La
expresión en la cara del soldado. Casi un personaje de ficción. Apareció el
colimba. ¡Atención, soldado Cartasso! ¡En posición de llanto ocupe su tristeza!
Descubierto soldado desde el misterio de la creación. Años después de mi paso
por la colimba (febrero 1981 hasta poco antes de Malvinas). Soldado Cartasso. Una
cara que dice la cara de todos. La cara en una copia de grabado. La copia
dentro de una foto. Ésta en el taller del artista. Era 2008. Apareció la imagen
mientras respetaba el impulso de escribir un libro memoria sobre el servicio
militar obligatorio. Hace quince años escribí Subordinación y valor (para defender a la patria).
Entonces apareció
un grabado. La expresión de una cara. En el trabajo del grabador, del artista.
En mi memoria. Escuela de Caballería. Campo de Mayo. Última dictadura
cívico/militar. Siempre memoria. En los primeros días de instrucción supimos
que ellos tenían la facultad de golpearnos hasta donde entendieran que estaba
bien, de insultarnos como personas, de denigrar nuestras familias, y de
mostrarse satisfechos de su proceder. Un asunto de vital importancia: ser
demostrativos era la prueba de la no existencia del soldado. En esos días se
fijó en mí una sensación hasta ahí desconocida: respirar dentro de una trampera
infinita. Sentía que la colimba era una especie de reino eterno, absoluto, algo
que tuvo principio, pero que no tendría fin. No es un error anotar que lo
“sentía”. Porque no lo pensaba. El frío estaba en mí. Era tal el descalabro
humano que presenciaba que no podía imaginarme un final feliz. La noche de la
humanidad existía y yo estaba dentro de ella. Me llevaron para aprender a
defender a la patria, y creo que desde esos días, y a pesar de mi inconsciencia
-era un pibe que poco o nada entendía de la vida- empecé a preguntarme qué cosa
era la patria. En un capítulo de uno de mis libros, allá por el 2001, me
pregunté por la patria. Siempre las mismas preguntas. Cuál mi patria. Cuál la
patria de ellos.
Conocí al
artista plástico Juan José Cartasso (1924-2017) a través de mi padre. Amigos y
colegas. Pude charlar con Cartasso. Declaraba: Soy un creador de formas. Hubo charlas de café -mientras se
construía nuestra amistad- y una entrevista a la que regreso: Mi papá tenía una empresa de pintura y yo desde
chiquito andaba revolviendo colores con pinceles. Él me engañó, porque una vez
me llevó a ver algunas casas en la calle Goyena, que eran casonas, y en el
techo había pintados angelitos. Me dijo: cuando vos seas grande, yo voy a hacer
pintar las paredes y vos vas a pintar los angelitos; y yo quería crecer para
pintar angelitos. Yo nací adentro de un tacho de pintura. La
entrevista ocurría en 2008, en su taller. Sábado a la tarde. Me regaló un
grabado. Y sucedió que, entre
los trabajos que vi sobre una mesa, había una fotografía de una de sus obras.
Era una cara, pura oscuridad y sufrimiento. Pregunté si era posible quedarme
con una copia de la foto. La imagen me impresionó, quería guardarme tanto dolor.
No sabía por qué. La foto quedó apoyada contra mi computadora. Desconozco la
razón que tuvo el artista para componer el trabajo, pero Cartasso me contó que
de joven había dibujado muchos muertos, y si bien el pibe, el muchacho, no
estaba muerto, su sufrimiento era de muerte.
Estos
detalles cotidianos acompañaron las primeras páginas de Subordinación y valor. La foto ocupó su lugar transitorio sobre mi
escritorio hasta el momento en que empecé a mirarla cada vez con mayor
detenimiento: la cara del muchacho sale de la noche que en apariencia se guarda
sobre la pared. Creo o siento que tiene los ojos cerrados, que los cierra de
dolor e impotencia. La boca abierta, un abismo más oscuro que la noche. Labios
gruesos. Llanto casi seguro. Una oreja se recorta contra la claridad que habita
sobre un pequeño sector de la pared. La piel de la cara está invadida por la
carcoma de la noche. La nariz es gruesa. Un grito como único final posible para
esa oscuridad. Y es el pelo corto el elemento que termina por revelarme la sustancia
verdadera del grabado de Cartasso: un colimba. Acaso, el rostro del soldado
desconocido.
La imagen
estaba en mis manos. Tuve así la certeza que de no encontrar las palabras
justas para contar un colimba, la obra de Cartasso podría ayudar, es decir, la
imagen pasó a ser parte de un libro que, si bien sería escrito, nunca fue
publicado.
Sucedió
entonces que desde el hallazgo tuve la ocurrencia de contar lo sucedido: la
aparición del soldado Cartasso. Contar que la expresión “soldado Cartasso” era
una manera de decir la tortura, la humillación, el dolor, el sufrimiento de un
colimba.
El soldado
anónimo tenía en su cara la expresión del soldado Cartasso apenas un instante
antes de hacer el disparo en la noche. Intento de suicidio en la primera
guardia. En la primera parte de la noche. En la puerta del polvorín. Porque en la
Escuela de Caballería, en Campo de Mayo, se vivía en mala noche.
La orden
fue pararse al pie de la cama. Todos ocuparon su lugar. El sargento tenía a un
soldado tomado de los pelos. La orden fue formar una fila. El sargento mandó
salto rana al soldado mientras lo pateaba. La fila empezó a moverse. Había que
pasar frente a la cama del soldado que estaba siendo castigado. Luego del baño
diario se colocaba el toallón extendido sobre la cama. Sobre el toallón un ejército
de moscas nerviosas trataba de nutrirse de la mugre acumulada. Doscientos
muchachos bañándose juntos en un tiempo mínimo. Todos se ocupaban de lo suyo.
Nadie veía al soldado que no se bañaba. Que apenas corría el agua, utilizaba el
toallón para cubrirse. El sargento, de dudoso amor a la docencia, ordenó al
soldado que se desnudara y así lo sacó al playón. Hacía frío. A principio del
otoño. Lo llevó a las patadas hasta los piletones que se usaban como bebederos para
los caballos. Sargento equipado con clásico cepillo de mano para refregar la
ropa. Madera y cerda amarilla. Soldado en el piletón. El sargento abrió la
canilla, y cargó el cepillo con jabón. El agua helada golpeó sobre el cuerpo
del soldado. El ciudadano bajo bandera, a esa altura de la barbarie del
sargento, exhibía en su cara la expresión que lleva el soldado Cartasso. A
partir de aquel baño, el soldado era llamado por los divertidos maestros de la
suboficiadad de la patria de ellos: el sucio.
En la
entrevista, Juan José Cartasso, habló de un detalle en el quehacer del artista:
Para pintar o grabar, primero debe
saber dibujar, entre los grandes pintores del mundo no hay uno que no sea un
gran dibujante; hay que saber desdibujar y para hacerlo primero hay que saber
dibujar, en eso no se puede mentir; el grabado te ayuda a entender y componer
el blanco, el negro y el gris, y cuando una persona sabe hacerlo puede pintar
lo que quiera. Quince años después de aquella charla me reencuentro
con este pensamiento de Cartasso. Digo entonces que este artista grabador hizo
suya la capacidad de entender y componer el blanco, el negro y el gris en las
profundidades del alma humana. Solo de esta manera pudo “decir” el alma
sufriente de un soldado. El alma desesperada que portaba el colimba que fui.
Fuimos tantos los soldados humillados por la patria. Muchachos compañeros
atrapados en la trampera de la patria, la de ellos.
El arte de Juan José Cartasso, en aquel mientras tanto de hace quince años, se
sumó a mis papeles de trabajo. La escritura trabajó sobre una memoria en la que
siempre estoy de regreso. Una besana de gubia a fondo. Servicio militar
obligatorio. Antes y después de la colimba. Un tajo salvaje. Inhumano. Escribí
a lo largo de un año. Incluí casi todos los nombres que recordaba. Los nombres
de los humillados, y el de los torturadores. Entre pensamientos sobre la
escritura, entre los sucedidos de la vida cotidiana donde se daba el impulso
para aquella escritura, creció el recuerdo de la violencia vivida en la Escuela
de Caballería.
Hubo una vez un encuentro de café. Un café después de
comprender que la expresión de la persona del grabado me llamaba. Un café
después de saber que si el texto alumbrado, un día, se vestía de libro, sería
con el grabado de Juan José Cartasso en la tapa. El artista grabador dijo: sí,
autorizado.
Pasaron quince años. No hay libro. Y está bien que así sea. Hay sí estos regresos a aquellas memorias. Una escritura más clara y certera. Una vida. Una mirada. La escritura como abrazo piadoso ante aquello que pareció trampera infinita.
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