La mesa roja
del comedor en la casa paterna. Mis padres sentados a la mesa. Mi hermano a la
mesa. El paso del tren me lleva. Un barrilete. Un autito plástico sobre el
circuito dibujado en el asfalto. Las bolitas sobre la tierra fresca. También me
lleva el gusano loco de un parque de diversiones pobre. Tesoros de infancia. La
escuela primaria. Tan linda Patricia, mi compañera de grado. Saber de la muerte
en segundo: Roberto, el nombre del alumno pibito. La muerte de mi abuelo paterno
Julio Martín, el poeta. El último día de mi amigo Néstor, a los 14 años, me
lleva. El fútbol en el club 12 de Octubre hasta que la noche apaga la pelota. El
tren me lleva hasta Federico Lacroze. El tren me devuelve a Martín Coronado. Descubrir
las calles de la gran ciudad siendo muchachito. Las historias que contaba mi
viejo. Un fusil en bandolera. Tantas noches de silencio. Puesto de guardia
cerca de la hondonada por donde viaja helado el Reconquista. Haber sido ciudadano
bajo bandera me lleva. En Campo de Mayo colimba humillado.
Las
librerías de Caballito y de Flores. El sueño de ser librero. Una lluvia sobre
Avenida Rivadavia me lleva. El nombre de un personaje literario (además):
Edesma. La posibilidad de contar historias
en el comienzo decidido de la escritura. Un poeta: Hugo Ditaranto. Un
novelista: Gabriel Montergous. Maestros en el oficio. Amigos.
Un café en
el México. Un café en el Margot. Un café en el Cao. Lapicera de tinta roja. La
felicidad que me lleva porque cuento un sucedido. Órbita maravillosa. Todo un
mundo la mesa de café. El encuentro con el otro. Puentes, cruzar puentes para
mejor conocer personas y paisajes. Sentado a la ventana universal de la urbanía contemplo la calle de adoquines.
Desde el Margot veo correr el tiempo sobre San Ignacio. Desde el Cao la ría sobre
Matheu. Haber descubierto a tiempo mi pertenencia a Boedo me lleva. Mi abuelo y
mi padre caminaron el Boedo que aún camino. Escribir el barrio de Boedo. Ser Homo Boedensis y saberse Homo Porteñensis: el hallazgo del poeta
Rubén Derlis me lleva. El periódico Desde
Boedo que nace -cada mes desde
hace 20 años- mi amigo Mario Bellocchio. La mesa de publicaciones de los
sábados. El abrazo fuerte para Diego Ruiz en su cielo boedense. El sol en la mañana. El fotógrafo Eduardo Noriega
toma café sobre Avenida Boedo. La
bondad en el saludo de Pepito de Boedo. La imagen de Bombón. Su mirada
agradecida, amiga, de buen tipo. La presencia de los buenos fantasmas del
barrio me lleva. Todavía el Gordo González se apasiona sentado en el Margot.
Todavía el Profe Ricardo prepara la pipa.
Una imagen
de mujer me lleva. Una botella de tinto en noche de sábado me lleva. Un par de
copas. El sueño. La aventura. El encuentro con el amor. La gran ficción. El
amor invita. Tienta el grande logro de hacerlo realidad. Una especie
enrevesada. Una criatura abismal que crece mientras silenciosa boceta el naufragio.
Una casa en
las sierras de Merlo, San Luis. La Caramba, su nombre. Amigos, literatura y
cocina. Confluencia que me lleva. Gabriel Montergous escribiendo en el límite
del parque que rodea a la casa. Caminando. Buscando palabras. La cruz en la
cima del Mogote Bayo también dice sobre La Caramba.
Pude
escribir en la biblioteca de La Caramba. Escribí en el México, en el Margot, en
el Cao. En el taller de mi padre. En mis departamentos alquilados escribí
feliz. La escritura me lleva. Escribir en el refugio que Josecito de la
Ferretería, mi amigo poeta, me presta para que siga habitando Boedo. Porque la
vida sigue en Boedo. Porque la vampira de tinta roja aún me espera para contar
los días.
Me lleva la
historia de la sangre derramada. Genocidio de los pueblos originarios. Las
campañas de la muerte. La Patagonia trágica. La semana trágica. Fusilamiento de
obreros rurales en el sur. Fusilamiento en los basurales de José León Suárez. Bombas
sobre Plaza de Mayo. Los argentinos somos derechos y humanos. 30.000. Cívico
militar eclesiástica. La revolución productiva. Una alianza para sostener a los
poderosos de siempre. 2001, una odisea triste en nuestra tierra. Y como si
fuera sueño hecho realidad, él. El presidente que manda a descolgar los cuadros
con la imagen de los dictadores, de los asesinos. El gesto inolvidable en el
Colegio Militar. Memoria. Verdad. Justicia. Nueva esperanza en la plaza. La
patria es el otro. Y de regreso el horror. Los destructivistas, el
neoliberalismo, con careta de cambio en amarillo. No fue carnaval. Vuelta y
vuelta. Luego aguantar la respiración mientras satura la “albertencia” insípida
del charlista. La historia también me lleva.
El silencio
en la pandemia. El aislamiento. Escucho. Sigo escuchando mis pasos un mediodía
de domingo en la esquina de Mármol y Garay. Nada se movía. Nada. Solo el
testigo. El silencio aquel me lleva. Aquella vida sabiendo que dentro del
refugio me esperaba más silencio. Ser sobreviviente de uno mismo me lleva. El
valor de la compañía de la vampira de tinta roja anotando la palabra, el gesto,
la mirada.
Encrucijada.
Viento. Durmiente. Urbanía. Híbrido. Tren. Suburbano. Río. Niebla. Lluvia.
Garúa. Barrio. Galaxia. Cauce. Sueño. Calesita. Barrilete. Destino. Café.
Ochava. Poema. Hambre. Condena. Solidaridad. Amistad. Fantasma. Novela.
Memoria. Libro. Puente. Vampira. Blues. Tango. La palabra me lleva. Rojo.
Negro. Verde. También me lleva el color de la flor del ciruelo rojo.
La noche
bajo autopista. La soledad. El hambre. El sueño en la noche bajo autopista me
lleva. La mirada de la persona que camina la vereda. La vergüenza de quien nada
más pasa. Todo sucede bajo el cielo de cemento. Desde cuándo los ciudadanos. La
condena de no tener techo. Cada pibe en la calle me lleva.
En la
librería de Caballito conocí a un poeta en primera persona, en viaje directo.
Conocí la explosión: Hugo Ditaranto. En una librería de Avenida Corrientes
conocí la reflexión del novelista Gabriel Montergous. La tensión y la calma. La
línea como estocada certera, y la lucidez como portal mágico del pensamiento. La
escritura del poeta Rubén Derlis apuntaló el universo urbano en mi mirada. La
felicidad fue en una mañana, de charla, en la casa de Pedro Orgambide. En una
lectura de David Álvarez Morgade en el Tortoni. En los encuentros con José
Saramago. Esa magia sucedida en Buenos Aires, en la intimidad de una mesa de
café, me lleva. En cada encuentro feliz con el Teuco Castilla. En la amistad con
el poeta Rafael Vásquez. Nuestras charlas en La Junta de 1810, su café.
Simplemente llegó la cegadora. Y en pandemia también se fue mi amigo poeta Marcos
Silber. La vida también es releer. La relectura me lleva. Vuelvo a los cuentos
completos de Juan José Manauta. Sus cenizas en el río Gualeguay. En fina lluvia
desde el puente viejo. La garúa del día me lleva.
Un paisaje
de novela no escrita. En ausencia y extrañeza. Escucho el canto poema de las
ranas. Una letanía. Naturaleza que canta. Allá lejos bajo la arboleda. Entre
eucaliptos. El misterio me lleva. Catón, el llevador de la ciudad/río, acompaña
a los muertos al cementerio. Su vida al margen me lleva. ¿Quién era el
finadito? Me mira, me dice. La pregunta que pide la respuesta a toda una vida.
Una lechuza en la encrucijada. Una suerte de tango. Un trago de blues. Un cruce
de caminos en la noche. Momento híbrido entre la luz y su ausencia. El
pensamiento de la lechuza. Gira la cabeza. Una calesita con sortija de destino.
Suena un acorde de guitarra. Se arrastra. Se apaga. Llega mi vampira y anota,
escribe la tranquila sucesión de ciertos hechos e imaginaciones. La película
propia se hilvana entre fantasmagorías. Paisajes inciertos, brumosos. El sueño.
El silencio. La espera me lleva.
La primera
vez que tuve a mi hija en brazos. Sus ojos. Sus manos. Me escribe su luz, su
tinta roja, su imagen eterna mientras remontan los días.
Me lleva el
tiempo como si fuera tren sobre las vías del Urquiza. El tren lleva hacia la
memoria mientras a cada momento nos deja en la estación del presente. Lleva apariencia
de animal que lento se evapora cuando, en realidad, veloz se consume la llama
de la vida. “Me parece mentira –dijo una vez mi padre-, ayer nomás te traía
recién nacido a esta casa, y ya tenés más de 30 años”. La vida también se juega
en la memoria. Aquello que ya no es, y que, sin embargo, sigue siendo.
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