Hace unos días se consignó la noticia. Murió un poeta.
Murió Eugenio Mandrini. Murió una parte de Buenos Aires. Mandrini, en su libro Con voz de perro lunar, anota el poema El trabajo más sencillo del mundo: Escribir un poema sobre Buenos Aires es el
trabajo más sencillo / del mundo (…) // Y después descender a las profundidades
del tango, es decir, / apoderarse de un trozo de noche y acariciarlo con mano /
gesticulante (porque el tango es eso: un trozo de noche y una / mano gesticulante).
(…) // Y después averiguar por qué en las plazas de la ciudad las hojas /
crujen de un modo tan desvalido cuando las pisan los jubilados, / y por qué al
llover en la ciudad cunde una extraña tristeza / que más pareciera ser la dicha
de sentirnos en brazos de la / muerte, que de pronto es bella y tierna, y nos
va lentamente / desnudando con dedos de hada, y ya empieza a lamernos con /
lengua de goteante azúcar y no agria como la ceniza / de su respirar. (…) // Y
por último es necesario que el aprendiz de poeta sea a la vez / intrincado como
sótano y límpido como espejo, o dicho de otro / modo, que lo mire todo con un
ojo de Borges y el otro / de un adolescente. // Entonces sí // escribir un
poema sobre Buenos Aires será el trabajo más / sencillo del mundo. Tan sencillo
como abrir los brazos y dejarse / arrebatar por el viento, / alto, lejos.
Murió también el amigo de tantos otros poetas. Todos, en privado o en público,
viajaron certeros a la memoria para encontrarse en el tiempo. Poetas fundando
la nueva realidad. Mandrini partió sobre un último poema para guardarse en los
días del después. Desde ese tiempo regresará obra y autor hasta la superficie
del río. Fundar en estos días aquello que ya no es, y que, sin embargo, sigue
siendo. Rubén Derlis, uno de esos poetas amigos, rebuscó entre papeles propios,
y regresó al poema Oquedades,
presente en su Viento solar; anotó
Derlis: Los amigos mueren ignorando que
dejan / espacios descubiertos -baldíos del alma- / donde amontonamos recuerdos
-escombros del pasado- / con cuyos fragmentos reconstruimos opacamente /
momentos fraternales de luz / en los que nos movíamos libres, / despreocupados
de la muerte, / cuando con una mano creíamos tocar la eternidad / y con la otra
darle de comer -ilusos- migajas de nosotros. Volver, regreso, rescate. Un
poeta ha muerto. Eugenio Mandrini. Y entonces: aquello que ya no es, y que, sin
embargo, sigue siendo. Desde la memoria vuelve un hombre poeta.
Me crucé algunas veces con Mandrini. No fuimos amigos.
Soy lector de algunos de sus libros. Cuando supe de su muerte, digo que, la
mismísima cegadora, sabiendo de la inconveniencia de llevarse a un hombre con
oficio de palabrero, me guió rauda hasta una noche de San Telmo. Porque desde
aquella noche el poeta Eugenio Mandrini habita mi memoria y mi escritura.
Aquella noche se dice fantasmagoría en este momento de
escritura. Sucede, regresa el poeta desde los días de septiembre/octubre de
2004. En la encrucijada de Perú y Carlos Calvo, en el abrazo de El Federal,
dentro del Ciclo Poetas de los 60.
Mandrini se presenta. Nacido en 1936. Asegura tener
más de cien años y le creo. Afirma que cuenta sus años sumados a los años
vividos por su padre. Explica que es una misma manera de ser, desde el padre
hasta el hijo, la que avanza en la huella. Y le creo.
Eugenio comienza a contar de qué manera llegó a la
poesía. Porque hubo un día especial. Y en aquel día supo que un mundo nuevo se
podía construir desde el mientras tanto, los alrededores, la esencia de las
palabras cuando andan por el costado mágico que, a veces, se abren en los días.
Jugar, escribir. Ser palabrero, un oficio reflexivo. Conocer el mundo para
fundar el nuevo. Mandrini se contaba.
Dijo que todo sucedió en la panadería del barrio. Allá
lejos, cerca de los catorce años. Allá lejos, cuando el pibe tenía un problema:
tartamudeaba. Tiempos crueles de dolorosa trabazón.
Se tienta esta escritura, se hace lectora, regresa,
vuelve, rescata, aquello que ya no es, y que, sin embargo, sigue siendo, y todo
esto dicho sobre lo que se cuenta, pero también en la forma en que elijo
narrarlo. Hace ya unos diecisiete años, fue desafío de escritura contar el
poema maravilloso que ofrendaba Mandrini. Ocurre ahora que rescato de ayer
algunas líneas de cuando la emoción primera. Aquel testigo que fui, así
registraba: “La madre del pibe hincha de San Lorenzo (…) lo mandaba todas las
mañanas a la panadería. (…) Andá y comprá medio kilo de pan y ahí el drama
anunciado, el drama para el pibe tartamudo que tenía que empezar a hablar con
una palabra que empezaba con una m y
una e, la única manera de decir medio. En la panadería esperaba ansiosa
una categoría de turra, con título de empleada, que lo medía, lo veía
acercarse. (…) El pibe entraba a la panadería como al Castillo de Carfax, iba a
darle un beso a Carmilla, iba a un entierro prematuro, iba por las cuevas de
las ratas, y entonces la panadería era cementerio, porque la turra lo apuraba,
cada vez, cada mañana, Y dale pibe, qué querés, dale que hay gente. Medio kilo,
recuerda el hombre. Tenía que pedir medio kilo torturante de pan, porque medio
kilo era lo que se precisaba en casa, y entonces ella sabía cómo promover la
lectura de una historia de terror.
Pero un día el pibe se despertó distinto, una mañana
con otro aroma, estúpidamente feliz que es la mejor manera de sentirse feliz,
la felicidad por aquello que no se sabe, que no se conoce, que no se sospecha;
feliz y con fuerza, el pibe le entró con fuerza al día, y vamos con ésa, porque
ésa era la señal, la pista del día, y entonces dame la bolsa que me voy a
comprar el pan. Hizo la cola, el hombre que recuerda dice que esto sucedió en
uno de esos días en que un pibe, un adolescente, se planta, pisa distinto, y
ahí se mandó de una vez para adentro de la ballena, del cementerio, de la nube
púrpura, encaró a la turra y dijo de esta manera, escuchen, Pan... medio kilo, y entonces fue la
palabra, las palabras con un nuevo orden. La turra todavía llora el nacimiento
de la poesía.
(…) Eugenio, el memorioso, relata cómo fue que llegó a
la poesía, de qué manera notó que algo distinto se podía hacer jugando con el
orden de las palabras. No lo sabía, pero en la panadería del barrio él había
plantado su primer hipérbaton, dice
Eugenio Mandrini dijo que después de descubrir el
antídoto, fue a los libros y vio que el juego no se daba en la prosa, y sí en
la poesía. Citó como ejemplo a Bécquer, Del
salón en el ángulo oscuro / de su dueña tal vez olvidada, / silenciosa y
cubierta de polvo, / veíase el arpa.
El ejemplo, la anécdota, el guiño poético, llegaba desde la escuela de la calle de Arlt.
Mandrini, en esa tarde casi noche, pareció emerger de unos baños de multitud y callejeo, con palabras en aguafuerte dio
cátedra humana, simple, así fue como habló de su experiencia de vida en los
alrededores de la poesía o del pan”.
A veces la vida nos acomoda sobre un renglón
tartamudo. Los empleados del negocio esperan cada mañana. Espera el mundo
cruel. Eugenio Mandrini, que supo ser poeta desde chico, dio vuelta la
tortilla. Imagino que así anduvo por la vida. La hizo poema con frases cortas y
quebradas, y que cambiaban de lugar según la música del decir momentáneo que
viene desde toda la vida, ese impulso vital que lleva la tinta del palabrero.
Ojalá uno fuera poeta o, aunque más no sea, siguiera siendo aquel que trabajaba
el oficio hace diecisiete años, que adhería, y que tenía la fuerza para hacer
propia la lucha contra los empleados que esperan, lo dicho, cada mañana, en
infinitos mostradores y crueles recovecos. Y entonces el presente. Tiempos
complicados vislumbrados en la amenaza del virus, en los dueños que quieren ser
más dueños, en el egoísmo porque el otro siempre es amenaza, nunca compañero en
el dolor, en la espera, que tanto exige el día para mantener viva la esperanza.
Aquello que ya no es, y que, sin embargo, sigue siendo. Es cierto, siempre
existe la posibilidad de escribir un hipérbaton en la mañana, pero también es
cierto que, a veces, no hay hipérbaton que alcance. Poema de escritura incierta
es la vida. El poema muta finales en la noche, tartamudea en la trabazón
oscura.
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