Foto: Eduardo Noriega |
A las once de la noche del viernes 27 de abril
hizo agua el mar donde vivías y como río inició el desborde piernas abajo de
mamá Evangelina. Ella se aferró a un almohadón mientras permanecía parada,
flotando, al lado de la cama. Reía, dijo: No sé qué hacer. Tu abuela Olga se
asomó al dormitorio: ella también reía. A la medianoche mamá, Irma, la partera,
y yo, estábamos ocupando las mejores ubicaciones en la sala de parto. De manera
lenta comenzaron los aprontes. Que gotitas mágicas en el suero, que preguntas
sobre cómo iba a ser: es decir, volvimos a hacer las preguntas de siempre. Que
caricias en el pelo, que nos mirábamos mucho con Evangelina. Es increíble cómo
sucede la vida, Julia, porque ella transcurre, parece que sube o que baja: ella
la que alumbra. La vida empujada por el viento o siendo el mismísimo viento, y
entonces todo, absolutamente todo termina llegando, sucediendo, y uno ahí: de
pura vida y pura sorpresa. Pensé en que todo llega cuando me vi en el vestuario
de la clínica: con ropa de enfermero, con un gorro blanco en la cabeza. Tanto
pensar en ese momento y el momento ya era, ahí estaba, presente mi imagen en el
espejo. Mamá se portó de maravillas, hizo caso a la partera, hizo chistes, se
reía de papá, estaba feliz. Hubo diez minutos en que mamá sintió dolores, un
rato de susto, pero todo estaba controlado, seis personas sabían qué hacer
mientras te esperábamos. Tres veces pujó mamá, tres veces te llamó, y vos que
empezaste a habitar la luz del primer instante, la luz de los días en este barrio.
Vi cómo te deslizabas camino hacia nuestra vereda, vi cómo hacías esquina sobre
el pecho de mamá Evangelina. Te limpiaron, venías de la mar misterio, ya te
dije. Las agujas del reloj marcaban las dos cincuenta y dos de la mañana del 28
de abril. Llegó la luz, te vi y encontré los ojos de mamá.
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