Febo asoma.
La ciudad despierta. Las huestes de la vida en las calles. Cada uno de los
viajeros atiende su juego. Continúa el giro urgente de Antón Pirulero. Pero cada
vez hay menos música. Un trompo/tiempo de perinola. Mientras la mayoría pone,
un grupo salvaje toma todo.
Ciudad
apariencia. Maquillaje presto. Velocidad. Brillos para montaje. Bulla que
desdibuja.
Áspera.
Anónima. Sorda. Codiciosa. Raspa. Duele la ciudad que despierta.
Pateado. Violentado
cada día es el grande hormiguero.
Una caja,
despegadas sus juntas, extendida sobre la vereda. Bajo autopista. En una
esquina. En un reparo. Arrugue. Parecita. Bajo marquesina o alero sobre entrada
amplia de edificio. Un hombre joven. O un muchacho. Una vida sobre el cartón
cuando llega la noche. El cartón en el contenedor para la basura. Aquello que
sobra. Y que cada vez se ve menos. Invisibles en la repetición. Estar de cada
día. No se trata de un hombre solo. Miles en la ciudad. Los menos sobre colchón
sacado de la basura. Los menos con un trapo para cubrirse. A un lado de la
cabeza los restos de la cena. Botella con un poco de agua. Bolsa plástica con
facturas de ayer, cuando tal vez la vida se parecía a la vida. Será descanso
amanecido sobre cemento. En el viento el urbano silencio. Mudos los que no ven.
Mudos casi todos los testigos. En el piso. Dormidos o despiertos. La quietud
como condena. La espera. La vida que evapora. Noche y día. Memoria que evapora,
que gotea y evapora a metros de la orilla seca de la avenida.
Un hombre
toma mate. Es de mañana. Acaba de comenzar su día. Está solo. Toma mate solo.
Su ropa presenta el roce que provee la situación de no vivir bajo un techo.
Hace tiempo que vive cerca de la esquina. Por las mañanas toma mate. Solo. En
la ciudad. No es hombre joven ni muchacho. Entrecano su pelo.
Casi invisibles
los carritos cartoneros. Botes pobres en el río de la ciudad. Cartones al
viento. Un par de ruedas en giro. Un hombre que tira del día. Joven o viejo.
Será hombre que abisma desde el borde del contenedor. Lleva en mano un bichero
terminado en gancho, en curva, en signo de interrogación. Abandona el cemento
mientras se balancea sobre el filo del contenedor. Como si nadara en la
profundidad de la historia. Bichero en mano.
Un intento. Otro más. Abismarse. Poder con el abismo. Volver a la tierra
con algo en mano. Volver al cartón. En la calle de barrio. En la avenida. Un
carro cartonero. Uno más. Por momentos a la vista. Invisible en el después. Se
acerca la noche. El botero en su carro no vuelve a su territorio. Quedo y
silencioso en el río de la ciudad. Hasta mañana. Haciendo puerto en una orilla.
Pasa el tiempo mientras se seca la noche. Con suerte cartón del grueso sobre la
vereda, y un trapo alguna vez sábana. Llega la alta noche. Silencio y quietud.
Un recuerdo de noche abandonada. Sucedía cuando los tiempos de la pandemia.
Una
seguidilla de fotos que muestra el paisaje injusto de la vida en la gran ciudad.
Y sin embargo, en medio de la condena, la herida, el espanto, la vida parece
aferrarse al cemento. Un perro negro -de largo pelaje apagado- acompaña a un
hombre joven. Cada día a su lado. Límite de Boedo. Por Avenida La Plata el
viento. Hombre y perro en la calle. Contra una pared. Una repetición que
aumenta la presencia. La felicidad parece posible cuando en medio de la
velocidad urbana sé que hay un hombre y su perro. Juntos. Solos. Juntos en la
felicidad de estar juntos. Me descubro. Soy feliz testigo. En determinados
momentos la felicidad de las criaturas es posible. Pienso. Me digo. El sueño de
una ciudad amiga. Una urbanía para todos.
Lo vi por
primera vez en días de la pandemia. Por las calles desiertas del barrio se
ganaba el mango un paseador de perros. Se acercaba. De frente. Unos quince
perros de distintas procedencias. Variopinto el ramito de personas caninas. Camina
en dos patas. Flaco. Alto. Joven. Lleva un gorro de abrigo. Lo adivino de
cuero. Lleva gorro de cuero con grandes orejeras. Grises. Clara apariencia de
orejas de perro. Peludas por dentro y por fuera. Gruesas. Explícitas. Orejas de
gorro de libre balanceo en el viento. Descubro su hocico. Una sonrisa que pinta
inmóvil. Veo los dientes. A la vista los colmillos. También la lengua roja. Los
bigotes. La certera perspectiva de un artista del pincel. El paseador de perros
respetuoso de aquellos tiempos de pandemia, lleva colocado un original barbijo.
El paseador de perros lleva gorro y barbijo intervenido. A pesar de la sorpresa
ante el descubrimiento, reaccioné a tiempo y me corrí hasta el cordón. Unos quince
perros pasaron a mi lado. Dieciséis, si cuento al guía. Mientras pasaba el
perrerío noté que el grupo paseaba a gusto. En felicidad. Entre semejantes.
Entre otros. El guía parecía feliz en su quehacer mágico. Felices, en estado de
alegría, parecían las personas caninas. Fui feliz, lo soy, siendo testigo de
aparición tan venturosa. Ocurre que en muchas mañanas, mientras camino el
barrio por Mármol, Treinta y tres orientales, Tarija, Constitución, me cruzo
con el feliz paseador de perros felices. La felicidad también camina por el
barrio.
Siento que
el barbudito me mira a los ojos. Sobre Mármol, en una esquina. Un paseador de
perros. Personal su manera de pasearlos. Él sentado y apoyado contra la
persiana del local de la ochava. Cuatro perros. Uno, el más viejito, pelaje
oscuro. Dos perros chicos, petisones, blancos manchados de grandes toques
marrón claro. Hermanos tal vez. Hay días en que falta uno de ellos. El barbudito
completa el número de cuatro perros en la esquina. A media mañana el lugar
ofrece sol y sombra. A elección. El barbudito es de un beige claro. Obvio lleva
una barba en finas hilachas desde su hocico pintado de canas. Desde que nos descubrimos,
me llamó la atención su mirada, los ojos. Bondadosa con un toque de melancolía.
Un feliz memorioso de los días. Una persona canina transmite alegría desde su
estar en un paisaje de esquina de barrio. Está quieto. Otea en su mientras
tanto. Otea desde su profunda mirada. Ojos esperanzados sueñan los buenos
fantasmas de la poética urbanía. El barbudito me ve. Entonces nos miramos.
Decimos. Estamos. Ambos alegres. Somos en una calle de barrio. Sucede también
en Boedo. Tantas las historias que se guardan en el barrio.
Teo es un
galgo. Garúa de finos trazos grises y negros sobre manto blanco. Perro que
viene desde un grabado. Camina al lado de una mujer. Se acompañan. Los veo a
veces. Los sábados. A media mañana. Teo se acerca e invita a la caricia a todo
aquel que acepte el convite. No olvida a quien lo acaricia. En un momento del
destino del día fuimos, nos encontramos, en la caricia. Piensa Teo, así
adivino. Hablan sus ojos. Hay también en su mirada un toque melanco. Imagino
que ladra mientras acompaña desde la memoria. Teo se detiene en la vereda.
Espera a la mujer que tanto quiere, y que tanto lo quiere. Compañeros en la
vida.
Todo sucede
en el barrio. En la ciudad. Felicidad y esperanza. Abismo y sufrimiento.
Sin
embargo, la alegría.
Imposible descartar la culpa. Sentirse contrariado en este día ¿de escritura con mirada liviana, tal vez demasiado edulcorada? Pero digo, me digo, que una foto no anula la otra. Una al lado de otra para mejor contar la vida. Estos días de ciudad salvaje. Ciudad amarilla. Quizás este decir trate simplemente de escribir el aire que necesita cada destino. Dejarse llevar por un sueño junto al otro, en buena comunidad. Barrio es la vida del otro. Escribir el aire que necesita cada calle, cada día y noche en el barrio, en la ciudad. Escribir aire porque el paisaje se siente, cada vez, más extraño. Se hace lento y pesado, sin sentido. Lleva aire de derrota. Entonces, tal vez, y otra vez anoto que tal vez, hoy escribo el aire que a veces encuentro en la mirada de las personas, el aire que a veces encuentro en la mirada de las personas caninas. Felicidad, alegría, esperanza que salve la vida de todo un pueblo. Escribo: la felicidad de dejarse llevar por un mismo sueño junto al otro.
1 comentario:
Maravillosa nota,gracias por ver lo que muchxs jamas ven o hacen que no ven.
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