Una vez más regreso al día de
incorporación. Servicio militar obligatorio. El camión levanta con tajo frío de
pala y tira ciudadanos en la Escuela de Caballería. Campo de Mayo. La
guarnición. 1981. Al parecer Dios -en sociedad con los hombres de la patria de
ellos- había decidido. Mi destino estaba marcado. Servir, en posición de
firmes, con subordinación y valor. Servir desde el palo más bajo del gallinero.
Colimba con boleto picado en el inframundo, el cuartel. En Campo de Mayo todo
era salvajemente terreno. No había entradas para nada que tuviera que ver con
el apenas bocetado cielo del Señor.
Dios tenía en el cuartel a uno de sus
empleados en la tierra. Infaltable en la sociedad de la Escuela de Caballería.
Había iglesia. Y había cura. Como señalé en uno de estos viajes de regreso a la
colimba, no fue inteligente mi postura en el primer encuentro con el hombre de
camisa gris. La última dictadura cívico/militar/eclesiástica aún marcaba el
paso del tiempo. El muchachito estúpido que fui, ante la pregunta del cura:
¿Religión?, contestó: Ninguna. Dijo el cura: No puede ser, cómo no va a tener
religión, ¿y sus padres? Tampoco, respondí. Desconozco qué habrá anotado el
susodicho en el casillero de mi ficha. Quizás ateo. Haberme declarado ateo ante
el cura, haber dicho mi verdad, me provocó cierto orgullo. Había cuestiones de
la vida que aún no manejaba. Y habría muchas más -luego de transcurrido casi
todo éste, mi tiempo- que así se quedaron. Inmateriales, erradas, truncas, sin
nunca haber encontrado ciertas puertas.
Recuerdo un domingo. En medio de la
instrucción en el campo. Un altar dispuesto. El cura con su uniforme de gala.
La tierra húmeda. No barro. Tierra oscurecida. Pasto seco. Ralo. Pegado a la
tierra. ¿Por qué recuerdo con tanta nitidez este detalle? Pasto aplastado.
Todos los colimbas de pie frente al cura. Pases de mano bajo el cielo. Palabras
al tono. Supongo. En la memoria de esa mañana no veo la cara del cura. Tampoco
lo escucho. En mi remembranza sólo veo el pasto seco pegado a la tierra.
Imagino una lluvia lenta y silenciosa. Durante el sueño. Esperanzada. Asistí a
la misa sin resistirme. Todo fue de improviso. Dios y su empleado, de repente,
estaban ahí. Mi asistencia no trajo consecuencias para mis ideas. Diría -comprendiendo
el escenario y la ira provocada por tantas humillaciones- que la encerrona de
la misa acentuó al estúpido que había en mí. Yo, quien nunca supo dibujar una
cruz en el aire, abriría la boca a la primera oportunidad.
Hubo aviso de día y hora. Supongo que
también era en domingo. Durante la instrucción militar los colimbas
permanecimos más de veinte días dentro del cuartel. Fue largo el camino hasta
el primer día franco. Nueva misa. Entonces, y ya siendo conocedor de las
“bondades” del castigo para todo aquel que quedara un tanto a la vista, me
presenté ante el cabo primero que se encontraba de semana en mi escuadrón.
Estar de semana significaba que tres suboficiales eran los encargados de la
administración: conteo, listas, castigos, etc. Expliqué al milico que yo no
tenía religión, y que, por lo tanto, no quería asistir a la misa. Pedía la
excepción. No recuerdo su respuesta. Tampoco su cara. Imagino su burla. El cabo
primero fue con la consulta a su superior inmediato: el sargento. Una vez
agotada su curiosidad, es decir, ver la cara del tagarna (TArado/GARca/NAbo,
todo un poema) que hacía semejante planteo, el sargento miró hacia arriba. No
recuerdo el grado del jefe del escuadrón de Comando y Servicios, un oficial de
mediana graduación, quizás un capitán, pero bien sé que fue él quien me llamó y
preguntó por mi posición frente a la misa. Expliqué. Entonces dio órdenes a los
suboficiales para que yo no asistiera al convite con Dios. La fila de colimbas
marchó hacia la iglesia. Yo, el último. El ejército de almas entró a la
iglesia, y a mí me ubicaron cerca de la puerta, casi sobre la calle. Los
suboficiales de semana iniciaron las burlas. Cada milico que pasaba por el
lugar y me veía ahí parado, preguntaba. Es ateo, se mezclaba la respuesta con
la risa. Estuve de pie en el lugar durante todo el servicio en nombre de Dios.
Cada vez que regreso a ese momento, me digo que tuve suerte. Porque como se
verá, hacerse visible en la Escuela de Caballería presentaba sus serios
riesgos. No fui golpeado por ser ateo, pero sí burlado. Che, ateo, vení, me
llamó por un tiempo el suboficial mayor que dirigía mi destino: la sección de
Arsenales. Este es el ateo, el que no quiso entrar a la iglesia… Una diferencia
que saqué barata.
Ocurrió una mañana. Cortocircuito con el
cabo primero de Arsenales. Me manda a hacer cuerpo a tierra. Inicio de castigo.
Corro alrededor de su figura mientras camina por la calle central del cuartel.
Manda salto rana. La calle en subida. Recibo su ayuda. Me levanta a patadas. “Febo”
asoma. Antes de llegar a la iglesia, sobre la misma calle de Dios, el cabo
primero se encuentra con el cura. Hablan. Aprovecho. Intento detener el salto
rana. Necesito descansar. Pero mientras se da el saludo y la charla, el
suboficial me patea para que continúe. Levanto la vista. Recuerdo mirar la cara
del cura. Su sonrisa ante el castigo y los insultos. Recuerdo también que un
día fui testigo de cómo el mismísimo cura mandaba a salto rana a un soldado.
Salto rana mientras el susodicho, además de ordenar, golpeaba al soldado con
una vara de madera. Una costumbre. Aguanta, hijo mío, sobre esta bendita tierra
de Campo de Mayo, que tuyo será el reino de después. Veremos, si es que algo
tuyo queda, luego de recibidos por el lomo los patrios mandamientos. ¡Amén!
En Campo de Mayo, en la Escuela de
Caballería, aparecían como confusos ciertos quehaceres relacionados con el
cuidado de las almas colimbas. En plena bulla podía ocurrir que se burlara al
ateo. Y que no recibiera más castigo que la humillación por la palabra. Se
podía creer en que las fuerzas armadas fueran profundamente cristianas. Pero
aún veo al seminarista desmayado sobre el playón. Sol fulminante de la primera
tarde del mes de febrero. Después del almuerzo (hambre, locro picante y la
prohibición de tomar agua). Los colimbas en formación. Cayeron algunos. Uno el
muchacho que estudiaba para cura. Siempre lo recuerdo. Tenía espuma en su boca.
Recuerdo a otro soldado. Vecino de Martín Coronado. Era cura. Y por tanto tenía
asegurado un trato especial a la hora del castigo. A esta situación se sumaba
la especial saña –insulto y patada- sobre todo aquel cuerpo y alma que llevara
un apellido de origen judío. Al ateo se lo burlaba, al judío se le pegaba con
ganas.
Entendí años después. Aquellas
situaciones no eran una contradicción ideológica. En el cuartel había espacio
libre en el campo. No en el pensamiento. Todo era una especie de impulso y repetición.
En la rueda del hámster sólo circulaba el portador de la violencia. Había que
castigar al colimba que no venía del barrio, de la calle, aquel que parecía más
débil, aquel que lloró de indefensión en las primeras noches en el infierno.
Había que castigar a los señalados como homosexuales. Había que castigar con
paliza y calabozo a los dos soldados que encontraron abrazados, una noche, en
un baño de tropa. Había calabozo, hacía más de un año, para el colimba a quien
se le escapó un tiro e hirió a otro. Calabozo también para el colimba que se le
escapó el tiro y mató a un ciudadano obligado a jugar a los soldados.
Recuerdo el castigo grupal. Los
doscientos treinta colimbas del escuadrón encerrados en el baño de la cuadra
dormitorio. Cerradas todas las ventanas y la puerta. Cuerpo a tierra. Que nadie
quedara de pie. En el centro el cabo primero parado sobre los piletones. Cuando
el espejo se empañó escribió: mamá y papá. Hasta que no se borre, no nos vamos,
dijo. Cuerpo a tierra, salto rana, un rezo completo. Y recuerdo el sabor
especial que tenía para el milico el castigo particular, libre de ideas
complicadas. Humillar y golpear a quien era así discriminado, al que según la
patria de ellos lucía diferente, a quien quedaba a la vista sin importar razón ni
derecho alguno.
A pesar de que era obvia la inoperancia
de Dios y su empleado en Campo de Mayo por resguardar a las simples criaturas,
admito haber dudado. Tantos fueron los disparos accidentales, y sin embargo, hubo
solo un colimba muerto.
¿Y si todo, en efecto, sucedía bajo la mirada de Dios? Un milico me llama ateo en el cuartel de la patria de ellos.
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