Casa de Oruro de Rolando Lois |
Tantas
veces comentó mi padre su deseo de volver a vivir en Boedo, que eché mano a la herramienta:
la escritura de la novela propia. Una mañana caminábamos juntos cerca de la
plaza Mariano Boedo. Sucedió. Encontré una casa, el plano general. Calle Oruro,
una cuerda de tiempo por donde en sueños aún toma la curva el tren de la
basura. Cercana al límite con Boedo, la casa aparecida para morada del artista
plástico, está ubicada en San Cristóbal. Asegura el poeta Rubén Derlis que el
habitante de los límites entre barrios se guía por pertenencia de cuore, y no
por la traza estricta de una frontera. Así Rolando dejó Martín Coronado, y pudo
volver al barrio.
Pedí a mi
padre que pintara un cuadro de la casa. Lo hizo. Un acrílico. La idea creció. Suelta
ya la escritura, encontré la máquina del tiempo que llevaría al pintor a
distintos momentos del pasado. Una larga declaración. Una memoria. Entonces
hizo falta el testimonio sobre la vida del viajero. Mi padre habló por horas. Contó
sucedidos. Así nuestros encuentros al pie del grabador. Sin embargo, en la
magia de este regreso, mi padre nunca llegó a leer Sombra y garúa, el “lugar” donde se escribió la novela de sus días.
Verdad y ficción. Aquello que ya no es, y que, sin embargo, sigue siendo. Y aquello
que nunca fue historia. O ahí nomás, cerquita, el encuentro con el costado
literario de la vida.
En primera
persona el pintor cuenta: “(…) Sé que mi imagen en la calle
intriga, más en Oruro, más en la manzana donde se ubica la casa. Mi casa llama
la atención. No es igual a otra, no hay en todo el barrio una que ni de lejos
se le parezca. (…) Fundé mi decisión en que estaba cansado de vivir en la
provincia, que necesitaba volver a la capital. Esto era cierto, pero todavía
era más cierto que la casa me embrujó con su aspecto de casa embrujada. La vi
por primera vez de mañana, enseguida supe que en su fachada, y sin importar la
ubicación del sol, nunca faltarían las sombras. Es casa de planta baja y primer
piso, como ya anoté en estas páginas, y es casa que al frente presenta una cara
escarpada, tajeada, es cara de animal de otro mundo, es cara con muchos ojos,
ojos de mosca gigante. Sus ventanas son ojos deformes que no responden a estilo
alguno, es cara de cuchillero acorralado que todavía lleva puesto el sombrero.
Mi casa cara de mosca lleva seis ventanas al frente, todas distintas. Lleva
boca como portón, pero no, es puerta ostentosa pintada de verde oscuro. Mi casa
lleva una torre almenada en su centro. La pared que da a la vereda está pintada
de verde claro con toques de un color ladrillo, o terracota, o naranja sucio.
Las paredes que se levantan pasada la puerta y que llegan a las distintas alturas
que presenta mi lugar, dan la impresión de haber quedado en origen con el
último alisado del cemento. Pero en realidad, alguna vez estuvieron pintadas
con cal (…). Las lluvias sucesivas la fueron lavando o gastando. Como si fuera
a desaparecer, esa es su apariencia hoy. La casa está bastante dejada, en los
techos de tejas hay faltantes notorios. Parece abandonada, esa es la imagen que
transmite. Para los vecinos es algo parecido al castillo que tenía el conde en
el Drácula de Bram Stoker, o mejor,
esto si tuvieran noticia, parecida a la casa que se hallaba en el borde del
barranco de La casa en el límite de
W. H. Hogdson, que era una casa asediada por extraños seres que escalaban desde
la profundidad para terminar con la vida de sus moradores. Mis seres, los que
me asedian, no provienen de barranco alguno, trepan nomás desde las miserias de
mi memoria, desde mi dolor de hombre nacido sombra. (…)”.
Rolando vivió desde los 10 años en una
casa chorizo ubicada sobre Avenida Independencia, entre Colombres y Castro
Barros. Desde pibito hasta muchacho de café. Festejó sus 18 en el boliche El
Derrumbe, sobre Boedo. Vivió en el barrio hasta ser el hombre joven que partió
a hacer la vida mientras iba de camino a Martín Coronado. Desde su taller de
pintura escribo estas líneas. A más de dos años de su muerte, anoto que siempre
quiso volver a vivir a Boedo. Y de alguna manera lo logró, es lo que hay en este
“libro casa” al que, de tanto en tanto, regreso.
Ser una sombra, dice el personaje en su
casona de Boedo: “Nací sombra, y de tanta sombra nací a la pintura.
Soy pintor, artista plástico, me defino
como figurativo, paisajista, utilizo el óleo; elijo colores en gamas bajas,
salvo cuando me voy de recreo al acrílico, pero cada vez ocurre menos. El
acrílico deja que entre un poco más de luz en mi alma.
Soy un hombre viejo, y siempre me
acompañó mi sombra, es más, debido a esa compañía, con el paso de los años,
supe que había nacido sombra. Que hay sombras y sombras, lo supe después. (…) Quizá
por eso siempre pinté sombras, quizá por eso tanto me gustó la noche, en esta
casa de Boedo y en mis paisajes recordados.
Fue en la noche que descubrí una nueva
puerta”.
El personaje de Sombra y garúa descubre, cuenta, su magia escondida en una
terracita, ubicada en el fondo de la casa, sobre un patio silencioso: “(…) admito que lo tenía casi todo claro a mis ochenta años
hasta que me dormí junto a la ampelopsis.
Son sus
semillas las que explotan desde una especie de racimo. Cada una de esas
semillitas verdes, ínfimas, cae, rebota, se desliza por el cuerpo carnoso de
las hojas de la enredadera que cubre las paredes que rodean el patio y la
terracita. Las semillas van de hoja en hoja hasta el piso. Allí, sobre la
baldosa, aparece pintada una franja verde que tiene un ancho de treinta
centímetros. El sonido amanecido es el de las mejores garúas, lluvia chiquita y
lenta, lluvia neblinosa, aliento y lágrima de cientos de fantasmas.
Fue en
aquella noche que descubrí, que supe que había encontrado la perfecta máquina
del tiempo. Se construye o la construyen durante diciembre, lista para usar
durante veintitantas noches, entre la primera oscuridad y la hora mágica en que
los carruajes vuelven a ser calabazas: este es el tiempo que dura la explosión
de su semilla.
Todo
sucedió y todo puede suceder dentro de mi casa”.
En cada
encuentro frente al grabador mi padre apuntó hacia distintas direcciones
temporales, en todas las charlas se acomodó el buen fantasma de la garúa verde
que lo llevaba hasta aquello que ya no es, y que, sin embargo, sigue siendo.
Como si se dejara llevar en las palabras, bajo la lluvia fina soñar con un
momento del pasado. Volver. Regresar. Rescatar.
El taller
de mi padre, este al que ahora regreso, al que de alguna manera hago mío, es
memoria. Escribo en el taller que llevé en barrilete hasta la casona de Oruro,
donde aún vive mi padre. En este mismo taller, donde ahora vivo, también vive
mi padre en su pintura, en fotos, en los objetos queridos. Estoy de regreso por
una temporada. En rudimentario museo el tiempo se manifiesta, respira,
acompaña. Ocurre mientras escribo sentado al escritorio de trabajo del pintor.
Deslizo la tabla derecha. Un acontecimiento mágico fue descubrir estas
presencias –un estante a cada lado del cajón central del mueble- cuando el pibe
que fui alcanzó la muesca, la llave, en el roble eslavonia. Otro mundo de
juegos. Ante todo fue la posibilidad de apoyar mi mano, como ahora mismo hago,
y acariciar la madera donde ayer, mi padre y yo, acomodamos papeles, libros,
bocetos, y mis poemas pibes de cuando decía que quería ser poeta como el abuelo
Julio.
Mi abuela
Eufemia no volvía a su casa. Ella decía, invitaba a volver a “las casas”. Ese
detalle en la afirmación se guardó en mi memoria. Me pregunté en algún texto si
esa diferencia se debía a una costumbre que venía desde la noche en Santa
Teresa, en la Santa Fe natal, o se debía a una inesperada sabiduría de Eufemia
con respecto a que la criatura que somos, a lo largo de la vida, suma, casi
siempre, algunas casas a las cuales regresar. Mi padre siempre quiso volver al
barrio de Boedo, una casa, una pertenencia, y volvió a una casa entre la verdad
y la ficción, en el límite. Y está la casa chorizo de Independencia. Él siempre
atento a ese regreso. Hasta la casona de Oruro llevé este taller de Martín
Coronado, que es de mi padre, también su casa, una de ellas, a la que también
regresa. Y desde el Boedo, imperfecto y literario, yo también vuelvo -ahora
mismo, mientras escribo esta nota, y apoyo el brazo sobre la tabla del
escritorio- a mi casa, una de las casas a la que siempre vuelvo.
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