Un camino
de tinta. El sueño de la palabra anotada. Artilugio mágico: la escritura. Un
escritor. Cualquiera sea su forma de decir. El que intenta en el oficio. El
tentado por las historias asume, boceta, a través de los años, su voz, sus
maneras.
Se escribe,
se trabaja en memorias más o menos explícitas. Se trabaja desde la pregunta.
Desde la pregunta nacida por cada uno de los sentidos. Por cada una de las suposiciones, imaginaciones; por cada uno de los
sucedidos, y esas fotos de dudosa factura tomadas desde el destino que tocó en
suerte. Un señor, el susodicho destino, que narra el duro revuelto Gramajo del
mundo. El mismo señor que lo muestra feroz mientras se encarga de condimentarlo:
de tentar con algunas gotas de felicidad. Aderezar desde una esquina de barrio.
Desde la fantasmagoría más silenciosa. Se escribe. Se trabaja. Se espera la
oportunidad de la hoja en blanco cuando en las manos, en el bolsillito de las
almas fundadoras, se presiente un enjambre de palabras hilvanadas. Con casi
nada, el hacedor se abisma. Lleva, tiene, posee señales -eso cree- en la punta
de aquello que sugiere apariencia de ovillo. Un algo misterio. Con eso cuenta o
cree que cuenta para iniciar el vuelo del barrilete que, con viento a favor,
con destino amigo entre los tiros, lo llevará hasta el barrilete reflexivo de
la escritura, y éste hasta el cielo siempre blanco que se guarda en cada hoja.
Para todo
comienzo hace falta una chispa. La damisela aparece desde un mundo fantasmal.
Buenos fantasmas caminan las veredas del barrio. Guarda chispas maravillosas la
urbanía. Se abriga la vida en el
barrio con mantas temporales que conservan caliente el centro, el secreto de la
naturaleza. Por eso aún el abuelo. Por eso aún el padre. Por eso elijo Boedo. El
barrio, desde el inicio de la eternidad limitada de esta escritura, es la
página en blanco que me guarda. Página de cada vez en el libro de la memoria.
Veo a mi
abuelo Julio Martín llegar a la casa, y sentarse frente a mi padre. El abuelo
trae unas pocas hojas sueltas. Lee mi padre una a una. El abuelo trae poemas en
el aire de la mañana. Luego mi padre anotará los poemas en cuadernos Sarandí. En
ellos aún se guarda el abuelo. Julio Martín no había ido un solo día a la
escuela. A los 14 años dormía en un carrito de panadería. Digo, pienso que,
para escribir su poesía interna, aprendió a anotar de manera enrevesada. Como
podía con sus manos de hacer. Hasta las manos del hijo. Alguna vez tuve 10
años. Por allá lejos, tiempos en Martín Coronado, decía que quería ser poeta
como el abuelo. Era el tiempo de las primeras lecturas. De los primeros poemas.
Tuve de amigo a Huckleberry Finn, tuve una tía Poly, hubo piratas, y un inolvidable
perro lobo. De pibito también supe de la casa donde vivió Martín Coronado,
escritor. De pibito, mientras iba camino a visitar -junto a mis padres- a mi
abuela Eufemia, pasaba frente a la casa. Corría hasta el alambrado. Deslizaba la
enredadera de la cerca alta, y espiaba la casa. Pintada de un rosa viejo. Silenciosa.
Testigo. Galería al frente. Una casita. De pibito supe que era una casa
distinta porque en ella había vivido un escritor. Un hombre que ejercita la
mirada, que busca ver entre pensamientos, entre sucedidos. Un escritor bien
podría ser un hombre que intenta contar el mundo a los otros, aquellas personas
que no se ocupan de ver y contar el paisaje y la idea mientras sucede la vida.
De pibito supe de la imagen del escritor, del trabajador del oficio, porque
existió el día primero de ingreso a la órbita del libro, el planeta casa donde
vive el puñado de almas del escritor. La lectura como puente iniciático que
puede llevar hasta la escritura; y la imagen, su presencia: el buen fantasma del
abuelo que me acerca una hoja para beberla hasta su fondo blanco. La lectura,
la escritura de la novela o el poema, o un puñado de líneas para refundar el
recuerdo; así el universo del tren suburbano que me llevó, me lleva hasta la
última estación; así desde el principio del ovillo bien marcado sobre el mapa
del tesoro.
Hace meses
que guardo en la memoria un cambio de figuritas entre dos poetas de Buenos
Aires. Rubén Derlis compartiendo un poema. Otilia Da Veiga haciendo un
comentario. Reescribo la escena. Recorto el ciberespacio. Pego palabreros en
otro paisaje. El encuentro sucede en Margot. Derlis llegado desde su Coghlan.
Otilia desde su San Cristóbal. Perfecta una mesa en Margot. Derlis abre uno de
sus libros: Homo porteñensis. En el
momento en que la tarde afina su punta para anotar la primera parte de la
noche, el poeta lee: De abril y sin
olvido. Regresan otras Buenos Aires: Resta
decir que fue distinto: / otras calles donde salvé mi juventud de posibles
naufragios, / esquinas donde me encontraba / silbando “Ojos negros” y Shelley
bajo el brazo. / (Así entreverado se dio todo en el sur / donde crecí entre
amigos / con el corazón acelerado en urgencia de vida.) / Entiendo que no
volveré a ese ayer, / cuando Agrelo arriba me iba Guayaquil por las tardes / hasta
el ángulo oscuro de Coronda / donde una débil luz de aceite y moho / chorreaba
sobre el portón del mercado / y era abril y mi tristeza. / Cuando anduve veredas
/ buscando los pasos / de los poetas que fueron de esta ciudad, / decirme: —“Por
aquí pasaron…”— / y estallar la poesía que no cabía en mi pecho. / Ahora mi
tiempo es éste, / los días de la verdad inapelable, / y entiendo el sol, / su
desparramo luminoso hacia adelante; / pero no quiebro mi espejo de distancias /
—los amados ojos enterrados / me miran desde un olvido que no es cierto— / donde
suelo verme a veces en pasado. Otilia guarda silencio. Vuelve la palabra. Ella
dice: Querido Rubén; somos los cronistas
de nosotros mismos. ¡Hermoso poder ponerlo en un poema!
Cronista
del barrio que toca por destino. Allí el plano general donde será la vida de
los nuestros. Cronista de uno mismo. Cronista de la memoria. Cronista de los
días del mientras tanto. Un hombre escribe. Cuenta sucedidos y emociones. Un
hombre es cronista que escribe la novela propia. El libro de historias que
comenzó a escribir hace tiempo, allá lejos, cuando las primeras lecturas.
Escribió el
poeta Rafael Vásquez, un juntador de
palabras, el poema Advertencia. Lo
convida frente a la mesa en Margot. Porque así se anda por los días, entre las
manos de la vida y de la muerte. De su libro Explicaciones y retratos, avisa Rafael: Antes que nada, una advertencia: / Fuera de lo aprendido y olvidado / no
hay nada en mi bagaje de estudios incompletos / que afiance mis saberes. / Fui
detrás de una búsqueda / por lecturas sin orden y sin tino, / por el placer de
descubrir un verso, / por conmoverme sin intermediarios. / Libro a libro y
estrofa por estrofa / armé mi itinerario y mi ganancia / con nombres resguardados
muy adentro. / Cada vez que encontraba maravillas / me encontraba también. / Cuántas
celebraciones hubo, desde la adolescencia, / para armar mi camino de poesía. /
No es mi orgullo, es apenas mi penuria / de no saber vivir sin el poema.
Pasa la
vida del hombre que escribe. Aroma la seducción de la escritura vampira. En
origen se guarda en rojo, así la tinta, luego, como decía el escritor Gabriel
Montergous, siempre se escribe en el
aire, en el viento. Dulce vampira. Una trabajadora de la memoria. Del
intento de vencer al olvido. Aquello que ya no es, y que, sin embargo, sigue
siendo.
Cierra este
remolino de tiempo un fragmento de Retazos,
un texto inolvidable de Mónica López Ocón, poeta periodista de Tiempo
Argentino: (…) Quizá sea porque el mundo
no tiene sentido y me urgía inventarle alguno que elegí el oficio de coser
palabras. Las palabras, como los retazos de mi madre, son inexorablemente
viejas, usadas. La filología da cuenta de los remiendos que han sufrido a
través de la historia hasta llegar a nosotros que las lucimos como recién
estrenadas.
Yo las trato como aprendí de mi madre: las miro de
trasluz, las pongo sobre la mesa, las corto con una tijera, las combino por
colores y texturas, las dobladillo, las pespunteo, las pongo al bies… Escribir
es, por excelencia, un trabajo de costurera pobre: lograr sentidos nuevos con
palabras gastadas.
Hilvano palabras. Trabajo el oficio. En el camino -sucede a veces-, fugaz y eterno, me encuentro en el poema.
2 comentarios:
Edgardo Lois, tenés un estilo inconfundible!
Muy bueno. Leerte en tu escritura. Gracias
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