Collage de Mario Bellocchio |
Tuve como destino la oficina de arsenales. A las órdenes de un suboficial mayor y un subteniente. Durante la última dictadura cívico militar. La oficina en la Escuela de Caballería. Campo de Mayo. Un lugar donde fui soldado. Un lugar de donde creo, a veces, no haber salido nunca. Trece meses. Una posible medida de la eternidad. Febrero 1981 a marzo del 82. La baja a unos días del inicio de la Guerra de Malvinas. Además de los listados, y la máquina de escribir, tuve acceso al mundo de las armas. Presté atención. En la locura que era el cotidiano en el cuartel, pensé que saber de armas era parte de entender el mecanismo de este costado de la patria. Entendí de manera rápida que debía cuidarme. Hubo las prácticas de tiro en el polígono. La prueba de armas que habían pasado por el mecánico. Hubo las clases que dio el cabo, cabo primero y sargento. Aprendí de ellos, de los mismos que nos humillaban o nos molían a golpes. Supe del fusil automático liviano y de otros juguetes peligrosos. Supe que los juegos de la portación y exhibición, como en las películas -esa extraña fascinación que para algunos tienen los fierros-, cambiaban cuando una munición entraba a recámara y se sacaba el seguro. Fusil listo para el disparo. Aprendí a estar atento a ese detalle.
Una noche
fui a hacer el relevo a un puesto de guardia. El soldado dio la voz de alto.
Enseguida di la contraseña. Me acerqué. El soldado estaba cansado. Necesitaba
dormir. Era uno de los elegidos por los suboficiales para la burla y el
castigo. Siempre cometía un error, y peor siendo presionado. Quedaba claro. No
tenía todas las luces encendidas. Aquella noche olvidó apuntar el fusil al
cielo. Olvidó retirar el cargador. Dos pasos esenciales para descargar el fusil
de manera segura. Sólo el sonido de la corredera colocando la munición en la
recámara, lo detuvo. Justo antes de quitar el seguro y accionar la cola del
disparador. Le dije que no hiciera nada más. Dejé mi fusil. Tomé el suyo. Quité
el cargador y di un golpe de corredera. Como si fuera un bichito de luz, la
munición brilló mínima en la oscuridad. El soldado la levantó del suelo y la
devolvió al cargador. Luego entregué el fusil. Me dio las gracias, y se perdió
en la noche camino al puesto de referencia. No era su culpa. Alguien ponía en
sus manos un arma de guerra con cargador de 20 disparos. Una víctima más del
mecanismo salvaje de la patria, la de ellos. Ahorré un tiro en aquella noche.
Salvé a un colimba, al otro, la patria, la mía, de un nuevo suplicio. Salvé,
quizás, una vida. Quizá hasta salvé la mía. Un riesgo cierto cada vez que se
producía un descuido. Tantos disparos perdidos en el cuartel, y apenas hubo un
muerto en el año. De repente Dios parecía existir, y se manifestaba, a veces,
en la Escuela de Caballería.
Hice muchas
guardias. En todos los puestos del cuartel. También fui asiduo participante de
un grupo de seguridad que patrullaba día y noche dentro de la guarnición de
Campo de Mayo. Cada vez que le tocaba el servicio a Caballería, era casi una
fija que yo sacaba la sortija. Una camioneta al frente. Dos camiones Unimog con
los soldados cerraban la columna. El soldado llevaba un bolso grande con su
equipo para la actividad. Se podía dormir en cualquiera de los institutos de
enseñanza. Y se podía dormir en el campo. Me tocó una vez. De cara al cielo mientras
la incertidumbre latía en la tierra. De una noche recuerdo el Unimog solitario
avanzando por un camino cercano a una arboleda. El suboficial al mando ordena
detención. Ordena, a los soldados, unos seis, pie a tierra. Silencio absoluto
entre los árboles. Avanzamos lento en dirección hacia un lugar dentro de la
arboleda. El suboficial señala un auto en medio de las sombras. Ordena
separarnos. Cada uno detrás de un árbol. Un asunto es avanzar con el fusil en
las manos. Siempre es un arma. Pero lo es más cuando lleva munición en la
recámara. Esa fue la orden. Sólo faltaba quitar el seguro para disparar: tiro a
tiro o en ráfaga. Hasta ese momento pensé que jugábamos a los soldaditos, como
casi siempre. Pero con el fusil cargado era distinto. Una orden excepcional, y
más cuando el guía pensaba moverse en la hipotética línea de fuego. El
suboficial se acercó al auto pistola en mano. Después encendió su linterna.
Todos apuntábamos al vehículo. La linterna se apagó. Nada. Misterio. Ni una
palabra. Volvimos al camión. Antes de montar, todos sacamos la munición de la
recámara. La luz de la noche permitió, con facilidad, ubicar el lugar de caída
en el camino.
Otra noche
distinta sucedió en la puerta principal del cuartel. Era madrugada. Me tocaba
ser el soldado que custodiaba -el que abría y cerraba- el portón de hierro y
madera que daba sobre la Ruta 8. Se abre la puerta de la guardia, y veo que
sale el sargento de turno. Mientras avanza se coloca el casco. Lleva fusil. Me
ordena que me corra a la garita. Ordena la ubicación de los demás soldados de la
guardia. Un sucedido. Tiros en una de las entradas a Campo de Mayo. Alarma. El
sargento ordena colocar munición en la recámara del fusil. De nuevo, otra de
esas noches en que los elementos se corrían del lugar repetido. El juego “a los
soldaditos” se detenía. Hay munición en la recámara. Suspendida el hambre del
soldado en las noches de guardia. El castigo de soportar que nos despertaran en
medio del descanso por puro divertimento. El paso del sueño a la carrera.
Suspendidas las sombras tristes de las mujeres de la ruta. La humillación en la
mirada de los colimbas que estaban castigados en los calabozos de la guardia.
Todos los horrores se suspendían del cielo de noches como ésta, la que regresa.
Hay munición en la recámara. Tragaron metal los fusiles. Luego el silencio. La
espera. Cuál el siguiente capítulo de esta pobre novela. No recuerdo el tiempo
transcurrido. Desde todos los fusiles saltaron las municiones hasta el cemento.
El sargento se quitó el casco. Volvió a su noche. Todos los elementos volvieron
a su andar. El espanto era otra vez el espanto universal, el cuartel.
En el
depósito de arsenales había unos 15 cajones de madera de porte generoso. La
orden fue registrar el contenido en un listado. Los cajones guardaban armas que
habían pertenecido a la “subversión”. Una mañana se abrieron todos los cajones.
Pude ver el museo. Eran recuerdos de familia. El revólver del abuelo. Fue en
esa oportunidad que pude accionar el mecanismo de un Winchester de palanca. De
seguro robado en casa de un coleccionista. Al final no se hizo el trabajo de
registro, y el museo, constituido mientras la patria de ellos pateaba puertas,
siguió en su sueño de cárcel. En aquellos días no tenía una idea clara del
horror que se vivía en nuestro país. Fue después de la colimba que comenzó mi
toma de consciencia. La dictadura de los asesinos. Los desaparecidos. Madres de
Plaza de Mayo. Malvinas. La información sobre lo ocurrido que apareció en
democracia. En años posteriores supe aún más de los sucedidos en las noches de
Campo de Mayo. Noches de dictadura.
El frío
salvaje del fusil en pleno invierno. El hambre en la niebla. En la lluvia. Un
silencio de muerte. No estuve en Malvinas. El frío que cuento es del puesto del
mástil, en el lejano puesto 4 de la Escuela de Caballería. Tan lejos y tan
cerca de la ruta. Tan lejos y tan cerca del río Reconquista. En la hondonada
viajaba mi mirada hasta su cauce. Silencio. Anoto el silencio. Si ocurría algo
y el centinela debía dar aviso, tenía que cargar el fusil y hacer un disparo al
cielo. Una vez estuve a punto. Un incidente entre automovilistas. Cargué. No
disparé. Seguro el aviso resultaría una pavada de tagarna, y debería pagar la
munición. Detrás del mástil, siguiendo la hondonada, comenzaba el camino que
llevaba hasta el alejado polígono de tiro. Dentro de esa inmensidad -lo supe
años después- se escondía el horror. Un campo de concentración de la dictadura.
Tortura, traslado y muerte de ciudadanos. Un terreno que guarda secretos. Y secretos
esconde el poder judicial de la democracia en su demorada investigación. Desde
que conocí el dato, me veo haciendo guardia en el puesto del mástil. Sin saber
nada. Silencio en la noche más oscura. Hace tiempo que nada está en calma. Una
y otra vez pienso en que yo cuidaba el silencio de tanto crimen cometido. Un
silencio que llevaba la hondonada, el río. Que llevaba la maquinaria cotidiana
del cuartel, de la patria, la de ellos.
Una
esperanza de justicia (aún) lleva la memoria de mi patria.
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