Rolando Lois por Alejandro Lois. |
Mi viejo,
Rolando Lois, desde hace un puñado de días, vive su muerte en el Boedo del más
allá. Una vez me dijo: Me hice hombre en
Boedo. Escribo esta memoria desde su barrio, el mío.
Mi viejo me
contó de su vida como pibe que jugó billarda sobre Independencia, entre Castro
Barros y Colombres, allá por los ´40, cuando el colectivo 26 o 56 utilizaba las
vías del tranvía 76. Corrían los días de la Segunda Guerra Mundial y no había
caucho para ruedas bondineras. También contó de cuando fue más grande, y
festejó sus 18 con amigos (el Tigre Millán, los hermanos Vivas, Juan Salvini,
Ernesto Bruguera, Osvaldo Garboza) en el boliche conocido como El Derrumbe, y
que después hizo noche de muchacho en el Arco Iris, donde era común que
estallaran los vidrios de las ventanas gracias a vuelos descontrolados de
gruesos vasos de cerveza.
Siempre
trabajé los recuerdos de mi viejo con la escritura. Varias notas aparecieron en
Desde Boedo. Contaba a mi viejo, y
con él al Boedo, al Buenos Aires de ayer. Escuchar, grabar los sucedidos en distintos momentos de su
vida, luego darles forma de una nota para el periódico, o moldearlos con otras
apariencias, por ejemplo: una crónica del desalojo de la familia, cuando
Rolando tenía unos 10 años, y fue testigo de la resistencia al sistema de papá
Julio Martín; o la de un simulacro de novela, una larga confesión de vida que
une algunos de nuestros recuerdos en la memoria de un personaje único, trabajada
entre 2011 y 2013, y que lleva por título: Sombra
y garúa. Quehacer del oficio que constituyó una de las sintonías o de los
puentes tendidos entre nosotros. Pensé a veces, a lo largo de los años,
mientras mi viejo se hacía más viejo, que entre mis manos guardaba una carta decisiva,
una parada fuerte de esquina, para cuando llegara el momento de su partida. Está
hecho el trabajo de cronista. Estas líneas son prueba. Sin embargo, mientras escribo
y pienso en él, no encuentro entre mis almas más que tristeza y dolor.
La noticia (óleo) |
Descubro hoy
la extrañeza que significa andar por este mundo sin padre, sin el padre que
tuve, y ello dicho por encima de nuestras diferencias, porque las hubo.
Descarté a consciencia maneras que no me gustaban para mi vida, mientras trato
de soltar otras, las que viajan enraizadas desde toda construcción. Mucho tomé
de él como feliz modelo. Tuve a la vista, desde el inicio de mis ojos de pibe,
al hombre que definiéndose trabajador en la vida y en el arte, sabía que se
debía, ante todo, a una postura ética, a una defensa de su identidad. Mi viejo como
eterno habitante de su barrio, la ciudad. Un trabajador, pintor de brocha gorda
para parar la olla, y pintor de finos pinceles que abrevaban sobre una paleta al
óleo en gamas bajas. Mantuvo su decisión: el artista plástico existía después
del pintor de obra, para no descuidar a la familia. Nada faltó en casa del
obrero. Nunca arrió sus verdades artísticas. Nunca pagó favores a su pintura.
Rechazó premios regalados. Jamás bastardeó su quehacer como artista. Fue
artista pintor en su trabajo individual, y fue artista pintor asumiendo puestos
directivos en la Asociación Estímulo de Bellas Artes y en la Sociedad Argentina
de Artistas Plásticos (SAAP). Aprendí señales que desde su pintura pasaron a la
escritura de mi vida.
Durante los
primeros días de internación, pudimos arreglar algunas diferencias, y entonces
se dio la oportunidad de decirle lo agradecido que estaba por tenerlo como
padre, que guardaba feliz memoria de mi padre. No dijo nada. Sé que le gustó
escucharlo. Recordé además aquellos viajes iniciáticos, para el pibe que fui,
desde el Martín Coronado de infancia a la Capital, a visitar amigos, lugares
históricos, y recorrer exposiciones de arte en las galerías. Fui feliz en esas
expediciones. Y le conté el primer recorrido de Julia, mi hija, su nieta de
siete años y pico, junto a papá por una Buenos Aires que no dejó de
sorprenderla. Caminar junto a Julia por la gran ciudad fue volver a caminar junto
a él. Regalos para la memoria, como cuando mi viejo me llevaba a la cancha.
Eran estadios cercanos a casa, y partidos entre equipos chicos. Supe así de la
maravilla que era ir a ver fútbol, y conocí el sabor eterno que tendría el pancho
del entretiempo. Así de numerosas las sintonías del arte que ofrendó mi viejo.
Foto: Mauricio Echegaray |
Fui testigo
de su último sufrimiento. Una semana que se hizo eterna herida. Fui testigo
también de la fortaleza, el valor, de mi hermano Alejandro, de la tristeza de Adela,
mi vieja. Cuando a esta historia le faltaba el final cantado, en la noche del
desierto, viendo el sinsentido de la pelea contra la neumonía vencedora,
recordé a mi amiga: la poeta de la ciudad/río de Gualeguay: Tuky Carboni.
Leyendo su poesía había sentido la presencia de su Dios. El Dios de Tuky se
abraza a la palabra de la naturaleza, al tiempo, los sueños, la calma, la
comprensión. La poeta me incluye en sus oraciones a ese Dios: pide para que
mejore mi vida en estos tiempos confusos. En la madrugada pensé varias veces el
pedido que a la mañana siguiente iba a hacer a Tuky: Pedile a tu Dios que se
ocupe de la partida de mi viejo, el ateo, como ateo es su hijo. Escribí en otra
página: Vi a padre / el ateo / ser
crucificado / durante una semana: / una pierna sobre otra / brazos a los lados
/ calzoncillo blanco / la cabeza volcada a la izquierda / sobre almohadoncito /
que hizo madre / para confort en cada diálisis. // Vi a padre / el ateo / ser
crucificado / sobre la última cama / la del dolor / la vez que se llegó / hasta
la humana tierra.
Esa misma
noche pensé en sus amigos muertos. Murmuré al oído de mi viejo los nombres que
fueron apareciendo: Juan Carlos De Mare, Néstor Berllés, Eolo Pons, Rodolfo
Medina, Héctor Tessarolo, Salvador Linares, Luis Dottori, Juan José Cartasso.
Corté la enumeración y les pedí que se llevaran a mi viejo. Lo mismo hice con
sus padres, mis abuelos, porque mi viejo había sido el bebé de Ángela y Julio.
Todo ayudó
para su partida. Se dio de dos maneras diferentes durante el 13 de noviembre. Su
respiración cambió entre las 3.30 hs. y casi las 7 de la mañana. Fue un tiempo
en tranquilidad. Tomaba sus manos, acariciaba su pelo. Cambiábamos miradas, los
dos sabíamos. Cerca de las 7 me di cuenta de que mi viejo respiraba, pero ya se
había ido. A las 4.30 de la tarde, también en tranquilidad, su corazón dijo
basta. Tiempo de silencio, beso en la frente y llanto.
Mi vieja me
contó que el último día, antes de salir para un nuevo turno de diálisis, mi
viejo le dio pista del sueño de la noche anterior: estaba en un asado grande,
todo un festejo. Dijo mi viejo que estaban los amigos y los familiares muertos.
Dijo que él era el único vivo.
Junto a su colección de pinceles de artistas (donada a SAAP) |
En Sombra y Garúa escribí: Una sola tira de asado marchaba con lentitud
sobre la parrillita móvil que tengo en la terracita. Y como siempre me ocurrió
a lo largo de los años, se hizo presente el exceso. Para qué tanto fuego,
podría haber preguntado el Tigre Millán, lo mismo Ramón, el paraguayo, Berllés
o De Mare, el “pintore ingenuo”, pero ninguno dijo nada. Se dedicaban a mirarme
y guardar silencio. El asadito tuvo lugar a fines de octubre… Asado a finales
de octubre o principios de noviembre.
Pienso en
los amigos, otra de sus artes bellas. Pienso en los avisos del espíritu, en los
avisos de la carne, y también pienso en las señales -pura sintonía poética- que
irradia el más allá de los humanos, las criaturas que disfrutan la maravilla de
la vida sabiendo que todo llega.
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