en un depósito litúrgico y adecuado, con un ambiente de
silencio y de soledad, esperando la pluvial inspiración.
Allí se verificaban los encuentros como fuera de la
vida y de la muerte, las recapacitaciones por encima de las circunstancias, las
evasiones en la estratosfera para hacer observaciones sobre rayos
ultracósmicos, que sólo se pueden capturar en el fondo de los pisapapeles
colocados, allá arriba, sobre las cuartillas en blanco.
Me preguntaba: “¿Se puede aceptar esta teoría? ¿Merece
escribirse esta novela? ¿Es greguería esta greguería? ¿Debe trazarse este
artículo?...”. Y subía al torreón para cerciorarme. (…).
Los poetas que tienen condiciones para concentrar su
pensamiento necesitarían ser dotados de regaladas torres de marfil para que
todos encontrásemos plasmada, gracias a su concentración, la fórmula de
nuestras ilusiones, la consigna para entrar en mejores jardines del vivir, el
último nombre de nuestra alma.
Ningún apartamiento para trabajar es bastante si se
quiere hallar la vera diafanidad y la ulterior faceta de los pensamientos. ¿Qué
hay que ir también a la calle? Pero ¡quién no tiene que bajar a la calle
demasiado!
De andar por el mundo y después subir a la torre para
pensar en lo visto, sale la confrontación ideal. (…).
El caso es que ya no hay torreón. Pintado de azul, se
ha perdido su azul en el azul del ancho dintorno celestial. He descolgado
algunas de sus estrellas –las mejores-, y le he dejado la Vía Láctea para
consuelo del techo despojado. (…).
Todo había adquirido allí una armonía a través de los
años, y entre unas cosas y otras se descifraba lo que de brujería hay en la
vida. No volverá a concertarse aquel desiderátum de cachivaches.
¿Es que va a ser la vida actual pura pérdida ideal?
La pérdida
nunca es total, me dijo una amiga. Un nuevo cotidiano espera a todo movimiento.
Claro, importa cómo me muevo para volver a casa, para levantar una nueva casa
entre las casas.
Anotó Ramón
en su Automoribundia: (…) Al vernos destorroneados no debemos caer
del lado de los arrasadores. Perdámoslo todo menos el instinto de conservación
espiritual, que debe estar por encima del de conservación material.
Palabras que
dicen: para un padre no hay mejor casa a la que regresar, que la memoria de un
hijo. Vuelvo hecho palabras. Palabras para volver a la felicidad. Palabras para
atravesar los tiempos oscuros: para volver desde la calle, palabras para
volver, para sepultar los días malsanos del rey de amarillo. Palabras para “ser”
en la memoria.
1 comentario:
A veces nos salvan las palabras... Las de las kecturas y las de la escritura...
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