Castro Barros y Rivadavia. Luego de permanecer unos
años cerrado, el Tuñín regresó a su esquina. Aquello que ya no es, y que, sin
embargo, sigue siendo. De regresos y rescates, de memorias aparecidas presenta esencia
esta tinta de encrucijada. Hace tiempo que Gabriel invita al regreso a la charla.
Su buen fantasma sigue compañero de mi escritura. De mis días. Siempre imagino
la escena. Cómo y dónde contar el nacimiento de mi hija. Cómo y dónde contar la
vida toda que acompaña la amistad. En nuestro café: el Tuñín.
Gabriel, el escritor Gabriel Montergous
(1936-2003), es el autor de Habitación 26
(1970), Esa selva sin flores (1989), Polo y los dispersos (1995), Nudos de hierro (1999), Contar la vida (2003). Pero antes que al
escritor vuelvo a su persona como amigo. Aquello que ya no es, y que, sin
embargo, sigue siendo. Vivíamos la amistad, la construíamos desde emociones y
paisajes variados. Uno de los caminos: el Tuñín. Siempre voy de regreso a esas imágenes.
Encuentros de charla sincera entre dos personas que se cuentan y escuchan con interés.
Contarse y escucharse con respeto. Mano a mano. Así, en la escritura de la
novela propia, el capítulo infaltable de los amigos que dejan su esencia humana
en la palabra dicha “en el aire, en el viento”, en la palabra escrita, uno de
nuestros puentes.
Hay una ceremonia que me gusta transitar, una
magia de la escritura, en la que siempre me detengo. Pasan los años, y persiste
el juego creado por Gabriel. En Nudos de
hierro, uno de sus personajes, Bárbara, practica una ceremonia muy
especial: (…) Primero voy al baño: me
hago encima. Y corre, no hacia allí, sino al dormitorio; de la biblioteca, y
entre cientos de libros, extrae uno; con él se mete al baño; abre la ducha; se
sienta en el inodoro. El placer consiste en pensar que nadie en el mundo, en
este momento, tendrá en sus manos el libro que ella tiene. Porque no es
razonable suponer que alguien, ahora,
esté leyendo La guerra de los Balkanes
(así, con k) del coronel del ejército ruso Basilio Ivanoff. Se trata de un
libro editado en Barcelona, en fecha desconocida; el coronel zarista relata
hechos contemporáneos, razón por la cual abundan los telegramas de agencias
informativas y los resúmenes periodísticos. Son los prolegómenos de la guerra
del 14. Quién, díganme quién en el mundo, puede en este momento acariciar las
tapas de La guerra de los Balkanes
del coronel del ejército ruso Basilio Ivanoff. Nadie. Soy la única que ha de embeberse en su lectura.
Selecciona la página 245 (…).
De la misma manera que Bárbara -como si tomara un
libro de mi biblioteca lejana-, así me detuve en este día, frente a mi almario y extraje una de mis almas. Entonces
Gabriel, que hacía tiempo invitaba, abrió su refugio y tomé una foto, una
secuencia o varias, al azar, y retornamos a la mesa de café en el Tuñín. Volver
a una tarde. A tantas otras en el mientras
tanto de encrucijada de Castro Barros y Rivadavia. En cada día la vida
respira en la encrucijada. Sentirse vivos en la oportunidad del regreso. Así la
fantasmagoría. La humana distinción que nace como una sonrisa.
Dijo mi amigo el poeta Rubén Derlis que el almario es
una especie de álbum del
espíritu de hojas no removibles. Digo que en el almario esperan el puñado de almas que nos guía, nuestra búsqueda
de la identidad, junto al puñado de almas amigas que son compañía, y que lo son
durante la vida y la muerte. Entonces, frente al alma de Gabriel, apareció la
vivencia del Tuñín. También podrían haber aparecido nuestros encuentros en La
Caramba, junto a Mónica, su compañera, mi amiga. Toda la amistad en La Caramba,
la casa en la Villa de Merlo, San Luis. En la casa de las sierras, su buen
fantasma sigue de ronda entre los árboles del parque. Sigue en el sueño la
próxima página. Gabriel escribía, de mañana, junto a una piedra, en el límite
del jardín. Fui testigo. Lo soy porque puedo verlo. Ahí también mi amigo. Parado
frente al alma de Gabriel tomo historias, y como Bárbara, me siento especial
mientras regreso palabras.
El Tuñín nos queda a mitad de camino. En esta
escritura llego primero. Una vez más. Me gusta esperar el encuentro. Desde la
mesa, junto al ventanal sobre Rivadavia, puedo ver pasar los colectivos. En el
último viajó Gabriel. Me gusta descubrirlo en la esquina. Ver su avance sobre
la avenida, mientras Medrano se funda Castro Barros. Ahí viene. Siempre nos
sentamos a la misma mesa. El saludo. Memoria feliz. Una y otra vez el recuerdo
me lleva al momento en que toma asiento junto a la ventana. Veo su cara, la
sonrisa. Regresa con la alegría de siempre. Era un hombre alegre y generoso. A
cada nueva memoria en el Tuñín llega con su campera negra de cuero. Nuestros
cafés, durante aquello que ya no es, y que, sin embargo, sigue siendo, guardan
palabras y silencios, interés por saber de nuestros afectos, interés por
contarnos nuestras Buenos Aires. Digo que en el Tuñín tuve la oportunidad de
escuchar a un hombre que había elegido su oficio, que había llegado hasta la
emoción madre del oficio, y que, desde esa profundidad, había trabajado,
levantado su identidad de hombre que escribe, cuenta, piensa, siente, dentro
del río que funda el universo de lo humano. Gabriel Montergous fue mi amigo,
también mi maestro en el intento de la escritura. De él aprendí a preferir los
escritores que trabajan desde un compromiso ético con el oficio. Admiré su
escritura, su manera de transitar la identidad de su voz, el respeto y defensa
de su palabra.
Una mesa de café que ya no es, y que, sin
embargo, sigue siendo, así la amistad en el Tuñín, una casa en la memoria. A
propósito de casas, Gabriel Montergous escribió en Nudos de hierro: (1936.
Invierno): Me he cansado de tanto
mirar mapas; salgo al patio de honor
que apenas se ha calentado con el sol de la siesta. El parral está sin hojas;
con la osamenta al aire, se vuelve patético. Los sillones de mimbre están
guardados, como todos los inviernos, igual que la mesita; y es por eso, o por
la falta de hojas y racimos, o porque en la casa somos menos y entonces, como
sabe decir la abuela Bárbara que desde hace tres años no se levanta de la cama,
“hay menos vida”, será por una u otra causa pero lo cierto es que en tardes
como ésta el patio de lujo de la casa es un ámbito desolado donde el aljibe
tiene, al primer vistazo, cierta facha de patíbulo. Y me siento nomás en el
redondel de madera, con la bufanda cerrando el cuello abierto de la camisa y
los brazos cruzados flojamente: tengo puesto un pulóver grueso además de una
camiseta de mangas largas. Poca, poquita es la gente que viene ahora de la
capital a visitar la provincia y, de paso, a vernos a nosotros; este año, por
ejemplo, ningún conocido ha pisado la casa. Son tiempos duros; la gente pobre
es más pobre que nunca, y no hay que ir lejos para ver hombres tirados en las
veredas o sentados en los zaguanes; miran sin ver, hipnotizados, mientras los
mocositos que andan por ahí juegan a tumbar botellas a cascotazos o piden
limosna: una monedita, don. La gente rica de la provincia, que no es mucha,
parece no entender lo que pasa; el miedo y la codicia los devoran por dentro y
los vuelven secos y ruines. Son años grises, feos: y ahora lo de España.
Además, esta casona venida a menos tenía hace diez años una animación y una
frescura que en buena medida recuerdo ajenas a las personas que faltan; las
casas, como la gente, tienen una juventud bastante breve; la madurez es larga y
la muerte interminable; se nota no sólo aquí, es esta casona típica que no hace
mucho perdió su patio del fondo, sino
en el caserón en ruinas de la pobre tía Adela o, más cerca, en el de nuestros vecinos
los Contreras. Tampoco debo esperar que del fondo del pozo surjan voces en
sordina, pasos de gato o de puma, volar de murciélagos, quejidos y llantos; esa
“música” concluyó hace rato. (…).
Toda memoria de encrucijada se nutre entre líneas
de cercanía y lejanía, de felicidades y tristezas. Se vive entre emociones y palabras.
Se vive escribiendo la novela propia, la película propia, caminos que utiliza una
memoria que busca la última corrección que todo lo mejore, el montaje que mejor
nos cuente. Desde la mesa de café en el Tuñín vuelvo a dos líneas escritas por
mi amigo Gabriel. Una es bandera que acompaña: Los afectos antes que los efectos. Y la otra es un poema: En última instancia, pienso, siempre se
escribe así: en el aire, en el viento...
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